Siempre he tenido la sensación de llegar tarde en muchos
casos a ciertas ciudades, al menos en cuanto a la música y a según qué cantantes
se refiere como si fuera a remolque. Cuando vivía en Lisboa me di cuenta de lo
mucho que me hubiera gustado poder escuchar a Amalia Rodrigues entonando sus
fados entre las empedradas calles de Alfama. Cuando después viví en París, me
imaginaba como podría haber sido disfrutar en directo de Édith Piaf, o Georges
Brassens. Lo mismo me pasó en Inglaterra con The Beatles, y en Buenos Aires con
Spinetta, el bandoneón de Troilo y la voz sonora y amplia de la negra Sosa. La
primera vez que visite las calles de Ámsterdam ya hacía mucho tiempo que Chet
Baker se había matado, cayendo por la fachada de su hotel junto al Gran Canal.
Y qué decir, de la sensación de llegar a Nueva York y pensar en ir a Broadway
para escuchar la voz profunda de Frank Sinatra.
No sé si nací tarde
para mis gustos musicales, o si estas personas murieron demasiado jóvenes a
pesar de que algunos de ellos lo hicieron con una edad considerable. Por suerte
con el paso de los años, también he podido cruzarme con algunos de los músicos y
cantantes que más me llenan, he podido escucharlos en vivo, que es la mejor
forma de valorarlos y de darse cuenta de su grandeza musical y en muchos casos
personal. En su día pude ver a Javier Krahe grabar un disco en directo en el
café España de Valladolid, disfrutar de Paco de Lucía y sus manos mágicas en Lisboa,
paladear la letra comprometida de Labordeta en Madrid, o ser partícipe de la
socarronería de Joaquín Sabina cerca de su tierra natal. También tuve la suerte
de escuchar la tremenda voz de Amy Winehouse unos años antes de que falleciera.
Desde hoy puedo marcar una muesca más en la culata de mi fusil. Aunque para
escuchar a Joan Manuel Serrat haya tenido que cruzar el Atlántico y presentarme
en la avenida Corrientes de Buenos Aires. En el teatro Gran Rex, uno de los
templos de la música de la capital porteña, y uno de los más grandes de América
Latina. Justo frente al lugar donde Serrat y Sabina han quedado inmortalizados
en forma de placa de bronce.
El concierto comenzó a las nueve de la noche,
cuando el teatro se vino abajo para recibir al catalán. El escenario muy
simple, con sus cuatro músicos repartido por las tablas, mientras en el techo
colgado una especie de garabatos en led que iban cambiando de colores dejando
en ocasiones un único garabato central. La firma de Serrat. Entre clásicos,
taimado humor, bromas y soliloquios como pensamientos interiores hechos prosa,
el cantante se enfrentó con su crítica y su voz a esos tipos contra los que,
como dice su canción, tiene algo personal. El teatro estaba lleno a reventar a
pesar de ser lunes, y no le permitieron ─no le permitimos─, marcharse sin que
hiciera cuatro bises, donde desgranó todos y cada uno de sus temas insignia.
Dejando la vibración de su tan personal tono de voz entre las paredes y las
butacas del templo de Corrientes. Voz, que en un momento
dado se mezcló con la de Celeste Carballo, madre del rock argentino y amiga de
Serrat, que compartió con él la letra del tema Lucía.
Tardé mucho tiempo en ver a Joan Manuel Serrat en
directo sobre un escenario, concretamente veintinueve años, pero valió la pena.
Porque además el espectáculo se presentó en uno de los lugares más enormes, y a
la vez cercanos, que existe en la ciudad del tango y del arrabal.
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