El nombre de la calle en donde se levanta la
entrada del bar en chaflán ya es curioso. Evocador de otra época más señorial,
más elegante, de frac de gala y vestidos cortos de lentejuelas. De tango puro.
Calle de la Guardia Vieja.
La pieza antigua se abre a ambos lados, uno de
ellos más corto que muere junto al mostrador oscuro. En él solo hay sitio para
una mesa, abrazada por cuatro sillas cuadradas y enmarcada por un televisor donde
evidentemente el rey es el fútbol. Ahora sabrán por qué. Al otro lado en una
especie de largo pasillo se sitúan el resto de las sillas y de las mesas. Una
decena más o menos, colocadas en paralelo a la elegante y añeja barra donde se
amontonan vasos, copas, tazas, medialunas y aperitivos salados. Sobre ella
distintos globos de luz pálida expanden su brillo sobre las viandas y la loza.
No sabría decirles si es un lugar de café, de
aperitivo, de comidas o de meriendas, porque todas se van entremezclando a lo
largo de las horas del día. Puedes estar tomándote una cerveza con unos manís mientras en la mesa de al lado unos
amigos se enfrentan a unos martinis o fernets, metiéndose entre pecho y espalda
una típica picada porteña, y en la mesa del fondo un par de mujeres dan cuenta
de unas cuantas facturas con un café una. En cuanto en tanto en la mesa más
cercana a ellas, un joven se ve las caras con un bifé de ternera. Es un tótum
revolútum gastronómico que en vez de verse raro se entremezcla en armonía y
perfecta sintonía.
Todas las paredes del local están cubiertas, como si
de una maraña de colores y formas se tratara, de banderines de equipos de futbol. Son de
todos los tamaños, colores y formas. Desde los típicos acabados en semicírculo,
hasta los triangulares, incluso los hay redondos. Pertenecen a selecciones
futbolísticas de medio mundo, y de equipos del otro medio. Desde Latinoamérica
a Asía, pasando por África y por Europa. Con equipos de primea división y de
todas las demás categorías. Sin importar fama o títulos.
El día es caluroso y el local no cuenta con aire acondicionado,
ni siquiera con un ventilador de pie o de techo, pero las viejas ventanas de
madera, un tanto destartalada que dan a la calle Billingurt, dejan entrar un
frescor agradable. La sensación es más propia tal vez de un pueblo que de una gran
urbe como es Buenos Aires, pero es una sensación más que maravillosa. Estas
ventanas permanecen medio abiertas bajo las sombras de las acacias plantadas en
la vereda, cuyas estrechas ramas casi se internan por las rendijas de las
persianas. Unas acacias que con toda seguridad llevan allí mucho más tiempo que
el café y que los banderines.
No he ido nunca allí a tomar una cerveza en día de
partido pero, ciertamente y con toda seguridad, es uno de los mejores sitios
para disfrutar del juego canchero. Sea entre equipos locales, entre dos
selecciones o equipos de la otra punta del mundo. Desde luego no iba a
desentonar con el local.
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