Lo cierto es que la feria no lleva muchos años
celebrándose. Quiero decir, demasiados. No es tan antigua como creía en un principio,
pues tan solo se lleva celebrando desde el año 1970. Eso sí sin faltar ningún
domingo a su cita, y siendo cada vez más grande, pues lo que se conoció en su
día como Feria de cosas viejas y antigüedades de San Pedro Telmo, que se
circunscribía solo a la plaza Dorrego, ha ido creciendo. Haciéndose en la
actualidad con una parte importante de la calle Humberto Primo, y con casi toda
la calle Defensa hasta las cercanías de la plaza de Mayo. Dejando la antigua
plaza para las antigüedades y el resto para los artistas, los productos
típicos, las artesanías indígenas y los recuerdos turísticos, repletos de
imágenes de Mafalda y bailarines de tango.
Poco se podría imaginar el arquitecto José María Peña
este futuro cuando lo propuso. Mucho
menos pensaría que el mercado se convertiría no solo en uno de los puntos principales
del barrio, sino en una atracción turística de gran calado. Además esa feria, convertiría
al barrio en el centro cultural de la ciudad. Comenzarían a poblarse los
edificios de pintores, músicos o escritores, que trasladaron a esas calles sus
domicilios y estudios. Al mismo tiempo, las vitrinas de las tiendas iban
abriendo paso a los productos de anticuarios, creando galerías enteras de
piezas únicas. Hoy la fisonomía del barrio ha cambiado bastante, sobre todo en
la calle Defensa, pues entre las tiendas de anticuarios, de los barcitos de
toda la vida, se van abriendo tiendas de reconocidos diseñadores. Junto a las
parrillas y lugares de pizza, van metiendo la cabeza grandes cadenas de comida
rápida y de alimentos gourmet. Por suerte, aún sigue en pie el viejo mercado de
abasto del barrio.
Pero a pesar de ello hay un placer único que es
llegar a sus calles estrechas, repletas de puestos donde ya empiezan a asomar
las mesas y sillas de los restaurantes nocturnos. Cuando el sol comienza a
ocultarse por la zona de Constitución, recortándose sobre él las torres
neogóticas de la iglesia de la plaza principal del barrio, al oeste de la
ciudad. Ese momento en que los tenderos ambulantes comienzan a levantar los
sifones antiguos de vidrio coloreados de sus puestos. Colocándolos
tranquilamente en cajas acolchadas, mientras los artesanos de fileteados
argentinos soplan las últimas chapas recién pintadas antes de irse a casa.
Justo en el mismo instante que comienza a sonar al fondo la primera milonga de
la noche.
Por suerte, una vez que pasa la feria del domingo la
zona vuelve más o menos a la tranquilidad del barrio. Retornan a brillar los
viejos aparadores y los muebles de otro siglo, en las puertas de los
anticuarios de siempre. La gente vuelve a compartir cafés y cerveza en las
terrazas de los lugares añejos, como las del Británico, la de Dorrego o la del
Hipopótamo ya casi en el parque de Lezama, uno de mis lugares preferidos de la
ciudad, al borde del nacimiento del barrio arrabalero de La Boca. Más allá de
la antigua casa de los Ezeiza y de la Pulpería Quilapan, donde las calles
vuelven a ser adoquinadas como hace un siglo, donde las casas bajas se
convierten en habituales, y donde sin querer te metes de lleno en el ambiente
de tascas, lunfardo y tanguerías.
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