viernes, 3 de abril de 2015

FRIDA EN PALERMO


           Autorretrato con chango y loro. Óleo sobre masonite, 1942. La pintora mexicana Frida Khalo realizó innumerables autorretratos en los que siempre aparece con los mismos rasgos en su rostro, sobre todo la mueca seria y la mirada imperturbable, casi intimidatoria. Variando en todos ellos todo lo que rodea a su tez, en esta ocasión la acompañan espigas de trigo y cebada, un chango pequeño y un loro verdoso en su hombro, al más estilo de los piratas peliculeros.

            El cuadro aparece cubierto por un cristal blindado colocado en un entorno un tanto extraño, junto a un Botero y decenas de obras contemporáneas, no de ellos, sino de nosotros. Es decir obras de autores vivos, en los que se mezclan vistas y módulos entremezclados de metales móviles y fijos, que se mueven al notar los espasmos del tipo al que están atados, mediante unas cuerdas estoposas, o cuando alguien acciona un botón escondido entre la obra y la esquina de la pared. 

            No sé si llamó más mi atención por toparme con la obra en cuestión rodeada de lo que estaba: intervenciones artísticas, performances, puertas giratorias humanas, hombres con cabeza de luz que se pasea por el edificio, pintores en paro que pintan indefinidamente una pared… o junto a magnificas fotos en blanco y negro de los años sesenta sobre la violencia. Aunque posiblemente lo hizo, lo de sorprenderme digo, porque era la primera vez que contemplaba cara a cara una obra de arte de la polifacética artista mexicana. Al darme cuenta que era un original me atrapo unos instantes, como me ocurrió la primera vez que contemplé una obra de Van Gogh, o de Goya. Pues por mucho que las haya estudiado, observado mil veces en manuales, libros, diapositivas e imágenes digitales, como me ocurrió con los otros dos grandes artistas, éstas no le hacen justicia. Pues lo que ofrece la pintura original es franqueza, una obra donde se pueden ver los trazos, casi seguir las ideas y los movimientos que imprimieron sobre el soporte los pinceles manejados por la artista. Algo que no puede ofrecer ninguna imagen, por muy de última generación que sea la cámara que la tome. 

          Una obra maravillosa que pasa de puntillas por el museo Malba de Buenos Aires, sobre la avenida presidente Alcorta en Palermo. 

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