Desde pequeño un dicho popular nos enseña que la
música amansa a las bestias, cuando en realidad lo único que amansa a las
bestias es la sangre, la otra mejilla y el dinero público en las cuentas
oscuras trasalpinas. Para lo que no nos instruyen de niños, y lo tenemos que ir
aprendiendo poco a poco en la vida, es que la única opción para frenar a las
bestias es mediante el uso de la educación y la cultura. Cuanto más educación y
más cultura menos miedo tendremos a las alimañas, menos nos dejaremos manipular
por ellas. Siento romper con más de dos mil años de moral cristiana, pero
cuando la bestia, el verdugo, nos atiza en la mejilla, la única forma de
aplacarle no es ofreciendo la otra, sino arrancándole la cabeza.
Por ello, cuando leo últimamente los periódicos,
cuando veo las informaciones y veo cómo va avanzando la película general de
nuestra sociedad, me sale la vena jacobina más radical, el abate Marchena más
furibundo que todos llevamos dentro. Y como él, piensas que la única forma de
salvar a la humanidad es pasar por la guillotina a media humanidad. Y ni con
esas.
Por eso cuando veo escenas como las de ayer mientras
paseaba por el centro de Buenos Aires, siento que no todo está perdido, que
todavía se puede evitar que Caronte queme sus naves. A pesar que quede mucho
para ganarles la partida a los malvados, a las bestias que nos quieren
analfabetos y manipulables. De lo que tenemos mucha culpa nosotros mismos, pues
no se puede ser romano y aplaudir las gracias a los bárbaros. Con actos como el
que vi ayer, vamos rascando un poquito más de tierra de ese túnel que nos
llevará a la superficie.
Como casi cada día, cruzaba un parque del barrio de
la Recoleta para dirigirme a mi trabajo, era la primera hora de la tarde del
sábado. El día a pesar de encontrarnos en el otoño austral era agradable, además
no había ni rastro de las cenizas del volcán chileno que habían cubierto el
cielo porteño el día anterior. Allí junto a un parque infantil, que cada tarde
explota de felicidad y de sonrisas infantiles cuando llega el fin de la jornada
escolar, un grupo de niños se sentaban sobre pequeñas sillas y mesas de
plástico y colores vivos. Junto a ellos se situaban caballetes infantiles,
donde los niños dibujaban y pintaban libremente. Los padres revoloteaban
alrededor de los jóvenes pintores, comentándoles pormenores, precisando lo
bonito de su dibujo. Mientras, los
monitores explicaban cómo podrían crear colores mezclando unos u otros
pigmentos, enseñándoles técnicas, y dándoles nociones básicas de la historia de
la pintura. Los niños disfrutaban y reían mientras aprendían, y se empapaban
del gusto por algo tan necesario para sus vidas como es la cultura.
Me quedé allí un rato observándolos, pensando en todo
esto. Después de unos minutos giré sobre mis talones, al salir por la puerta
del jardín urbano que da a la avenida de Las Heras, observé a una pareja de
abuelos conversando animadamente en un banco, mientras compartían un mate. A su
lado, inmiscuido en una lectura entretenida y con una sonrisa en la cara, su
nieto de unos doce años disfrutaba como un cerdo en un lodazal de una novela juvenil.
Tal vez, y solo tal vez pensé al avanzar por la
vereda derecha, en un futuro lejano podamos librarnos del yugo de la ignorancia
gustosa. Tal vez algún día podamos pensar como griegos, luchar como troyanos y
morir como romanos.
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