La historia reciente de Argentina ─entiéndanme
reciente como desde la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días─ está
llena de complots políticos, golpes de estado y gobiernos de facto. Con
rocambolescas historias como batallas entre militares del mismo destacamento en
parques de la ciudad, bombardeos del centro de Buenos Aires por militares que
querían acabar con un gobierno democrático y desaparecidos que se tragó el río
de la Plata. Pero me perdonará usted querido lector si estás
historias las dejamos para otro día, ya habrá tiempo para ello. Se lo prometo. Hoy
quería centrarme en un capítulo muy significativo, y aterrador, que trajo como
consecuencia el atraso en investigación y educación del que en aquel entonces
era el país latinoamericano más avanzado y más prometedor.
Nos encontramos en el día 28 de junio del año 1966.
Ese día, el militar Juan Carlos Onagía se había convertido en Presidente de la
República Argentina tras derrocar al presidente Arturo Umberto Illia mediante
un golpe militar orquestado por él y encabezado por los titulares de las tres
fuerzas armadas nacionales. Prácticamente un mes después, el 29 de julio de
1966, se produce uno de los hechos más luctuosos de los primeros días de la
dictadura denominada por los propios militares como Revolución Argentina. Los rectores y el decano de la Universidad de
Buenos Aires reciben el ultimátum de plegarse a las exigencias del gobierno de
facto y eliminar la autonomía universitaria, así como el cogobierno tripartito
independiente de la misma y que formaban estudiantes, docentes y graduados. También
con ese ultimátum se pedía la desaparición de la libertad de cátedra en las
aulas. Una libertad docente alcanzada en los primeros movimientos estudiantiles
aparecidos en la ciudad argentina de Córdoba en el año 1918. Añadiendo además, por
si esto era poco, que los estudiantes y profesores deberían obedecer a rajatabla
las órdenes de los rectores, y éstos las del decano. Quedando por supuesto el
decano y sus indicaciones en manos del Ministerio de Educación y por ende en las
del dictador Onganía.
Inmediatamente el decano y los rectores se reúnen en la
facultad de Ciencias Exactas, físicas y naturales de la Universidad de Buenos
Aires, sita en el céntrico edificio de las Manzanas de las Luces. Ipso facto
deciden no aceptar las órdenes del gobierno militar y cierran las puertas
quedándose encerrados de forma pacífica en el interior de la facultad, esperando
allí la llegada del cuerpo de infantería de la policía federal argentina.
Al enterarse Onganía de la negativa de los
encerrados en la Mazana de las Luces, ordena que todos los que allí se
encontraban fueran duramente reprimidos, sin importar su posición. Los
federales reventaron las puertas de la universidad, lanzando bombas de humo e
introduciéndose en el lugar con las pistolas en la mano. El primero que se
encaminó hacia ellos pidiendo explicaciones por esa tropelía fue el mundialmente
famoso investigador Rolando García, que era el decano de la Universidad de
Buenos Aires en ese momento ─fallecido hace un par de años en México─. Como
toda respuesta recibió un golpe con un largo bastón que le abrió la cabeza, tirándolo
al suelo. Aun así, volvió a levantarse, y con su propia sangre derramándose
sobre su cara, volvió a reclamar explicaciones, recibiendo de nuevo otro golpe
con las largas porras que portaban los policías federales.
Esa Esa noche fueron detenidas cuatrocientas
personas entre profesores, investigadores, estudiantes y trabajadores. Pero
antes de ser detenidos, fueron apaleados en el interior del patio de la universidad.
Incluso a su salida fueron maltratados por las fuerzas del orden, que les esperaban
a ambos lados de la puerta para apalearlos a gusto con los bastones largos hasta
que se cansaron. Lo explica muy bien en una carta remitida al diario The New York Times el profesor Warren A.
Ambrose ─profesor de matemáticas de la Universidad de Buenos Aires y del Massachussets
Institute of Technology─.
…Fuimos apaleados
ferozmente y cruelmente al pasar los detenidos de dos en dos entre la policía
federal que colocados a diez pies entre sí, para pegarnos con palos y culatas
de rifles; y que nos pateaban rudamente e cualquier parte del cuerpo que
pudieran alcanzar. Manteniéndonos con suficiente distancia a los unos de los
otros para que cada policía pudiera pegar tan brutalmente como le fuera
posible…
Tras ello, todos los detenidos fueron llevados a la
comisaria del sector correspondiente en camiones. Allí tras más palizas, los
profesores fueron puestos en libertad esa madrugada sin ninguna explicación.
Los estudiantes siguieron retenidos. Mientras esto ocurría, la policía federal
destruía laboratorios y quemaba bibliotecas universitarias. Incluso destruyeron
en el Instituto de Cálculo Exacto de Buenos Aires a Clementina: la primera computadora de América Latina. Con todo lo
que este acto significa.
En los días posteriores se llevó a cabo la
depuración universitaria más cruel y grave hasta la época ─por desgracia los
milicos en 1976 los superarían con creces─. Todos los investigadores y
profesores que no eran adeptos al régimen perdieron su trabajo y fueron
perseguidos. Centenares de investigadores y profesores abandonaron la Argentina
para llevar a cabo sus descubrimientos y prometedoras carreras en otros países
de América Latina, Europa o en Estados Unidos. La Universidad de Buenos Aires
en particular, y la Argentina en general, fue desmantelada y arruinada en los
siguientes días, lo que haría retroceder al país a pasos agigantados. Pero como
ya hemos dicho, esto solo fue el principio de una cadena de desgraciados y
sangrientos momentos que casi llegan hasta nuestros días.
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