Vivimos una época en la que lo normal es que los lugares
antiguos vayan desapareciendo de nuestra vida. Todos hemos visto en nuestra
ciudad, o en los lugares que solemos visitar, como se van cerrando cines de
barrio de toda la vida. Dejando ese divertimento en manos de los grandes
centros comerciales, normalmente a las afueras de la ciudad, matando un poco
más si cabe el centro de las urbes. Lo mismo ocurre con las tiendas de toda la
vida, ya sean de ropa, de electrodomésticos o de alimentos. Cada día van
sucumbiendo más y más. Rara es la semana que no bajan la chapa, o echan el
cierre una cuantas. Muchas porque no pueden hacer frente a las grandes
superficies, ya sea por los precios más bajos, aunque normalmente vaya unido a
una peor calidad, o por culpa de la libertad que tienen estos grandes almacenes
para abrir domingos y festivos, a la vez que niegan una subida de salario a sus
empleados.
Otras cierran porque los clientes, sus compradores
habituales, les han dado la espalda. Porque se han dejado llevar por las modernas
tiendas, marcas que se abren en las principales calles de todo el mundo, sin
excepción. O por las grandes cadenas de restauración y de ropa que aplanan muestras
mentes y nuestra identidad, pues al final todos vestimos la misma ropa, comemos
lo mismo, o bebemos el misma agua de castañas que se empeñan en ofrecernos los nuevos
locales de café cool que tiene tan baja la calidad, como altos los precios.
Por suerte a veces uno se encuentra ejemplos de que
no todo es el avance salvaje de los urbanicidas, que no todo es destruir y
derribar los viejos edificios para crear bloques sin alma. Que no todo está
perdido. Buenos Aires ha perdido centenares de estos edificios a los largo de
los años, en ocasiones por dejadez, otros han desaparecido al crecer la ciudad
pues la construcción de la enorme avenida 9 de julio ─entre otras grandes vías─
se llevó por delante una ingente cantidad de edificios, plazas y palacios de
aquel Buenos Aires ilustrado, capital de la cultura, de la música, de la
literatura y del conocimiento.
Uno de los teatros que en aquellos años se cerró fue
el Teatro Nacional Norte. Por suerte éste en vez de desaparecer, diluyéndose
como un azucarillo en mitad de la gran taza de té que es Buenos Aires, volvió a
renacer. Se reinauguró durante el año 1919 con el nombre de Teatro Grand
Splendid. Por sus tablas pasaron los mejores artistas de la época. En su
interior nació el sello discográfico Nacional Odeón, en cuya sala de grabación
Gardel dejó constancia para siempre de su voz. El propio Gardel debutó en las
ondas radiadas en este mismo edificio, pues en 1922 la parte alta del edificio albergó
el nacimiento de una radio; la radio Splendid, que a día de hoy sigue existiendo.
Eso sí, lejos del antiguo teatro.
El tiempo fue pasando y el edifico vio llegar
golpes de estado, persecuciones, censuras y hostigamientos, hasta que a lo
largo del siglo XX cerró sus puertas. Y así permanecieron hasta la primera
década del nuevo siglo. Cualquiera hubiera pensado que el gran local en manos
de una empresa moderna hubiera sido vaciado por completo, y reconstruido de
forma minimalista, fría y radical. Pero la suerte, el buen gusto, o el
conocimiento de la historia del edifico por parte de sus nuevos compradores llevó
a su nuevos dueños a respetar el antiguo teatro, que además es una parte de la
historia de la ciudad.
Hoy al cruzar las puertas en el lugar donde debería
estar la boletería, encuentras unas estanterías de discos, unas mesas bajas con
las novedades literarias nacionales e internacionales y un lugar para las
ediciones de bolsillo. Subir las escaleras por las que se accedía a la enorme
platea, es meterte de lleno en un bosque de libros, filas y filas de
estanterías repletas, entre las que se mueven centenares de compradores o de
curiosos al cabo del día. Lo mismo ocurre en los palcos, e incluso en los
pasillos laterales. Pero hay sitio para más, pues el viejo teatro no solo
alberga libros, sino que es un centro de cultura: en los halls de las
diferentes plantas se muestran una serie de exposiciones de pintura, fotografía
o escultura. Donde estaba el escenario, en el lugar por donde pasaron las
grandes estrellas de la canción, del teatro y del folklore, hoy es una confitería,
donde puedes tomar un café a la vez que ojeas un libro, o miras atontado la preciosa
estructura. Observar la cúpula decorada al óleo en el año 1919, que recoge un
bonito homenaje al fin de la Primera Guerra Mundial es un placer para cualquier
paseante o cliente. Vista desde la cafetería se enmarca entre las dos partes
del viejo telón de terciopelo rojo.
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