No sé por qué si o por qué no, pero como todos tengo
mis debilidades, mis filias y mis fobias. Cosas que me horrorizan y otras que me
hacen feliz con solo oírlas, con solo pensarlas, con solo observarlas desde la
lejanía. Hay muchas cosas que a pesar de todo, sin saber por qué, nos acompañan
durante toda la vida. Buscándonos entre las escenas borrosas del tiempo, de los
pasos de los años. Son como la luz de un faro que pudiera ser nuestro futuro, o
tal vez nuestro pasado que vuelve para que no cometamos los viejos errores.
Enderezando nuestras vidas, nuestro futuro y nuestra existencia.
Para muchos son recuerdos, para otros son escenas de
una película, de una vida en celuloide, una de esas viejas cintas que pasaban a
golpes en el antiguo reproductor de aquellos desaparecidos cines de barrio. O
de los de verano, al aire libre. Cintas que en ocasiones se enganchaban o incluso
ardían, por su carga de nitrato altamente inflamable, con el consiguiente
alboroto de las personas que acudían al gallinero para ver las películas en
sesión continua. Para otros, estas imágenes, son escenas repetidas a lo largo
de la vida y que se reflejan en numerosos fragmentos de libros, novelas y ensayos,
que se escribieron hace muchos años a golpe de máquina de escribir. Aunque
muchas de ellas tuvieran caries en sus dientes desgastados por el tiempo, y por
la falta de dinero para repararlas. Una de esas máquinas que reparan, y venden,
a día de hoy en una minúscula tienda del principio de Corrientes. Como si en
ese pedazo de calle se hubiera parado el tiempo. Como si en cualquier momento
fuera a girar la esquina Cortázar buscando a la Maga, o Borges, dándole vueltas
al porqué El Aleph está bajo la
escalera.
Sin duda
en mi caminar también están esos pedazos de celuloide quemado en los bordes,
con imágenes de batallas perdidas. A su vera van las páginas de esos libros con
historia, algunos incluso impreso en girones de tela reciclada. Alguno de esos
que crujen al pasar sus páginas, como síntoma de ancianidad y de respeto. Estos
me persiguen siempre, mucho más que los celuloides carbonizados. Lo hacen en
diferentes ciudades y en diferentes países, y para volver a la tranquilidad
anterior a ese momento, para volver a poner a cero mi contador de nostalgias o
de inseguridades, necesito tirarme de cabeza entre sus páginas. A veces son las
del tan denostado El Quijote, otras veces son las memorias de Azaña, la
filosofía de Rousseau, o la increíble aventura de Ulises en la Odisea de
Homero. Hay días en que mi analgésico se esconde en la decrepita y esperpéntica
España de valle Inclán, o en las novelas históricas y detalladas de Pérez
Galdós. En muchas ocasiones las que me sacan de mi propio abismo son las
páginas impregnadas de realismo mágico de García Márquez, y sobre todo las de
Julio Cortázar.
Las
de Julio Cortázar me persiguen en forma de juego infantil desde hace años,
desde mis primeros paseos por las orillas del Sena, donde se vive sin norte y
sin pasaporte el taciturno Oliveira. Por las calles empedradas y atiborradas de
turistas del Quartier Latin esperando
ver a la Maga en algún momento. Otras veces me lo veo cruzando bajo el frío
belga de la Grand Place, huyendo de
la incipiente lluvia de su ciudad natal, mientras busca un café donde calmar
cuerpo y alma. También lo hace ahora, mientras me propongo incertidumbres y
certidumbres por las calurosas y desconchadas calles del Buenos Aires de los
escritores atormentados, y de los parques multitudinarios. Donde aún se lee y
se juega a la rayuela.
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