Supongo que es normal. Que no le hagan mucho caso digo. Pues
a pesar de que cuando llegas a la zona de Riachuelo, montado en el viejo
colectivo número 29, es lo primero que ves, la gente ─turistas sobre todo─
llega hasta allí buscando otra cosa. Pero yo las contemplo con cariño, son las
dos estructuras magnificas y titánicas que se enfrentan en mi camino, creciendo
sobre mi cabeza a cada metro que avanzo hacía ellas. Pero cuando el transporte público
se detiene junto a la vereda derecha de la avenida don Pedro de Mendoza, a unos
pocos metros del mundialmente famoso Caminito, las vistas del puente y del transbordador
de Nicolás Avellaneda pasan a un segundo plano, a veces a un tercero. Soy el único
que se baja del colectivo y se acerca a la barandilla metálica junto al Riachuelo
para obsérvalos en su grandiosa soledad. Me parece una imagen icónica de la
ciudad y de sus gentes. Las de antes y las de ahora.
Es así de triste. Los turistas, sobre todos lo que
viajan con la cámara de fotos intentando inmortalizar todo lo que se postra
ante sus pasos, para después enseñárselo a los amigos y familiares a la vuelta,
son los que más perdidos andan por la ciudad. Los que menos la disfrutan y los
que más detalles se pierden, aunque por su forma de actuar y fotografiarlo todo
pueda parecer lo contrario. Se autoengañan, y ese es el peor de los engaños.
Estos visitadores olvidan lo visto unos segundos antes, pues en su gran mayoría no saben, aunque me temo que tampoco quieren, entender la ciudad que visitan. Que colonizan en algunos casos haciéndola invivible. Hace años que los observo en todas las grandes ciudades y nunca dejan de sorprenderme por su forma de actuar, egoísta y urbanicida. Hasta he llegado a analizar sus diferentes actuaciones repetitivas para diagnosticar el síndrome que los afecta: el síndrome de la memoria de pez lo he llamado.
Nunca he entendido la necesidad asfixiante de
inmortalizarlo todo en una cámara. No soy una persona anti fotografías ni mucho
menos, yo también las hago, son bonitos recuerdos, pero no por ello dejo de
disfrutar de un momento único por inmortalizarlo para enseñárselo a los demás. En
ocasiones hay que ser consciente de que la vida nos pone cosas delante para que
las disfrutemos, no para que las compartamos en las redes sociales. De todas
maneras he de reconocer que si odio, o la menos detesto bastante, las mareas de
turistas que avanzan por las calles de las ciudades pastoreados por un tipo, o
tipa, que lleva un paraguas o un palo terminado en algún tipo de seña colorida
a modo de cayado urbano. Esas mareas humanas que de pronto arrasan la
tranquilidad del centro histórico de cualquier urbe mientras paseas por ella, o
tomas un café o una cerveza en una de sus terrazas utilizando la tranquilidad
de la mañana, o la tarde, para charlar con un amigo o trabajar un rato mientras
te da el aire y el sol. Da igual que estés en una ciudad de la meseta
castellana, en un pequeño pueblo de la Toscana, o sentado en una terraza sobre
una calle empedrada del antiguo París. Allí aparecen y, si no estás alerta, te
noquearán con su marcha grupal. Golpean con sus utensilios, bolsos o mochilas, tú
taza de café, empapando con el negro líquido todos tus papeles o tus
pantalones. Después, desaparecerán detrás del paraguas del guía, difuminados en
la perfecta excusa para los despistados que gustan serlo que es un grupo de
turistas, sin ni siquiera disculparse por haber derramado tu bebida o manchado
tus pertenencias. Y no lo hacen porque caminan embobados, buscando tomar el
mayor número de imágenes posibles, sin percatarse de los molestos y maleducados
que pueden llegar a ser.
Estos visitadores olvidan lo visto unos segundos antes, pues en su gran mayoría no saben, aunque me temo que tampoco quieren, entender la ciudad que visitan. Que colonizan en algunos casos haciéndola invivible. Hace años que los observo en todas las grandes ciudades y nunca dejan de sorprenderme por su forma de actuar, egoísta y urbanicida. Hasta he llegado a analizar sus diferentes actuaciones repetitivas para diagnosticar el síndrome que los afecta: el síndrome de la memoria de pez lo he llamado.
Parece ser
que olvidan al instante lo que acaban de ver, por ellos lo fotografían hasta el
hartazgo. Como su memoria de pez les ataca pronto no saben explicar las
sensaciones de lo vivido a sus familiares y amigos cuando vuelven a su país, a
su casa. Por ello tiran de tarjeta de memoria y muestran las miles de fotos realizadas
en el viaje. Describiendo lo que se ve en la pantalla, como si sus víctimas, las
que se tienen que tragar las dos o tres horas de fotos digitales pasando una a
una en la pantalla de un ordenador, fuesen estúpidos y no fueran capaces de entender
que lo que sale en la imagen es un edificio, una plaza o un señor vendiendo maní
en la puerta de unos grandes almacenes. Lo hacen porque no son capaces de
describir la sensación que sintieron al llegar a un lugar, o los sentimientos
que le produjeron los diferentes tratos con las personas locales. No son
capaces de ello porque han perdido todo el tiempo de su viaje apuntando con un
objetivo y apretando un botón. Tienen fotos pero no vivencias. O no tantas como
deberían o podrían haber conseguido.
El caso, y perdonen que me vaya por las ramas, es
que a este transbordador de la Boca, tan denostado por los turistas de cámara
rápida y memoria lenta, hay que hacerle justicia. Al menos yo lo creo así. Más
aun conociendo su historia. Es una estructura extraña, cierto, pero majestuosa
sin duda. En realidad lo son las dos, porque se habla normalmente del puente
más moderno, el rojo, el que se posa sobre las bases de hormigón: el puente de
Nicolás Avellaneda. Pero a su lado está el viejo transbordador del mismo
nombre. Este transbordador de hierro negro se comenzó a construir en 1908 para
conectar la ciudad de Buenos Aires con su provincia, cruzando el Riachuelo. Se
inauguró en 1914 y permaneció en funcionamiento hasta el años 1960, siendo una
de las mayores obras de ingeniería de la ciudad. Permitió ahorrar mucho tiempo
a los trabajadores de la época, que cruzaban por él de un lado al otro del río.
Además de dejar para la posteridad una estructura maravillosa para los que
ahora nos acercamos a La Boca y disfrutamos del barrio mucho más allá de la
calle de los edificios típicos, de tonalidades características y chapados en
colores vivos.
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