Me presento en Corrientes una mañana de sábado tras
comer en la pizzería Banchero, cruzo la avenida y comienzo a avanzar por
Talcahuano hasta su final, cuando en un pequeño recodo cambia de nombre y se
convierte en Guido. Sigo por ella hasta que desemboca en el parque que se abre
frente al cementerio de Recoleta. Subo entre las cafeterías y el parque
buscando la sombrea del enorme ficus sujetado de forma mítica por un forzudo
legendario y quimérico, justo al lado de donde una pareja baila tango al
sombrero.
Es fin de semana y el buen tiempo acompaña, el sol
no golpea muy fuerte se nota ya que pronto llegará el otoño del marzo
argentino. Me inmiscuyo entre el gentío que comienza a juntarse un poco más allá
del café La Biela. Los primeros puestos de madera y rafia se levantan entre los
caminos circulares que rodean y cruzan el parque de la plaza de Francia. En un
primer plano aparecen los puestos de los artistas, los dibujantes, los paisajistas
y los caricaturistas. Un poco más allá, pasados los primeros quioscos de
panchos y de jugos naturales, aparecen los puntos de souvenirs. El mercado de
la plaza de Francia es un hervidero desde primera hora de la mañana que se
alargará más allá de las seis de la tarde de todos los sábados y domingos del
año
Turistas y lugareños pasean entre sus puestos. Dejándolos
atrás visitan el museo de bellas artes, o del Centro Cultural del barrio de
Recoleta. Tal vez entren a visitar la iglesia levantada en honor a la virgen
del Pilar, donde una gran réplica de la patrona del país, la virgen de Luján,
les saluda. Mientras, a sus pies, una pareja se dedica a vender postales y
llaveros con la figura de la talla sagrada.
Pocos pasos más allá,
en una portada de tres arcos blancos, dos de ellos semi cegados por una reja, se
abre la entrada al cementerio de Recoleta, el camposanto del barrio y uno de
los más importantes de la ciudad. De los más conocidos y visitados, donde se
visita la última morada de muchos héroes nacionales y de sus familiares. Allí
se cuentan historia extrañas que se reflejan como un espejo roto en las esculturas
del último viaje. Verdaderas obras de arte en un museo al aire libre. Una
leyenda de las más manidas y repetidas a los turistas es la del perro que murió
de pena en Buenos Aires, justo en el mismo instante que su dueña, una niña, fallecía
en extrañas y violentas circunstancias en Suiza. Un poco más allá aparece una de
las estrellas del lugar, una tumba plagada de placas y agradecimientos que
guarda en su interior al masón y político Domingo Sarmiento: presidente de la
República Argentina. Muy querido y recordado por sus paisanos. Tanto que lo
llevan en su cartera en forma de billete de cincuenta pesos.
Pero sin duda hay una tumba más visitada que las demás.
Se sitúa en un pasaje estrecho, sombrío, donde apenas pueden entrar cuatro
personas juntas sin que choquen entre sí. En el mausoleo, del mismo tamaño que
los laterales, sin nada extraño o extraordinario salvo por ciertas placas
doradas que se han ido colocando allí con el paso del tiempo. En la parte alta,
sobre la puerta que da paso al mausoleo, se puede leer; Familia Duarte. La tumba
acoge, evidentemente, a la nombrada familia, y entre ellos a su más ilustre
representante: Eva Duarte de Perón. Evita. O más bien su momia, que tras una
larga transición de viajes y vejaciones hoy descansa ahí. Y ahí es homenajeada
a diario por sus paisanos, o por gente que pasa a diario y que recuerda muchas
de sus hazañas, muchas de las acciones de ayuda a países y personas que lo
pasaron mal en un momento de la historia. Como el ocurrió a los gaditanos de
1947 que se vieron sorprendidos por una explosión salvaje de un polvorín de la
armada, silenciado por el gobierno franquista. El dictador no llegó allí pero
si lo hizo el barco cargado de comida que desde la Argentina mandó Evita Perón,
intentando paliar un poco los males de aquella población sureña y abandonada.
Una zona donde el hambre se había hecho fuerte y sonaba a metal hueco en el
interior del estómago de sus habitantes. El tema de amor y odio sobre ella, y
todo lo que la rodeaba, es una discusión enquistada y recurrente en el país
donde la política se vive con pasión y radicalismo. Pero si algo he aprendido
es que en la vida de los adultos, a diferencia de los cuentos infantiles, ni nadie
es tan bueno ni tan malo. Nada es tan negro ni tan blanco. La escala de grises
es amplia y cambiante, siendo imprescindible saber moverse por ella para no
pecar de mojigato ni de cerril.
Al salir del cementerio escucho a un grupo de
música que interpreta temas de swing y jazz de los años treinta y cuarenta. Me
resulta familiar uno de ellos, es un tema de Benny Goodman. Sin darme cuenta, voy
silbando la canción en cuestión mientras avanzo hacía la zona soportalada que
se abre al estilo de centro comercial al aire libre, buscando un lugar donde
sirven una cerveza artesanal dorada y fría a la sombra de los árboles
centenarios.
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