Suelo ir por allí al menos una vez a la semana, es el
colofón al paseo dominical por San Telmo. Una costumbre adquirida desde mis
primeros días en la ciudad, pues en ese barrio me instalé durante las primeras
semanas de estancia. El parque es uno de mis fetiches desde mucho antes de
conocerlo o pasearlo, lo es en realidad desde que leí por vez primera Sobre tumbas y héroes de Sabato, ya que
una gran parte de la ficción que narra transcurre en su interior.
Se encuentra al final de la calle Defensa, haciendo
de frontera natural entre los barrios de La Boca y Barracas, enmarcado por un
café histórico, el Británico y por otro con todos los visos de serlo, el
Hipopótamo. En éste último, sirven la mejor sidra de grifo de la ciudad. Se
puede disfrutar sobre las tradicionales mesas de madera, mientras ves pasar a
través de sus ventanas turistas despistados con un mapa arrugado entre las
manos, vecinos del barrio que se saludan a gritos y habituales de la zona, como
limpiabotas y vendedores ambulantes.
Siempre me entretengo por la zona a última hora de las
tardes de los domingos, inmiscuido en los puestos ambulantes de libros de viejo
y vinilos de otra época, que se colocan bajo las sombras industriales y
abruptas del viaducto de la autovía de La Plata. Para los purista este el lugar
que divide el Buenos Aires admisible de los barrios peligrosos, aunque para mí
es un lugar tranquilo y siempre de feliz recuerdo. Después de dar cuenta de un
café y una factura, o de una sidra y un tostado, mientras leo un rato u observo
el devenir de los parroquianos, casi siempre en el Hipopótamo, me interno en el
viejo parque.
Dejando a un lado la enorme escultura fuente en honor de
Pedro de Mendoza, fundador de la ciudad en ese mismo lugar durante el año 1536,
se abre ante tus pies y tus ojos un laberinto de caminos adoquinados los
principales, y en tierra prensada, al estilo del albero andaluz pero blancuzco
el resto. Entre bancos de madera recién estrenados, y grandes jarrones desconchados
y en ocasiones descoloridos, imitando a las decoraciones marmoleas clásicas de
otras épocas y continentes.
Según te vas internando por los recovecos de sus
jardines das con lugares magníficos que no esperarías encontrar en un lugar tan
descuidado como este parque en la actualidad. Desde el monumento a la Loba
capitalina amamantando a Rómulo y Remo, regalada a la ciudad por la república
de Italia, y cercenado cuando en el 2007 el parque quedó totalmente abandonado,
y en manos de los gamberros y desalmados que nunca respetan su patrimonio. Aunque
de esto también tienen buena culpa los respetivos gobiernos de la ciudad, y de
la provincia por su frialdad y parsimonia. Más allá aparece el monumento a la
cordialidad argentino-uruguaya donado por la república Oriental del Uruguay, y
que en estos años de olvido fue esquilmado. No solo eso, sino que estuvo a
punto de desaparecer, pues una vez vuelto a restaurarse el parque, el actual
jefe de gobierno de la ciudad comenzó a retirarlo, y de no haber sido por las
protestas vecinales en pos de su patrimonio y de su parque, el gobierno
hubieran acabado de hacer el trabajo sucio a los despiadados y malnacidos, que
habían hecho del parque durante la última década su campo de pruebas particular
del salvajismo, la anticultura y el despropósito a la inteligencia de una
ciudad como Buenos Aires. Al final del paseo, podemos disfrutar entre los
árboles milenarios una réplica de un templo griego enmarcado entre estatuas
alegorías de la antigua cultura milenaria.
Rematando el parque, casi
al final de la calle Defensa, se levanta el viejo caserón construido por el
inglés Charles Ridgley, que a mitad del siglo pasado se convertiría en el Museo
de Historia Nacional. La cordura llegó en el año 2013, cuando se declaró al
parque Lezama como Monumento Histórico Nacional, un reconocimiento que debería
haber llegado hace mucho y haber evitado así los años de olvido, de
desmantelamiento, de ruptura y de deshonor que recibió, y que sigue recibiendo
uno de los lugares más importantes de la vieja ciudad de Buenos Aires.
Paseando por sus
caminos intrincados, suelo imaginar todo lo que debió de ser el lugar, todo lo
que ha visto y vivido la zona. Desde como ya hemos dicho la fundación de la
ciudad, a la venta de esclavos, los duelos por honor a espada y pistola, los
paseos de los enamorados del siglo XIX, las conversaciones entre conspiradores
políticos, los negocios cerrados por comerciantes y negreros entre las antiguas
verjas del jardín. Me pregunto a menudo cómo sería el parque en aquella época
de esplendor en el que formaba parte del trio de grandes jardines de la ciudad,
junto a la plaza Francia y las Barracas de Belgrano, antes del olvido y la
insidia. Cuando el jardín de estilo francés contaba con una plaza de toros temporaria,
que se colocaba sobre el flanco de la calle Brasil, un enorme lago con góndolas,
que se hallaba donde hoy está el desvencijado y vallado anfiteatro atestado de
pintadas estúpidas, y peligrosas botellas de cerveza y Fernet hechas añicos. Cómo sería el desaparecido quiosco donde los
músicos amenizaban las tardes de los días festivos, el tambo donde se criaba
ganado lechero, la pérgola, el rosedal, la pista de patinaje, o el pequeño circo
que atesoraba el parque.
Me figuro la belleza del viejo parque, su esplendor para
un barrio que ahora vive sus horas bajas, y que suspira por lo que fue y que
posiblemente nunca más volverá a ser, por la inoperancia de sus políticos, la
dejadez de sus vecinos y la estúpida y cainita inquina de aquellos que lo único
que buscan para divertirse es destrozar el patrimonio de todos, sin ni siquiera
pararse a pensar que también lo es de ellos. Quedándome claro que para algunos
pensar es un lujo, que no pueden ni quieren permitirse.