Siempre he dicho que las verdaderas ciudades se conocen
observado y paseando. Hay varias cosas que hago siempre cuando viajo a un nuevo
país, sea para una semana o para dos años. Lo primero es sentarme en diferentes
cafés de diferentes barrios, en la terraza del local o cerca de una ventana del
interior. Mirando a la gente pasar, escuchando pedazos de conversaciones de los
paseantes, de los hombres y mujeres que van y vienen de las mesas colindantes
mientras alargo mi mañana o mis tardes entre cafés, cañas y libros. A veces
tomo notas, otras veces solo miro, y según quien pase o lo que escuche me
sonrío, o me enfurezco. La segunda es pasearme por los mercados de abastos de
los barrios, observar a las personas comprando, contemplar las diferentes
viandas de cada parte del mundo. Verles conversar mientras eligen los productos
necesarios para llenar la nevera o el estómago. La vida diaria.
Me agrada mucho pasear por el mercado del Progreso
en el barrio de Caballito, junto a la avenida Rivadavia y la calle del Barco
Centenera. Un mercado que lleva abierto a los convecinos desde hace más de cien
años. Concretamente desde al año 1889, y que nunca ha cambiado su cometido, nunca
se ha prostituido, quitando sus puesto de hortalizas para dejar paso a marcas
mundiales de precios prohibitivos y que se encuentran en cualquier lugar del
mundo. Algo que si han hecho otros, como el del Abasto en Corrientes.
Como digo, me gusta ese mercado, no sólo porque se
mantenga como si acabara de ser inaugurado a finales del siglo XIX, con sus
mismas formas, con unos olores casi similares a pesar de que los años van
dejando su rastro. Al entrar, casi desde la calle, sorprende un olor seco, de
polvo impalpable procedente de la garita del afilador de cuchillos de la
entrada. Nada más cruzar el pequeño zaguán me asalta el olor a encurtido, el
del frío del hielo con esencias de pescado, el olor fresco del puesto de frutas
y de verduras, donde además la relación de colores ayuda a captar la atención
del supuesto comprador. Poco más allá, la panadería ofrece el olor a pan recién
hecho, a masa madre y la esencia de las medias lunas de grasa recién puestos en
la cesta de mimbre de la puerta. Listas para que los clientes se los lleven
para merendar, para acompañar el mate y la conversación. Un poco más adelante
me sorprende el olor del asado de pollo, de los chorizos criollos a la parrilla
que se entremezcla con el aroma de las chacinas y de las casquerías. En la
parte central del mercado está la tienda de huevos, tiene centenares, de
diferentes colores y tamaños que se venden sueltos, al igual que las especias,
que están al lado de la tienda de pasta. Un poco más allá, ya casi junto al
quiosco de golosinas, que no puede faltar, la tienda de leche en polvo y botes
de dulce de leche. Un clásico de la dieta local.
Cuando salgo del mercado suelo tomar la avenida
Rivadavia hacía el río, y dejo llevar mis pasos hasta el parque Rivadavia,
donde espera al paseante el pulmón del barrio, nacido en torno a la estatua a
caballo de Simón Bolívar. Pero antes de pasear por el jardín no puedo pasar por
alto la parada en uno de sus laterales. Allí se levantan decenas de quioscos y
puestos de libros de viejo, libros de segunda mano de todos los tipos y temas.
Me recuerdan mucho a las viejas barracas llenas de libros, y de cultura, de la
cuesta de Moyano de Madrid, superviviente longeva y luchadora de la vieja
ciudad. Por ello siempre que paso por esta zona, me invade la tristeza, al
recordar lo que se está haciendo con ellas, debido a la incultura y el egoísmo
del ayuntamiento de la capital española. Intentado hundirlas, buscando que cierren
y sean sustituyan por cafeterías multinacionales, o vaya usted a saber. Como ya
ha ocurrido con el barrio de las letras, el barrio de Cervantes, de Lope, de
Quevedo o de Góngora, entre otros. Y donde hoy cuesta encontrar una librería.
Si este barrio estuviera en París o en Londres, sería el centro neurálgico de
la cultura del país. Al igual que el primer tramo de Corrientes lo es en Buenos
Aires.
En el parque Rivadavia, el caos de la ciudad se vuelve calma. Se respira y se escucha felicidad. Puedes observar a los jugadores perennes de ajedrez mientras manoseas los libros de viejo, envueltos en plástico tosco para protegerlos del tiempo y de los dedos de curiosos y fisgones. Y de repente, cuando cae la luz de la tarde porteña, y en semioscuridad, pues de nuevo la luz del barrio se ha ido a pesar de que los transformadores resuenan a lo lejos, das en un cajón etiquetado como novela hispanoamericana con una edición única de Rayuela. Una reedición de la que se publicaría en 1964 por la editorial sudamericana, una verdadera joya, que desde anoche duerme en mi estantería.
En el parque Rivadavia, el caos de la ciudad se vuelve calma. Se respira y se escucha felicidad. Puedes observar a los jugadores perennes de ajedrez mientras manoseas los libros de viejo, envueltos en plástico tosco para protegerlos del tiempo y de los dedos de curiosos y fisgones. Y de repente, cuando cae la luz de la tarde porteña, y en semioscuridad, pues de nuevo la luz del barrio se ha ido a pesar de que los transformadores resuenan a lo lejos, das en un cajón etiquetado como novela hispanoamericana con una edición única de Rayuela. Una reedición de la que se publicaría en 1964 por la editorial sudamericana, una verdadera joya, que desde anoche duerme en mi estantería.
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