Leo en la prensa de hace unos días que el Alcalde de
Lima, Luis Castañeda-quede aquí su nombre reflejado, a modo de acusación
directa por inculto y estúpido-, mandará eliminar unos sesenta murales llevados
a cabo en la ciudad peruana de la mano de artistas locales y extranjeros. El
centro de Lima es patrimonio mundial de la Unesco desde el año 1988. Desde el
año 2012 los murales permanecen en el centro de la misma después que se celebrara
allí el festival internacional de arte callejero. El alcalde insinúa ahora que
el acuerdo con la Unesco prohíbe esas pinturas a pesar de que la Institución
internacional no se ha pronunciado en contra. Entre otras cosas, porque la
organización defiende todo aquello que haga compatible el centro histórico con
el turismo, la cultura y la recreación. Y todo ello para ocultar estos trabajos
artísticos bajo un color amarillo, plano y llano como la mente de dicho
alcalde. Color, el amarillo, que es casualmente el símbolo de su partido
político y que supongo le pega más al patrimonio histórico internacional. Un
fariseo moderno.
Está claro que todo se debe a una lucha política
interno, pues los murales se perpetuaron durante el gobierno de su enemiga
política. Pero el tema es igual de grave ya se eliminen los murales por odio
político, por odio artístico o porque el que dé la orden sea un completo
estúpido cultural. O por los tres argumentos, que en este caso parece ser la
razón.
El caso es que al
leer esta barbaridad me han venido a la cabeza esos dictadores de diferentes
ideologías que a lo largo de los siglos se han presentado en su país, y a veces
los colindantes, como si fueran su cortijo. Aniquilando, quemando todo el arte,
y toda la literatura que no era de su gusto. En la mayor parte de los casos la
acusación que recibiera esas obras culturales se basaba sobre todo en que eran
antirreligiosas, que iban contra la moral, de carácter aberrante o que estaban
fuera de la calidad y del buen hacer de un pueblo, de un imperio o de una
ideología. No se dejen engañar, todas estas obras de arte, escultóricas, pictóricas
literarias… fueron eliminadas del mundo al que pertenecían, no porque
insultaran al sentido común, a la ética, o a la moral de un pueblo, sino porque
insultaban a la inteligencia del tipo, o de los tipos que gobernaban
normalmente a la fuerza, y a base de represión y sangre el país, la ciudad, o
el continente, donde se destruían las mismas en el momento que se destruyeron. Obras
que insultaban a su inteligencia, simple y llanamente porque sus cortas mentes,
sus nimias entendederas, junto a su ego, no le permitiera comprenderlas. Eran
demasiado evolucionadas para sus anoréxicos cerebros, escuálidos gustos y
esquelético sentido cultural. Eso, la incultura por la barbarie, o por la falta
de interpretación artística un tanto compleja, es decir, todo lo que fuera más
allá del bisonte de Altamira, ya existe desde los siglos anteriores de nuestra
era. No se sorprendan, en veinte siglos no hemos cambiado tanto.
Seguro que el alcalde limeño se rasgaba las vestiduras al
ver a los cabestros con chilaba y kaláshnikov del Estado Islámico destrozar
esculturas mesopotámicas. Me lo imagino gritando en su lujoso despacho, o en el
restaurante más caro del país, afirmando que eso no se puede permitir, que es
un insulto a la cultura. Y lo haría, seguramente, mientras firmaba la ordenanza
62, la que eliminará por completo los murales de la ciudad para cubrirlas del
color de su partido. Sin darse cuenta que la única diferencia entre uno y los otros
es que viven en diferentes continentes, pero que su estupidez y su falta de raciocinio
les une más de lo que se piensan.
Por suerte en otros lugares este arte se respeta, como
en Buenos Aires, y no solo eso, sino que se exhiben para llamar a los turistas
que visitan la ciudad, e incluso a los habitantes perennes de Gran Capital,
como ocurre en el bohemio y canalla barrio de San Telmo y en la parte baja de
Montserrat. Hasta se han convertido en fijos sobre las paredes del clásico y en
ocasiones estirado Palermo, donde los modernos de boquilla, y los errantes de
corazón se entremezclan. Son lugares en los que a mínimamente que rasques
puedes encontrarte verdaderas obras de arte al aire libre, elementos que devuelven
a los barrios un esplendor artístico que tuvieron mucho tiempo atrás.
Por mucho que se empeñen ciertos alcaldes y ciertas personas que lo ven como una mamarrachada, o un delito, los tiempos cambian y las mentes deberían hacerlo al mismo paso. Hace doscientos años nos matábamos unos a otros con navajas de siete puntos, y ahora lo hacemos con armas nucleares ─en eso no somos tan clásicos, ni tan remilgados─. Y lo que hace unos siglos se hacía por encargo, para retratar a señores y reyes, ahora nace de la inquietud de artistas. Que incluso son demandados por gobiernos y dueños de locales para que decoren con su arte los barrios y las calles. Como ocurre en Buenos Aires, en Lisboa, en Nueva York, en Berlín, o en Madrid, entre otros muchos lugares. Aunque también están los que afirman que si es legal, no es grafiti. Eso es otro tema que tal vez algún otro día podremos discutir.
Por mucho que se empeñen ciertos alcaldes y ciertas personas que lo ven como una mamarrachada, o un delito, los tiempos cambian y las mentes deberían hacerlo al mismo paso. Hace doscientos años nos matábamos unos a otros con navajas de siete puntos, y ahora lo hacemos con armas nucleares ─en eso no somos tan clásicos, ni tan remilgados─. Y lo que hace unos siglos se hacía por encargo, para retratar a señores y reyes, ahora nace de la inquietud de artistas. Que incluso son demandados por gobiernos y dueños de locales para que decoren con su arte los barrios y las calles. Como ocurre en Buenos Aires, en Lisboa, en Nueva York, en Berlín, o en Madrid, entre otros muchos lugares. Aunque también están los que afirman que si es legal, no es grafiti. Eso es otro tema que tal vez algún otro día podremos discutir.
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