Hablar de cultura tanguera en Buenos Aires es
prácticamente lo mismo que hacerlo del bandoneón, de su peculiar forma, de su
sonido único. Pensar en la historia de este curioso instrumento es traer a
escena al Pichuco Aníbal Troilo, entre otros muchos. Pero si lo hacemos en la actualidad, buscando
el día de hoy, Bandoneón es sinónimo de don Enrique. Don Enrique Fasuolo.
Enrique es un tipo entrañable, delgado, un tanto enclenque,
al que le queda ancha la ropa impoluta que viste. Elegante y modesto. La
espalda comienza a encorvarse a su paso tal vez por el peso de los años, de los
buenos y de los malos que también los hubo, y los hay. Tal vez por los años de contemplación
del instrumento, su bandoneón negro con incrustaciones en nácar blanco. Bellísimo.
Unos años que le han turbado la vista, haciéndole necesario el uso de los
anteojos modernos y plateando su cabello aún espeso.
Lo conocí al poco de llegar a Buenos Aires, días
después de abrir esta publicación, él tocaba su bandoneón junto a un violinista
en la parada de metro de Lima, sobre el andén donde paran los vagones con
dirección a San Pedrito, en la línea A. Justo al lado de mi casa actual, y que
como si fuera un presagio marcó ese lugar de la ciudad como familiar antes de
que lo fuera de verdad.
Enrique Fasuolo gravita en esa parte del subsuelo
porteño junto a un compañero violinista que va cambiando según los días. Lo que
no cambia es la hora. Diariamente, desde la una del mediodía hasta prácticamente
las seis de la tarde se da cita ahí, el
sonido más característico de la ciudad y de su cultura. Enrique es como dicen
aquí un tipo groso, que tal vez debería estar ofreciendo su arte, y su
capacidad musical y cultural, en lugares más agradecido para ello que la calle
o los andenes del subte porteño. No puedo entender que en lugares tan dados a
la venta del folklore y del gusto cultural como La Ideal o el Torquato Tasso ─que
en ocasiones te ofrezcan bajo pago bailarines patizambos y músicos
irreverentes, que se ganan muy bien la vida con estos espectáculos grotescos,
que dicen muy poco de su profesionalidad─, no tengan un espacio para este gran artista
que se busca la vida en los andenes del metro y en las esquinas de las calles.
Se podría decir que soy yo el que no valoro la
labor de los bailarines y músicos mercenarios del tango, que hacen lo que
pueden a cambio del sueldo y de los aplausos de los turistas bebedores de vino
malo, y que tal vez valoro más a este hombre porque no conozco nada de la cultura
patria. Pero no soy yo el único que lo piensa, pues en el año 2014 la Dirección
General de Patrimonio e Instituto Histórico de la subsecretaria de Patrimonio
Cultural del Ministerio de Cultura de la República Argentina, lo reconoció
oficialmente –con título incluido-, como Artífice del Patrimonio de la ciudad
de Buenos Aires. Considerándolo desde ese día como patrimonio viviente de la
ciudad por su vida dedicada al bandoneón. Pero don Enrique sigue siendo fiel a
su sitio en el metro, alegrando los oídos de los usuarios, dibujándonos una
sonrisa cuando pasamos junto él y su compañero.
Hace un par de semanas pasé por la estación de Lima a
la hora que solía estar Enrique, pero el silencio llamo mi atención. No se oía
el quejido del bandoneón. Al pasar junto al banco donde suele colocarse Fasuolo
y su compañero encontré un folio pegado con un trozo de papel celo: Por un problema de salud no estaré tocando
en el subte por unos días hasta nuevo aviso. Gracias por sus oraciones.
Por suerte, después de una temporada sin saber de
él, el pasado domingo lo reencontré en la calle Defensa, entre tenderetes de
recuerdos y antigüedades. Rellenando el ruido de fondo del mercado de San
Telmo. Me alegré mucho de volver a verlo, y sobre todo de volver a escucharlo. Bienvenido
sea de nuevo.
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