Cuando las tardes de verano se vuelven demasiado
calurosas en mi tierra suelen terminar siempre igual: en una gran tormenta
rápida de truenos y rayos, o en una tormenta de viento, más larga en el tiempo y
que levanta cualquier cosa del suelo. Mientras, en ambos casos, el cielo se
vuelve totalmente negro.
Las tormentas veraniegas en Buenos Aires son
distintas a las de mi tierra, pues aquí se van creando, formándose, de un día para
otro. Cuando un tarde resulta demasiado calurosa lo lógico es que la mañana siguiente
amanezca lloviendo, sin dejar de hacerlo durante todo el día como si de repente
estuviésemos en el invierno dublinés. Amaneciendo al día siguiente como si
nada, con el sol colándose por las rendijas de tu habitación, como si el agua que
el día anterior lo había mojado todo se escapara ahora por los agujeros de una
cesta de mimbre que había difuminado la ciudad en el horizonte, con sus coches,
colectivos y personas deslizándose y derritiéndose entre el rojo y verde de los
semáforos, ahora con un halo de luz mucho más larga que se expande por los
charcos cercanos como si durante la lluvia esa zona también les perteneciera. Te levantas, abres la ventana y te das cuenta que lo que al día anterior parecía una ciudad pintada desde la mirada de un impresionista, se ha convertido de nuevo en el caos caótico y abrasivo del verano austral.
Ayer fue uno de esos días que amaneció triste sobre
la ciudad de la milonga. Una débil lluvia se perpetuó durante todo el día, a
veces tan frágil que no se notaba, en otros momentos tan rauda que te obliga a
buscar los balcones, o las marquesinas de los viejos hoteles y de los cafés de
otra época. Garúa lo llaman acá, y me parece una acepción tan poética que la
apunto de inmediato en mi libreta.
A pesar de ello las tardes de verano son tardes
dadas al esparcimiento, o a la lectura. Cierto es que lo más agradable es hacerlo
a la sombra de unos árboles mientras el sol se refleja unos pasos más allá. Al
contrario que en el invierno, cuando el sol pierde su dignidad ganándola la
lluvia que repiquetea en la ventana del estudio, o del comedor. Mientras dentro,
con un café sobre la mesa, al lado del cuaderno de apuntes, de los rotuladores,
y los lápices te dejas mecer por la lectura. Cada cosa a su tiempo.
En ello voy pensando cuando llego a Corrientes,
hacia la altura de Reconquista. La vista hacía el río, tras las torres de
Puerto Madero, aparece más o menos clara a pesar de que ya empieza a caer la
noche. Hacía Obelisco, hacía donde yo encaminaba mis pasos, el cielo se vuelve
plomizo y pesado. La gente corría buscando refugio, dejando la calle más viva
de la ciudad huérfana a esas horas, tan solo alborotada por el tráfico y los
atascos de la hora pico de la salida del trabajo. Yo sigo adelante, entretengo
mis pasos durante un buen rato ojeando revistas de historia de los años setenta
en una librería de viejo cercana a 9 de Julio. Al salir el cielo se había
cerrado del todo, y mirando al horizonte, al final de la enorme hilera de
edificios, no se ve ningún atisbo de luz, tan solo las farolas y los focos de
los coches.
Me enfrento a la lluvia incipiente sin paraguas, los
odio. Cuando lo tengo cerrado nunca se cómo ni dónde llevarlo, cómo comportarme
con él. Lo olvido con frecuencia en cualquier lugar, sin importarme mucho su
futuro. Por eso no suelo usarlo, hoy tampoco. Me voy pegando a las paredes de
la vereda derecha de la avenida, buscando el cruce con Talcahuano, para huir
por la oscura calle hasta mi casa. En un cierto momento un trueno deja en
silencio el centro de la ciudad, la gente se detiene un instante, incluso
parece que las bocinas han dejado de sonar durante un momento. Tuve la
sensación de ver las luces de los comercios, de los carteles luminosos y de
neón que plagan la ciudad, a un nivel por debajo de intensidad habitual. Me
sentí reconfortado por un instante bajo la incipiente lluvia porteña.
En estos casos no puedo evitarlo y, viendo la cara
de muchos de mis compañeros de calle en ese momento, vuelve a venirme a la
cabeza una imagen característica y me sonrío. Con esa media sonrisa donde se
asoma peligroso el colmillo entre la comisura de los labios. Imaginando que en
cualquier momento saldrá corriendo por alguna esquina un irreductible galo,
vecino de Astérix y Obélix, con las manos sobre la cabeza, corriendo como pollo
sin cabeza y gritando ¡Por Tutatis!
El cielo se desploma sobre nuestras cabezas.
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