Café La Biela, avenida Quintana. Buenos Aires. He ido
por allí varias veces aunque no me pilla cerca. Tampoco es mi café favorito de
la ciudad. Tal vez porque por sus mesas pasan muchos turistas y me siento más a
gusto en un café normal, de barrio donde poder leer, charlar con los
parroquianos sobre actualidad, leer el periódico o escribir mientras tomo un
café o un vino mendocino con tranquilidad. Cafés de barrio que los hay
magníficos por cierto. Pero La Biela no es un mal lugar para tomarse una
cerveza a media mañana, o un café después de comer, sobre todo si te pilla de
camino, y más si fuera te encuentras a la pareja de tangueros que bailan a la
gorra bajo el enorme ficus de la terraza.
Al cruzar la puerta en chaflán del café, dejando
atrás el buzón de correos rojo y la estatua homenaje a Oscar Alfredo Gálvez el
“Aguilucho”: un tipo vestido con mono de trabajo sobre la camisa y la corbata,
me golpea en la frente despejada el aire fresco, casi frío del interior. Nada más
entrar me encuentro a cinco camareros de espaldas a la calle, colocando
efervescentemente los platillos, las cucharillas, los cafés, los zumos y las
facturas sobre sus bandejas metálicas, para girarse rápidamente y comenzar a
repartirlos por las mesas abarrotadas a esas horas de la tarde. Al igual que lo
está la terraza a pesar del calor agobiante de la última parte del verano
austral.
El camarero sonriente que se acerca a mi mesa viste
como todos ellos: pantalón negro y camisa blanca, por encima un mandil extraño
y curioso, pues imita al chaleco de un frac de gala, dividido en dos colores,
negro en la parte baja y verde oscuro en la del pecho, justo donde lleva el
nombre escrito en letras de forma negras sobre una chapa doradas rectangular. A
la altura de los codos todos ellos llevan dos tiras de tela fina que se ajustan
a su cuerpo mediante unas gomas colocadas en su interior. Son esos complementos
que llevaban los taberneros de las películas del oeste, o los cajeros de los
bancos americanos en la época de Al Capone. Los que se quedan pasmados en todas
las películas, mirando por encima de la montura de sus gafas, cuando entran dos
tipos en el local cargados con metralletas dispuestos a vaciar la caja en unos
segundos. Estas tiras son verdes oscuras, del mismo tono que la pajarita, o el
corbatín, que se ajusta a los cuellos almidonados de sus camisas.
El local es tan grande por dentro como se vislumbra
por fuera. Un enorme rectángulo achaflanado a la derecha del fondo, comiéndose
parte del local para dejar sitio a la cocina, que desde el exterior parece
también enorme. La barra en forma de ele, toda ella en madera de color claro,
al igual que las mesas y las sillas que se diseminan por el café. Éstas últimas,
tapizadas en una tela gruesa de enorme calidad, haciendo dibujos romboidales en
verde claro y amarillo, que tal vez en un momento, mucho antes de estar tan
desgastado por el uso, fuera dorados. En el respaldo tiene grabado el símbolo
del local, una biela de motor.
Llama la atención la veintena de ventiladores de techo
en color negro que giran rítmicamente al son de una música que tal vez solo
ellos escuchan, interpretando un baile profundo e interminable en honor a los
clientes que hacen las veces de espectadores. Entre ellos se colocan lámparas
de tres globos blancos, similares a las lámparas de pie que aparecen en
ocasiones entre las mesas. Una especie de biombos bajos de madera y metal
separan las mesas del centro, como creando una calle interior, con sus veredas
y todo. Unos detalles que buscan la ficticia sensación de intimidad entre los
comensales que se encuentran casi codo con codo en las mesas centrales.
Las paredes que dan al exterior son grandes
ventanales que casi cubren del techo hasta el suelo. Las otras dos, a excepción
del trozo ocupado por el mostrador, están atiborradas de imágenes de músicos,
escritores, intelectuales, pilotos y gente del mundo del motor. Pues no hay que
olvidar que la fama del local nace por el amor al automovilismo.
El lugar que hoy ocupa la confitería fue en su día
una pulpería (colmado que vendía todo tipo de género): la del Vasco. Más tarde un dueño español la rebautizó como “La Viridiana”, siendo un pequeño barcito
de dieciocho mesas que también se llamó “Aerobar”.
Así siguió hasta que en el año 1950 un grupo de aficionados al automovilismo,
un tanto bullangueros, buscaban un nuevo lugar paras sus reuniones, pues
acababan de ser expulsado de su bar de confianza. Al pasar por el cruce de
Quintana con Junín el coche en el que iban se paró en seco, se le había fundido
una biela. Estos tipos entraron a tomar algo en la tasca que estaba al lado, y
desde entonces comenzaron a juntarse allí. En un principio comenzaron a
llamarlo socarronamente La Biela Fundida,
en honor a la pieza que les había hecho recalar allí por casualidad. Ese nombre
poco a poco fue evolucionando, puliéndose, hasta quedar en el actual La Biela. Nombre que le ha hecho
mundialmente conocido.
Esta curiosa historia se recuerda en cualquier lugar donde
mires. Desde el ya comentado dibujo del respaldo de las sillas, hasta en la
pared de la derecha donde aparecen colgada varias de las piezas que dan nombre
al lugar…Por supuesto, sus servilletas, platillos y tazas llevan grabado en el
color verde corporativo del local el nombre: Salón de té La Biela, con un auto de época colocado de perfil
escoltado por dos bielas.
Pero hay dos cosas en el local que llaman mi atención
más que el resto. La primera son los viejos y plateados ceniceros de pie de
otra época, que permanecen impávidos a pesar de haber perdido su utilidad tras
la ley anti tabaco. La otra, es que junto al mostrador se colocan taburetes de
cuatro patas, rematados en una superficie circular tapizada con la misma tela
que las sillas. Un elemento tan típico en los bares españoles y que en Buenos
Aires solo se ven en contados lugares. Eso me gusta, aunque he de reconocer que
hay otro elemento inmediatamente situado junto a ellos que mata el encanto: una
televisión colocada al fondo de la barra que trasmite un partido de fútbol a un
volumen demasiado alto para un lugar como este. Tal vez por ello La Biela nuca
sea uno de mis cafés preferidos en la ciudad, aunque sirva unas medialunas
exquisitas.
Al salir me paro un segundo ante la primera mesa de
la entrada, en ella toman café desde hace años Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy
Casares, inmortalizados en dos esculturas que parecen de cartón piedra. A sus
pies, junto a otra mesa, el limpia del local lustra los zapatos de un tipo que
mira a todo el mundo por encima del hombro, como si hubiera que rendirle
pleitesía por darnos el honor de verle pasear entre mortales.
Al
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