Hay sensaciones maravillosas que se apoderan de ti
en situaciones normales de la vida y que en muchos casos son gratis, o casi.
Recuerdo una situación en la que advertí esta impresión, no fue la última vez
que la noté pero si fue una que recuerdo con bastante agrado. Ocurrió ya hace
unos cuantos años, era una tarde de un domingo de invierno, posiblemente
finales de enero o principios de febrero y me encontraba en Madrid. Salía del
teatro Reina Victoria de ver representar excelentemente a Natalia Millán el
papel de Carmen Sotillo, la viuda en la obra de Miguel Delibes, Cinco horas con Mario. Al salir era noche
cerrada en la capital pero calculo que no serían mucho más allá de las ocho, u
ocho y media de la tarde.
El centro de la
ciudad estaba desierto a pesar de ser domingo. Que comenzaran a caer unas gotas
de lluvia no favorecía los paseos dominicales, pero la lluvia incipiente lejos
de apocarme y hacerme volver a casa me animó a seguir mi paseo. Eran solo unas
gotas que caían sobre mi cabeza y mi cuerpo, inflándome de energía, marcando
una sonrisa en mi cara. En los pocos metros que separaban el teatro, situado en
la Carrera de los Jerónimos, de la Puerta del Sol no me cruce con nadie. Y casi
ocurrió lo mismo mientras remontaba la calle Montera hasta la Red de San Luís
para perderme después bajo los neones iluminados de la Gran Vía.
Era extraño ver el centro de una ciudad tan viva
como Madrid así de vacío, era casi perturbador, peligroso. Pero por otro lado la
situación me ofrecía una sensación maravillosa de calma, de relajación, que me
permitía disfrutar la ciudad casi para mí solo. Es más, pasearla, mientras unas
gotas frescas de lluvia invernal rozaban mi cara sin ofenderla. Respetando
calar mi cuerpo. Pensaba en ello mientras me dirigía por Fuencarral hasta la
Plaza del Dos de Mayo. Plaza recogida sobre sí misma en sepulcral silencio,
nadie circulaba alrededor de la estatua de Daoiz y Velarde, ni siquiera había
niños por la zona. Entré en el Café Pepe Botella y pedí una cerveza mientras miraba
de soslayo al tipo que ocupaba la única mesa del local. Observaba melancólico
por la primera ventana del local, mientras removía con parsimonia un café con
leche servido en vaso. Derramaba parte del líquido sobre el plato de loza
blanco al llevar a cabo la acción con desidia y sin mirar el recipiente. Era la
mejor ilustración para aquella noche sin duda.
Saqué el libro que llevaba encima y me puse a leer,
recuerdo su título perfectamente: Pistola
y Cuchillo. La por entonces última novela de mi buen amigo Montero Glez.
Cuando terminé el libro, después de la segunda caña de cerveza, volví a la
calle. Caminando de nuevo bajo la misma lluvia, más fuerte ahora, y de nuevo
encontrándome con apenas una decena de personas volví sobre mis pasos a la
Puerta del Sol y desde ahí continué mi caminata hasta mi casa, poco más allá de
la Puerta de Toledo.
Hoy tuve una sensación parecida a la de aquella
noche en Madrid. Fue mientras paseaba por las viejas calles de San Telmo. Había
estado por el mercado del barrio echando un ojo a los puestos de libros de viejo,
al llegar a la plaza Dorrego me lancé fuera de la masa de gente, ya en Humberto
Primo los puestos estaban casi desmontados, y cuando gire sobre Bolívar me
encontré de pronto totalmente sólo. Así permanecí durante el largo paseo por la
zona a pesar de encontrarme en un barrio muy animado durante el fin de semana.
De pronto recayó sobre mí la misma sensación de aquella noche de lluvia en
Madrid. En este caso lo que fortalecía energéticamente mi piel no era la
lluvia, sino las ráfagas de viento fresco que subían del río en cada esquina. También
hoy entré en un bar del barrio y pedí otra cerveza. Abrí el libro que llevaba
conmigo ─en este caso, un tomo de Historia argentina, sobre la primera parte
del siglo XIX, escrito por Marcela Ternavasio─. Cuando terminé mi bebida el
exterior del local se había teñido de negro, pero el calor continuaba y por
suerte también seguían las corrientes de viento.
Por supuesto permanecí
paseando en soledad todo el último tramo de la calle, cruzándome tan solo con
algún colectivo que se dirigía hacía La Boca. Al llegar a la zona de la Manzana
de las Luces, justo frente al Palacio Ayerza que hace las veces de Palacio
Legislativo de la ciudad, encontré un remolinó de gente. Este gentío ocupaba la
vereda junto al Palacio y el primer carril de la calzada. A pesar de la
oscuridad me percaté que de nuevo en un pedazo de la calle había vuelto a salir
el sol. En la puerta principal del edificio, una chica joven, muy maquillada, respondía
alegre y con movimientos de cabeza a la vez que se colocaba el pelo una y otra
vez, a las preguntas que le hacían los periodistas. Mi conocimiento de los
famosos locales es reducido, primero porque no llevo mucho tiempo en la ciudad,
segundo porque apenas veo la televisión. Y tercero, porque la vida de los
famosetes, el mundo de las celebridades de revistas rosas y programas de gritos
y reproches me importan más bien poco.
Me acerqué a un ayudante de cámara que estaba junto a una de las múltiples
unidades móviles que se encontraba en la zona bañando de cables la acera. El
tipo, simpático, me confirmó entre socarronería y profesionalidad que la dama
en cuestión salía con unos y con otros, y vive de venderse en programas de
televisión morbosos y en revistas del mismo ramo. Que esa noche estaba allí
invitada a una fiesta exclusiva que había organizado el gobierno de la ciudad
para celebrar el día de la mujer trabajadora.
Tras despedirme del chico dándole las gracias por la
información me alejé de la zona en dirección a mi casa, pensando en lo estúpido
de la sociedad y de los políticos. No por hacer fiestas en honor a la mujer,
que me parece perfecto, lo merecen todo. Pero sin atisbar a comprender por qué de
la representación de esas mujeres luchadoras, inteligentes, trabajadoras, ha de
ser una famosa que no ha hecho nada de eso, y que además vive de vender los
clichés y los estereotipos de todo lo contrario a lo que hoy se debería
celebrar. Por lo que veo España no es el único país de pandereta.
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