viernes, 1 de mayo de 2015

PRÓTOMOS, LADRILLOS VIDRIADOS Y RECUERDOS ACADÉMICOS


             A veces no me acuerdo, en realidad hace bastante de ello, y después han venido muchos temas de estudio y de investigación distintos. Tal vez sea por ello, pero a veces lo postergo al final de mi cabeza, a un cajón en ocasiones cerrado con llave y otras totalmente abierto y ventilando, que me hace recordar que soy licenciado en Historia del Arte. Es decir, que mi formación académica base es esa, la historia del arte. A veces, y después de tantas horas y años trabajando con historia, con constitucionalismo, con estudios hispánicos y con el peso de la literatura en mi vida actual, es como si todo aquello de la licenciatura en historia del arte quedara muy lejano.

       Pero de pronto, andando por la calle vislumbro un monumento, una iglesia, un edificio decimonónico y me veo a mi mismo recordando datos, detalles, curiosidades de la obra y de su época, algo que me sorprende gratamente a mí mismo. Algo que me vuelve a enseñar que esa formación está ahí, y que a pesar que no le doy todo el uso que debería no me abandona. Siempre es agradecida conmigo a pesar del arrinconamiento.  Es entonces cuando empiezo a recordar profesores, pensamientos y frases, como aquella que me confesó Jesús; un profesor de bachillerato, que me aseguró que las matemáticas, las ciencias, incluso la economía y la geografía te vienen muy bien para llevar a cabo un trabajo. Sin embargo el arte, y por extensión la historia, te salta al paso en cualquier viaje, en cualquier lugar, y su conocimiento te sirve para recolocarte en el mundo que te toca vivir. Ahora muchos años después lo recuerdo, y le doy toda la razón. 
            Hace unos días volví a caer en esa red de nuevo, paseaba por la parte baja del barrio porteño de Palermo, por donde la ciudad se convierte en bosque y los cláxones hirientes y estúpidos se transforman en susurros de viento entre los árboles, entre las ramas bajas de los robles, los castaños y los tilos. 



         Un poco antes de llegar al delicioso Jardín Japonés, se encuentra la plaza de la república islámica de Irán, conocida por todos los lugareños como plaza Irán. Había pasado muchas veces por la zona, pero desde la otra acera, la que se dirige al planetario y tal vez ensimismado en mis pensamientos, u observando otras cosas, nunca me había fijado en la enorme columna persa que se levanta en mitad del jardín de la plaza, rodeada de palmeras que dan al entorno un olor, un carácter con toques a Oriente Medio. Al Oriente Medio romántico por supuesto, lejos de los morteros que revientan en Sussangerd junto a la actual frontera iraquí, y apartado de las luchas étnicas, religiosas y territoriales con Pakistán.

            La columna me llevó a un embarullado número de recuerdos académicos, de mi vieja vida universitaria en la facultad de filosofía y letras de Valladolid. Recuerdo a mi profesor de historia del arte antiguo, paseando por el frente y el lateral izquierdo del aula, explicando sobre unas diapositivas viejas y quemadas por el uso los pormenores de la cultura, la religión, los tipos poblacionales y de su idiosincrasia. Añadiendo todos los detalles desde el cómo y el porqué. Enseñándonos una cosa que ya casi no se hace en la universidad: a pensar. No soltaba el rollo y se marchaba, sino que nos obligaba a discurrir. Alejándose del típico e incorrecto pensamiento que nos lleva a dar el título,  autor y año al ver una obra de arte. Llevándonos por otros caminos más embarrados, más intrincados digamos, describiendo pormenorizadamente la obra, titubeando sobre su posible uso, o planteando hipótesis sobre los materiales y las formas. Para acabar el largo análisis con el nombre de la obra y su ubicación geográfica e historiográfica. 

            Recuerdo el temor que daba esta clase a los alumnos de primero de licenciatura, entre los que me incluyo, cuando recién salidos del instituto este profesor delgado y serio nos obligaba a algo que nos parecía entonces tan duro y cruel. Nos obligaba a pensar y a razonar. Por eso al ver en Palermo la réplica sacada de la sala apadana de la ciudad de Persépolis, creada por Ciro II “el Grande”, y donada por el sha de Persia, lo recordé de nuevo impartiendo las, que hoy por hoy considero, magistrales clases sobre arte antiguo. Las que actualmente considero como las mejores de toda la licenciatura, donde más aprendí sobre arte y sobre mi propia capacidad intelectual. Su voz volvió a resonar en mi cabeza, explicando la base campaniforme, el fuste estriado al modelo griego, el capitel dividido entre tres partes; con motivos vegetales al estilo egipcio, el paralelepípedismo con volutas jónicas y el remate espectacular con animales prótomos. Casi siempre toros. Que sobre el hueco central entre ambas cabezas sujetaban una viga de madera, y otra sobre sus cabezas pétreas. Cruzándose ambas en forma de cruz. Esto que parece una simpleza, produjo la evolución arquitectónica más importante de la época, pues aparecían por primera vez las columnas, y desde entonces se consiguió hacer los techos más altos, y las habitaciones más amplias y luminosas. 

            Una espectacular vista artística en mistad de Buenos Aires, que se remata un poco más adelante con la réplica de uno de los leones realizado en ladrillo vidriado policromado, similar a los que se encontraban en la Puerta de Ishtar, dentro de la ciudad de Babilónica, fundada por Nabucodonosor II. Otro nuevo recuerdo que me hizo saltar desde las clases de arte antiguo de mi facultad en Valladolid, a la sala central del museo de Pérgamo en el corazón de Berlín, donde pude quedarme embobado observando la pieza original por primera vez. 


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