Es un día lluvioso en
Buenos Aires, la primera lluvia del otoño bonaerense. Veo caer el agua desde mi
balcón mientras escribo estas líneas, pensando en lo mucho que ha llovido desde
que el negocio más antiguo de la ciudad abrió sus puertas. Allá por el siglo
XVIII.
Un día de 1785, el farmacéutico Francisco Salvio Marull abrió
una botica en la esquina de Potosí con Santísima Trinidad. Hasta las calles han
cambiado de nombre, pues ahora son Alsina con Bolívar, pero el negocio apenas ha
mudado su forma en poco más de dos siglos, a pesar de haber sido derruido en
una ocasión. Aquella tienda se conocía en toda la ciudad como La Botica, y en
ella se vendían velas, estampitas, crucifijos, y lo que fue muy importante en
aquella época: los primeros libros de la ciudad, que llegaban desde el Alto
Perú. También fue la esquina, donde en 1801 se vendió por primera vez prensa en
el Gran Buenos Aires.
Allí permaneció La Botica, hasta que en 1830 cambio
de negocio y de nombre. Así pasó a ser una librería, que pronto se denominó La
Librería del Colegio, pues se encontraba ─aún se encuentra─ junto al Colegio
Nacional de Buenos Aires. En ese lugar, los estudiantes compraban la mayor
parte de sus libros y material escolar. Este colegio se encontraba, o se
encuentra dentro de la importante Manzana de las Luces, punto clave de la
historia porteña, lo que hace que dicha parte del barrio de Montserrat sea
desde hace muchos años el punto preeminente de la cultura y la política del
país. Junto al Colegio Nacional y la librería, se encuentra también el viejo
colegio jesuita de San Carlos, y allí estaba el desaparecido café de Marco.
Éste, se situaba frente a la vieja
botica y por si tuviera poca importancia la zona, en el café de Marco era donde
se juntaban los revolucionaros de 1810, que junto a otros importantes nombres
de la historia y la política patria, tales como Bartolomé Mitre, Domingo
Faustino Sarmiento, Nicolás Avellaneda, Juan Bautista Alberdi, Santiago de
Estrada, Aristóbulo del Valle, entre otros muchos, también eran clientes
asiduos de la vieja librería del Colegio.
En 1926 el antiguo edificio bajo el cual estaba la
librería fue derribado. Rápidamente se construyó un nuevo edificio residencial,
de estilo ecléctico. Una construcción que en su inauguración rompía bastante
con la estética clásica de la ciudad. Pero pronto se arregló todo, no sean ingenuos,
pues no fue para bien, y a partir de los
años treinta del siglo pasado, las autoridades, junto a los empresarios y
constructores, se dedicaron a destruir una gran parte de la antigua cara de la
ciudad de Buenos Aires. Llevándose por delante una incontable cantidad de
construcciones, palacios y edificios de otra época, del periodo de máximo
esplendor de la capital del río de La Plata. Por suerte en el local y en el
subsuelo de este viejo edificio, volvió a abrirse la librería del Colegio.
Durante el año 1994 la vieja librería pasaba un bache
muy duro. Fue cuando Miguel Ávila, antiguo dueño de la librería Fray Moncho, la
adquirió, cambiando su nombre por el de su apellido. Cambió también el fondo de
la librería, pues se especializó en libros y revistas antiguas, ediciones de
coleccionismo y rarezas históricas. Eso sí, manteniendo el estilo tradicional
del local. Y así sigue hoy, con decenas de viejas estanterías quejumbrosas de
madera, repletas de libros de todos los ámbitos, siendo evidentemente la mayor
parte de historia, tanto patria como general. La colección amplia se expande en
una balconada superior, donde se puede encontrar de todo: desde libros nuevos,
hasta verdaderas joyas en papel, como la edición china de El Quijote de
Cervantes, libros de primaria de hace cien años en perfecto estado, o el bando
de Manuel de Sarratea de 1819, en el cual se especificaba las condiciones para
que pudiera funcionar una pulpería.
Desde el año 2000 es
considerado sitio de interés nacional, una placa en la puerta lo recuerda.
También recuerdan su viejo nombre los azulejos pintados que se ven en el
saliente en forma de balcón cerrado del segundo piso. El local es visitado por
muchos turistas que compran menos de lo que deberían, tal vez por no conocer a
fondo la historia del lugar, y lo importante que es colaborar en su
mantenimiento. Ya sea llevándose algo de los anaqueles, o tomándose un café en
su subsuelo, donde se abre desde hace muchos años el café de la librería Ávila,
conocida en toda la ciudad como el Café Literario y que sin duda, viendo su
escaso trabajo, no tardará en perderse.
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