jueves, 19 de marzo de 2015

LA BIELA


Café La Biela, avenida Quintana. Buenos Aires. He ido por allí varias veces aunque no me pilla cerca. Tampoco es mi café favorito de la ciudad. Tal vez porque por sus mesas pasan muchos turistas y me siento más a gusto en un café normal, de barrio donde poder leer, charlar con los parroquianos sobre actualidad, leer el periódico o escribir mientras tomo un café o un vino mendocino con tranquilidad. Cafés de barrio que los hay magníficos por cierto. Pero La Biela no es un mal lugar para tomarse una cerveza a media mañana, o un café después de comer, sobre todo si te pilla de camino, y más si fuera te encuentras a la pareja de tangueros que bailan a la gorra bajo el enorme ficus de la terraza.

Al cruzar la puerta en chaflán del café, dejando atrás el buzón de correos rojo y la estatua homenaje a Oscar Alfredo Gálvez el “Aguilucho”: un tipo vestido con mono de trabajo sobre la camisa y la corbata, me golpea en la frente despejada el aire fresco, casi frío del interior. Nada más entrar me encuentro a cinco camareros de espaldas a la calle, colocando efervescentemente los platillos, las cucharillas, los cafés, los zumos y las facturas sobre sus bandejas metálicas, para girarse rápidamente y comenzar a repartirlos por las mesas abarrotadas a esas horas de la tarde. Al igual que lo está la terraza a pesar del calor agobiante de la última parte del verano austral. 

El camarero sonriente que se acerca a mi mesa viste como todos ellos: pantalón negro y camisa blanca, por encima un mandil extraño y curioso, pues imita al chaleco de un frac de gala, dividido en dos colores, negro en la parte baja y verde oscuro en la del pecho, justo donde lleva el nombre escrito en letras de forma negras sobre una chapa doradas rectangular. A la altura de los codos todos ellos llevan dos tiras de tela fina que se ajustan a su cuerpo mediante unas gomas colocadas en su interior. Son esos complementos que llevaban los taberneros de las películas del oeste, o los cajeros de los bancos americanos en la época de Al Capone. Los que se quedan pasmados en todas las películas, mirando por encima de la montura de sus gafas, cuando entran dos tipos en el local cargados con metralletas dispuestos a vaciar la caja en unos segundos. Estas tiras son verdes oscuras, del mismo tono que la pajarita, o el corbatín, que se ajusta a los cuellos almidonados de sus camisas.


El local es tan grande por dentro como se vislumbra por fuera. Un enorme rectángulo achaflanado a la derecha del fondo, comiéndose parte del local para dejar sitio a la cocina, que desde el exterior parece también enorme. La barra en forma de ele, toda ella en madera de color claro, al igual que las mesas y las sillas que se diseminan por el café. Éstas últimas, tapizadas en una tela gruesa de enorme calidad, haciendo dibujos romboidales en verde claro y amarillo, que tal vez en un momento, mucho antes de estar tan desgastado por el uso, fuera dorados. En el respaldo tiene grabado el símbolo del local, una biela de motor.
Llama la atención la veintena de ventiladores de techo en color negro que giran rítmicamente al son de una música que tal vez solo ellos escuchan, interpretando un baile profundo e interminable en honor a los clientes que hacen las veces de espectadores. Entre ellos se colocan lámparas de tres globos blancos, similares a las lámparas de pie que aparecen en ocasiones entre las mesas. Una especie de biombos bajos de madera y metal separan las mesas del centro, como creando una calle interior, con sus veredas y todo. Unos detalles que buscan la ficticia sensación de intimidad entre los comensales que se encuentran casi codo con codo en las mesas centrales. 
Las paredes que dan al exterior son grandes ventanales que casi cubren del techo hasta el suelo. Las otras dos, a excepción del trozo ocupado por el mostrador, están atiborradas de imágenes de músicos, escritores, intelectuales, pilotos y gente del mundo del motor. Pues no hay que olvidar que la fama del local nace por el amor al automovilismo.
 El lugar que hoy ocupa la confitería fue en su día una pulpería (colmado que vendía todo tipo de género): la del Vasco. Más tarde un dueño español la rebautizó como “La Viridiana”, siendo un pequeño barcito de dieciocho mesas que también se llamó “Aerobar”. Así siguió hasta que en el año 1950 un grupo de aficionados al automovilismo, un tanto bullangueros, buscaban un nuevo lugar paras sus reuniones, pues acababan de ser expulsado de su bar de confianza. Al pasar por el cruce de Quintana con Junín el coche en el que iban se paró en seco, se le había fundido una biela. Estos tipos entraron a tomar algo en la tasca que estaba al lado, y desde entonces comenzaron a juntarse allí. En un principio comenzaron a llamarlo socarronamente La Biela Fundida, en honor a la pieza que les había hecho recalar allí por casualidad. Ese nombre poco a poco fue evolucionando, puliéndose, hasta quedar en el actual La Biela. Nombre que le ha hecho mundialmente conocido. 
Esta curiosa historia se recuerda en cualquier lugar donde mires. Desde el ya comentado dibujo del respaldo de las sillas, hasta en la pared de la derecha donde aparecen colgada varias de las piezas que dan nombre al lugar…Por supuesto, sus servilletas, platillos y tazas llevan grabado en el color verde corporativo del local el nombre: Salón de té La Biela, con un auto de época colocado de perfil escoltado por dos bielas.
Pero hay dos cosas en el local que llaman mi atención más que el resto. La primera son los viejos y plateados ceniceros de pie de otra época, que permanecen impávidos a pesar de haber perdido su utilidad tras la ley anti tabaco. La otra, es que junto al mostrador se colocan taburetes de cuatro patas, rematados en una superficie circular tapizada con la misma tela que las sillas. Un elemento tan típico en los bares españoles y que en Buenos Aires solo se ven en contados lugares. Eso me gusta, aunque he de reconocer que hay otro elemento inmediatamente situado junto a ellos que mata el encanto: una televisión colocada al fondo de la barra que trasmite un partido de fútbol a un volumen demasiado alto para un lugar como este. Tal vez por ello La Biela nuca sea uno de mis cafés preferidos en la ciudad, aunque sirva unas medialunas exquisitas.

Al salir me paro un segundo ante la primera mesa de la entrada, en ella toman café desde hace años Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, inmortalizados en dos esculturas que parecen de cartón piedra. A sus pies, junto a otra mesa, el limpia del local lustra los zapatos de un tipo que mira a todo el mundo por encima del hombro, como si hubiera que rendirle pleitesía por darnos el honor de verle pasear entre mortales.


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