Vuelvo a caminar por Buenos Aires después de uno días
fuera de la ciudad, y aún mis zapatillas están tiznadas del rojo terroso de las
tierras boscosas del norte del país. Escarlata oscuro, casi del color sanguina
de los campos selváticos de la zona norteña de Misiones. Justo donde la selva
se divide en tres países, y donde se juntan los ríos Paraná e Iguazú.
Salgo de nuevo a la calle de mi barrio, en mitad de
Montserrat, a un par de cuadras de la avenida de Mayo y de la plaza del
Congreso. Todo es normal hasta que salgo a 9 de Julio, hasta que llevo mis pasos
a las inmediaciones Corrientes. Cuando de pronto me vuelven a caer encima las
mismas sensaciones que sentí la primera vez que llegué a su altura, la primera
vez que vi sus calles, que pasee sus veredas, y que me crucé con sus
habitantes. Como si volviera a empezar a conocer la ciudad, pero con la
curiosidad de entender los pormenores de la urbe. Sabiendo qué es lo típico en
cada lugar, dónde encontrar revistas o libros. Dónde hacer mis compras, o dónde
encontrar los teatros, los cines y las tiendas de elementos para llevar una
vida normal. Una extraña sensación de vuelta a comenzar en una ciudad que se
presenta nueva, pero que ya es conocida. Un lugar que ya será reconocido para
siempre en mi subconsciente, a pesar de tener la sensación que volverá a
sorprenderme de esta extraña manera cada vez que vuelve a ella. Sea con una
diferencia de días o de años.
Vuelvo a
pasear por las viejas librerías de segunda mano, descubriéndolas de nuevo pero
sabiendo que me voy a encontrar en cada una de ellas, y pienso a la vez como
voy a llevarme los libros que ya he comprado cuando vuelva a España. Observo al
cruzar el último paso de cebra de la avenida 9 de Julio, a los camareros con horrorosos
chalecos naranja y blancos de la cafetería República, pensando como siempre el
mal gusto del que los eligió. Veo el cartel de: Hay ranas, del restaurante Arturito en la entrada a Corrientes,
junto al obelisco, y como siempre pienso lo mismo: que algún día he de entrar a
ver qué son. Piso su paseo de la fama de segunda división, no por los nombres
que allí se exponen, sino por su mal estado en que se encuentra. Un pésimo
cuidado que hace que ese lugar en vez de ser un punto para visitar, pase
desapercibido a los ojos de todo el mundo. Donde las estrellas no solo son
todas diferentes, de tamaños, color y forma, sino que además están pintadas, medio
arrancadas, no se lee en muchos casos el
nombre de su propietario. Una desidia, que me hace pensar de una manera similar
a otras ocasiones, creyendo que esto bien podía ser una metáfora de cómo el
gobierno de la ciudad trata a sus artistas.
Avanzo por Corrientes y veo las pizzas a caballo de Las
Cuartetas, las tortas de Guerrín, las fainás de Banchero, las colas para entrar
a Los Inmortales, los churros rellenos de dulce de leche de la Giralda, el olor
a especias y a café recién molido del Gato Negro. Y me parecen nuevos a primera
vista, aunque ya conozco su interior y los sabores que ofrecen. Me sorprenden
como en su día los teatros a punto de abrir para la función de la noche, con
chicos y chicas repartiendo volantes de promoción para que los transeúntes se
animen a entrar a las pequeñas salas, donde se representa obras más independientes.
Donde los actores no salen por la televisión, ni son conocidos.
Los vendedores ambulantes se pasean ofreciéndote sus
gafas de sol y sus bolsos falsificados, o truchos que dicen aquí. El quiosco
del vendedor de incienso y palo santo comienza a recoger su mercancía, y los
vendedores de periódicos se afanan en atar con cuerda gruesa las ediciones
sobrantes del día. Sigue sonando fuerte la música clásica en la disquería que
casi hace esquina en Talcahuano. Y todo es tan nuevo, y a la vez tan
reconocible, que me tiene absorto en el paseo.
Es casi la hora de
cenar, y de repente me acuerdo del sabor de las empanadas salteñas de La
Americana y se me antoja un par. Su carne tiene un leve sabor picante, y aunque
no son ni parecidas a las de la abuela de Julieta estas también cuentan en su interior
con la suculenta sorpresa de una aceituna verde con hueso, que hace romper el
sabor en tu boca, deshaciendo casi tus papilas gustativas al mezclar los
diferentes ingredientes de su interior. Después salgo por la avenida Callao y
aunque parece que lo hago por primera vez, conozco perfectamente por donde
tengo que girar para volver a salir casi
a la altura de los cines Gaumont, donde como siempre están las colas de primera
hora de la noche. Y sabiendo por donde voy perfectamente, me sorprendo como la
primera vez, al ver la extraña arquitectura del Palacio Barolo, al enfilar de
nuevo avenida de Mayo. Al dirigirme a mi casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario