Interior del antiguo mercado de Abasto, en Corrientes.
Había bajado caminando desde la zona de Plaza de
Italia metido en mis pensamientos y observando el devenir de la ciudad y de la
gente. Sin darme cuenta me encontraba a pocos metros de la parte alta de la
avenida Corrientes. Esa zona es un lugar que parece divide la ciudad en dos
mundos, entre Balvanera y el Once. A un lado encontramos grandes tiendas de
marca, en la otra los manteros venden todo lo necesario a precio reducido. Para
gente que no puede permitirse comprar ni un simple champú en esos almacenes. El
Once es el barrio de las tragedias modernas, donde siempre pagan los pobres de
la ciudad. Balvanera, el barrio que saca la cabeza y respira por la incipiente
llegada al barrio del turismo. El último lugar de la ciudad donde poder
respirar azul clarito. Ante mí se levantaba un edificio enorme, semejante a
unas grandes arcadas de medio punto, una arquitectura monstruosa pero bella, entre
el art decó y el brutalismo tan querido en la ciudad.
El lugar me trae a la memoria el viejo mercado de
Les Halles de París, junto a la iglesia de San Eustaquio. Un mercado de abastos
enorme, gigantesco, que daba vida y sentido al centro de París durante el siglo
pasado. Como lo hacía también aquí el mercado del Abasto, de fruta y verdura en
Corrientes, hasta mediados de los años ochenta del siglo veinte. Cerrando junto
a sus puertas la vida del barrio, obligando a bajar la reja a los negocios que
se abrían a su sombra, y que vivían de la gente que trabajaba o visitaba el
propio lugar. Recuerdo una foto que cayó en mis manos hace no mucho, es del
antiguo mercado del Abasto con sus grandes naves de cañón, iluminadas por miles
de ventanitas acristaladas de techos altos e inmensos. En el centro se
colocaban los pequeños puestos de alimentación donde se juntaban las personas
del barrio que se conocían. Mientras hacían los mandados charlaban alegremente
entre ellos.
Me imaginé, no sé por qué, a un niño recorriendo las
calles del mercado, cargado con bolsas donde asoman verduras y legumbres a
granel dentro de un cartucho de papel de estraza. Un ganapán de otra época con su pantalón corto, heredado de su hermano mayor, con las manos y la cara sucia
de estar todo el día en la calle buscándose la vida.
Salgo del antiguo mercado del Abasto, hoy prostituido
y convertido en moderno centro comercial sin alma, similar a los que se levantan
en cualquier ciudad del mundo y que te dejan frío. Un lugar donde ya nadie se
conoce, donde nadie se llama por su nombre de pila ni se juntan para charlar un
rato con sus viejos vecinos mientras hace los recados. Me acerco a ver al
prototipo de ese ganapán que hace unos minutos imaginaba corriendo por el
interior del viejo mercado. Tiene una estatua en una calle próxima a la vieja
lonja, justo al lado de la esquina de un restaurante histórico donde suena el
tango a diario. Este tipo es Pichuco, el bandoneón mayor de Buenos Aires.
Pichuco nació como Aníbal
Troilo en 1914, y dicen que su padre le puso ese apodo que viene de la
deformación de la palabra napolitana Picciuso, llorón. Comenzó escuchando los
bandoneones en su barrio, el del Abasto, y allí con diez años comenzó a tocar
con uno que le regaló su madre. Ese bandoneón le acompañó toda su vida, ese
bandoneón es parte de la historia de Buenos Aires. Pichuco comenzó a actuar en parrillas,
tascas y boliches de la zona, hasta que otro grande el folklore local, Osvaldo
Pugliase, lo fichó para su orquesta. Pronto dejaría pequeño al maestro, y
organizaría su propia orquesta. Tendría muchas, y muchos músicos pasaron por
ellas.
Troilo, es al bandoneón y a su música, lo que Gardel,
vecino de barrio, lo es al tango cantado. Dos grandes que comparten vereda hoy,
en calle dedicada al morocho. El sonido de su bandoneón, alegre y saltarían, es
tan característico como su mueca cuando agarraba el instrumento. Mientras abría
y cerraba el fuelle, pulsando alternativamente las setenta y una botoneras de
ambos lados, repeinado hacía atrás, con mucha brillantina, Pichuco ladeando la
cabeza, apretaba los labios. Sobre todo el inferior montándolo un poco sobre
el superior, lo que hace que se dibuje en su rostro un ademán, un visaje que le
da un toque triste o melancólico. Mientras baja su vista entornado los
parpados hacía el fuelle que va y viene. Recalcando más si cabe su marcada papada entre los cuellos de la camisa blanca impoluta y la corbata oscura.
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