Suelo usar esta página
para mostrar las partes amables o más llamativas de la ciudad, siempre lejos de
los tópicos que recogen todas las guías y documentales para viajeros. Nunca me
ha gustado eso, seguir una guía escrita por otra persona que no te conoce, que
no se acerca ni por atisbo a tus gustos o necesidades. No suelo fiarme de los
consejos y guiños de personas que no saben cómo piensas, y como te mueves por el
mundo. Guías que se han demostrado en muchos casos son escritas por
mercenarios del negocio de los viajes, a los que les pagan por escribir
libritos de ciudades desde su casa. Cobrando como si de verdad hubiera comido
y bebido en cada uno de los restaurantes, de los que hablan maravillas debido a que
los anunciantes, que al final es lo que son, han pagado una buena suma al
escritor o editor de la guía en cuestión, para aparecer ahí de forma sobresaliente.
Otras guías -a las que odiaré siempre-, han destrozado verdaderos paraísos
terrenales, que después de anunciarlos a bombo y platillo en sus conocidas
páginas, se han plagado de turistas irrespetuosos, que matan el encanto del
lugar. Expulsando a los habituales, como apestados snobs que no entienden de nada. Escribí hace tiempo un artículo
sobre esto, titulado El profesor de literatura, en el que se mata un clásico de Alfama.
Pero en Buenos Aires no todo es amabilidad y
buenrollismo. Como en todas las ciudades también hay una cara B, una cara que
se intenta esconder a los turistas. Una cruz que no sale en los documentales de
viajes de canal de pago, y que por supuesto ninguna guía en papel reproduce a
modo de fotografías en sus páginas, de colores saturados y papel brillante. Incluso,
olores que nadie intuye en los anaqueles de las agencias de viajes, cuando
reserva el viaje de su vida. Pero que están ahí y no pueden ignorarse.
Todos estos detalles, defectos, no hacen mejor ni peor
a la ciudad. Simplemente la hacen ciudad. El olor a asado por las calles de los
barrios castizos, se contrapone el olor ácido, agrio y podrido de los
contenedores, que nadie limpia cuando vacían de bolsas con los residuos. O
cuando los cartoneros las sacan de su interior para revisarlas minuciosamente
en las veredas y en la calzada, dejando los restos después allí para el resto. Diseminados,
esparcidos hasta nueva orden, cuando uno de los pocos barrenderos que se mueven
por la ciudad lo libere, o hasta que una tormenta, como la que atruena la ciudad
mientras escribo estas líneas lo limpie.
O cuando las aceras se convierten en socavones
entre quioscos y bancos, que te retuercen los tobillos, haciéndote tropezar
hasta dar con tus huesos en el suelo. Aunque
en algunas ocasiones se bachean, en la mayor parte de los casos permanecen
desconchados, hasta que alguien coloca dentro tierra de otras obras, adoquines
o plaquetas sobrantes de remodelaciones propias. Marcando a veces simplemente
el lugar, con bolsas de plástico rellenadas de algún elemento pesado, para que
no se vuelen. Tema flagrante, es el del librero de la calle Esmeralda, ejemplo
de otros muchos comerciantes de la capital a los que entre empresas de obras públicas
─que levantan calles, dejándolas como si hubiera caído un obús en mitad de la
plaza─, y las malas operaciones, el deplorable sentido de ayuda al ciudadano, y
la nula gestión de los problemas, que afectan a la urbe y a sus habitantes por
parte de gobiernos y gobernantes, están haciendo que muchos negocios, y las
cuentas corrientes de sus dueños se volatilicen entre quejas, papeleos y trabas
gubernamentales, para arreglar problemas que ellos mismos han creado con su
parsimonia y mal hacer.
Eso
sí, a la hora de cobrar impuestos, que cada vez son más y se revierten menos en
las infraestructuras públicas, no son tan remilgados.
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