Como todos los días la lectura de una poesía, larga o
corta, dulce o amarga, me acompaña con los primeros sorbos del café de la
mañana, o con los finales del último de la tarde. Hay días como el de hoy, días
del libro, de las letras, y sobre todo de los escritores y los lectores ─pues
sin ambos no habría libros, ni empresa editorial que valga─, en los que apetece
sumergirse en la dura, pero a la vez lucida, mirada de un tipo como Miguel
Hernández. Posiblemente uno de los mayores poetas que ha dado España, y posiblemente
también uno de los más tapados y olvidados durante muchos años. Hay quien tiene
la fea e hiriente costumbre de juzgar a los intelectuales por sus ideologías, y
no por sus obras. Será por ello que las poesías duran segundos, mientas las
dictaduras lo hacen años.
Durante el tiempo que Hernández pasó en la cárcel hasta
su muerte le perturbaban los recuerdos. Los de su hijo perdido, los de su amada
perseguida, y los de su país en una guerra sangrienta entre hermanos. Allí
construyó la columna vertebral de la poesía de la primera mitad del siglo XX.
Allí escribió este poema, titulado Tristes
guerras. Mientras recordaba las tristes tardes de guerra, aquellas tristes
tardes.
Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes.
Tristes.
Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes.
Tristes.
Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes.
Tristes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario