Paseando por ciudades
grandes es normal encontrarse cosas extrañas, elementos o situaciones que no
deberían estar ahí. Cosas que a pesar de hacerte mirar en varias ocasiones al
lugar de forma incrédula están ahí de verdad. Son apariciones nada
misteriosas, y que en la mayor parte de las ocasiones tienen más que ver con
la arrogancia, con la búsqueda de apariencia suntuosa, o con la ostentosidad de
quienes las protagonizan que con lo paranormal o lo mariano.
Lo que hoy me encontré en mitad de mi paseo tenía
que ver más con esto que con otra cosa. Mi mirada se encontró al fondo de uno
de los ramales que del río de la Plata se cuelan en los diques de Puerto Madero
una pequeña embarcación, que en un primer momento equivoqué con uno de esos
pequeños veleros que acostumbran a navegar por la inmensidad del río de la
Plata y que se recogen al cobijo de las dársenas, ocasionando grandes atascos
en la zona, pues cuando vuelven al redil, los puentes móviles cortan el tráfico
rodado del centro de Puerto Madero para dejar el paso marítimo libre.
Cuando la
embarcación comenzó a virar y se colocó totalmente enfrentada a mi vista,
observé asombrado que de velero no tenía nada. A pesar de encontrarme en el
centro de Buenos Aires, en ese recodo del río de la Plata, lo que tenía ante mí
era una góndola negra. Entre el esperpento y la incredulidad frené mis pasos. Enfocando
mi vista cansada por el sol, pude no solo asegurar que aquello era una góndola,
sino que además sobre su popa iba de pie un gondolero ataviado con unos
pantalones negros y una camisa de rayas blanquiazules, al más puro estilo de
los barqueros de la Reina del Adriático.
En su interior dos turistas reposaban su cuerpo
sobre unos asientos de terciopelo rojo que resaltan sobre la negrura de la
madera de la góndola. Él, de pelo blanco, ella con pelo rojizo. Los dos
ataviados con ropas de sport y rematados por sendos chalecos salvavidas de
color naranja, con una franja blanca y de un grosor excesivo. Pero cual será mi
sorpresa, cuando de pronto del margen derecho del río, del embarcadero que se
encuentra a los pies de un hotel de cinco estrellas ─una cadena de hoteles conocido
por su lujo excesivo, mezclado con lo hortera de sus instalaciones─ de donde
sin duda había salido la góndola minutos antes, ahora salía otra más. En este
caso de menor tamaño y color claro.
Sobre ella iba otro gondolero, dos fotógrafos y un
extraño tipo con librea, disfrazado con ropajes de otra época y de otros
lugares más teatrales que en el que nos encontrábamos. Ocultaba su cuerpo bajo
una capa negra completa hasta los pies. Tocado con un sombrero de tres picos
bruno y con plumaje blanco. Al llegar a la altura de la otra embarcación el
tipo saltó dentro de la góndola de los turistas. Asentándose en el interior, se
quitó el sombrero y pomposamente comenzó a cantar en bastante mal tono una
opereta en italiano. Al pasar bajo el puente en que me encontraba, en dirección
a la zona de los rascacielos, la gente se apelotonaba junto a la barandilla
para sacar fotos y mirarse unos a otros con socarronería, incrédulos. Preguntándose
que qué pintaba eso ahí, a lo que otros respondían con una mueca extraña en la
cara y levantando al unísono sus hombros.
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