No puedo evitarlo. Cada vez que paso ante un
quiosco recuerdo las mañanas de los domingos de mi infancia. Cuando después de
salir de misa de doce corría como un loco junto a mis amigos a la tienda de
golosinas de mi pueblo. Y digo hacía la tienda en singular, porque cuando yo
era niño solo existía una tienda que vendiera gominolas o gomitas, bolsas de
patatas fritas y de pipas, chocolatinas, o bombones helados y flases de
colores, que hacían el goce de mi grupo de amigos y de otros tantos durante las
altas temperaturas del verano castellano. Después, fueron abriendo otras
tiendas, otros quioscos. Además, pronto mis amigos y yo dejamos de ir los
domingos a misa, pero no de ir al quiosco. Con los años dejamos de comprar
chicles con cromos para cambiar, y pasamos a comprar pipas para consumir
mientras conversamos las tardes y las noches en un banco del parque. Otros
comenzaron a comprar cigarros sueltos, de los peores. Porque los incipientes
fumadores no tenían suficiente con la paga semanal para compra un paquete de
tabaco entero.
Con el paso de los años todo fue cambiando, uno de
los quioscos lo cerraron. Al otro hace que no entro desde hace años. También
hace mucho tiempo que los amigos de la infancia no nos sentamos en nuestro
banco preferido del parque para hablar mientras devoramos bolsas de pipas. Cada
cual ha emprendido su vida, muy separadas unas de otras, y cuando coincidimos
en nuestro pueblo compartimos risas y bromas entre cañas de cerveza, cafés y
copas de ginebra. Tampoco nos vemos todas las semanas, ni siquiera todos los
meses. Pero cada vez que veo un quiosco de golosinas me acuerdo de ellos, y de
las hora que pasamos haciendo trastadas por las calles de nuestro pueblo, en el
tiempo que nos duró la infancia.
Comencé a viajar, a visitar y a vivir en diferentes
países y continentes, pero nunca he dejado de visitar quioscos. Lo hago con la
misma habitualidad con la que visito cafés, universidades, librerías o archivos.
Echándolos de menos en los países donde no son tradicionales, y donde no hay un
lugar que venda su mercadería. Siempre me he preguntado qué hacen allí, en esos
países, las cuadrillas de amigos durante su infancia ante la falta de estos lugares.
Emplazamientos que te reciben con miles de colores, brillantes, cálidos,
atrayentes en forma de paquetes y plásticos precintados que albergan en su
interior sabores dulces, melosos, incluso un tanto empalagosos. Pero que
siempre producen la misma sensación al llevártelos a la boca, avivar la chispa
de los recuerdos.
Desde que estoy en Argentina esa sensación se
intensifica en cada esquina, al cruzar cada calle, al entrar en cualquier
galería comercial o en los mercados de abastos de los barrios castizos. Buenos
Aires es un enorme quiosco de golosinas al aire libre. Se encuentran dos tipos;
los que tienen un carácter más europeo, con una puerta al local, donde te encuentras
al sobrepasar la puerta de entrada un par de mostradores, uno con bebidas
gaseosas, otro con miles de chocolatinas y normalmente una zona de menos tamaño
con bolsas de patatas fritas, y una pequeña barra para servir perritos
calientes. Comida de pésima calidad y a poco precio, que muchos a media mañana,
o a media tarde van mascando por la calle. Y los otros, los más típicos, los
que se encuentran fuera de la zona turista, donde los niños del barrio hacen
cola con unos pocos pesos en billetes azulados de los de a dos, con muchas
arrugas de ir fuertemente apretados entre sus manos infantiles, para comprar alfajores
y bombones individuales envueltos en papel brillante amarillo.
Son unos lugares que creo realmente no se tienen
demasiado en cuanta. Siempre han estado ahí, desde nuestra infancia son los
primeros lugares a los que hemos acudido de forma constante durante mucho
tiempo. Los sitios que siempre buscamos en las ciudades sin darnos cuenta y
tengas la edad que tengas. Para comprar unos caramelos, unos chicles, para
buscar unas pipas o unos frutos secos y pasear un domingo, o para saborear un
helado mientras charlamos con nuestros familiares, nuestra pareja o amigos. Los
quioscos son unos de esos lugares que pasan desapercibidos, pero que cuando en
un país, o en una ciudad, no los encuentras se apodera de ti un vacío interior
que no sabes de donde proviene.
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