Cuando oímos la palabra santería solemos imaginarnos un
lugar oscuro, con olor a extraños inciensos de aroma dulzón que se introducen
por las fosas nasales y se clava en el interior de la cabeza a la altura del
entrecejo. Un olor que no se moverá de allí en unas horas, y que posiblemente
te levante un dolor de cabeza de mil demonios. Un local pertrechado de patas de
conejo, muñecos de vudú africanos o de las Antillas occidentales, y bolas de
cristal. Con una tipa o un tipo vestido de forma excéntrica y colorida, sentado
en una mesa camilla al final de la oscura sala, con algún gato receloso
rondando por la estancia.
Un lugar un tanto peliculero donde se dan consuelo
y consejos. No me costaría mucho imaginar a un detective de la Inglaterra
victoriana, o del final del siglo XIX español, rondando por su interior. Amenazante.
Buscando por todos los medios intimidar al dueño, arrancar una confesión o una
pista clave para resolver un asesinato. Mientras, en la puerta, en medio de una
calle apartada, en el centro de la ciudad de turno, en una vía húmeda,
empedrada y oscura, espera vigilante un ayudante del detective con bombín y
reloj de bolsillo. Recortando su silueta al resplandor amarillento de una
farola de gas, fumando tabaco de liar, o esnifando rapé para matar el tiempo.
Pero en Buenos Aires lo que se oculta tras los
misteriosos carteles que anuncian el negocio de santería, es diferente. Pues se
acerca bastante más a nuestras tiendas de productos religiosos, de tallas, rosarios
y postales bendecidas. Incluso hacen la labor de las viejas cererías que en
Europa apenas existan. Unos negocios que con la llegada de la electricidad se
fueron cerrando. Resistiendo unas cuantas que hacen las delicias de los que
amamos esos viejos negocios, que nos llevan a otros tiempos al asomarnos por su
puerta de madera. Como la joya del carrer Corders, de Barcelona, que cuando
abrió sus puertas se llamaba carrer Nou de Sant Cugat. O la de Lisboa, sobre la
rua do Loreto, y que seguramente sea la tienda más antigua del Bairro Alto de Lisboa. Quizás de toda la
ciudad, y que cada vez que visito la capital lusa observó con satisfacción que
se mantiene en pie, abriendo su puerta de madera, anaqueles dorados y cristal
esmerilado.
Estas santerías
porteñas no son ciertamente negocios muy proclives a las grandes ventas, ni hay
colas para requerir los servicios que allí se ofrecen. Pero siguen abiertas.
Tampoco hay muchos de ellas por la ciudad. Calculo que una media docena, la
mayor parte en las zona este de la capital. Por ello, se reparten
equitativamente los clientes. Lo cierto es que son locales amplios la mayoría,
y con solera. Con mostradores de madera maciza, y mobiliario de los de antes,
valioso, bonito y elegante. La decoración es de otra vida. Al igual que la de
las cererías de Barcelona y de Lisboa, que al entrar te trasportan a otras
épocas. Solo por eso vale la pena asomarse de vez en cuando a su interior, más
allá de idearios y creencias.