jueves, 21 de mayo de 2015

ANOCHECERES


            Me llama mucho la atención ver anochecer en diferentes partes de la ciudad de Buenos Aires. No se preocupen que no me voy a poner romántico ni empalagoso, el ver anochecer en diferentes lugares de la ciudad me sirve para observar la idiosincrasia de los diferentes barrios y sus habitantes. Nada más.
            Es cierto que el cielo se oscurece de la misma manera en toda la urbe, pero los olores, los sonidos, las sensaciones son totalmente distintas en cada barrio, aunque sean colindantes. Por ejemplo en mi barrio, Montserrat, cuando anochece empiezan a sonar los ruidos de las cortinas metálicas al caer, al chocar contra el cierre del suelo de las tiendas de telas y tejidos al por mayor. Los motores roncos del colectivo treinta y nueve, que trae a la gente desde el oeste de la ciudad de regreso a sus casas en Barracas después de un día de trabajo, se entremezclan con los ruidos de los carritos destartalados de los cartoneros que comienzan a juntarse en la esquina de Alsina con San José, para tomar las primeras Quilmes de la noche antes de empezar a recorrer todos los contenedores del barrio. En Boedo, Caballito o Almagro huele a trabajo y a madrugones, a recogerse pronto para abrir el mercado de abastos o las tiendas de las galerías comerciales de toda la vida, ésas que separan la calle Rosario de la avenida Rivadavia y donde vendedores y compradores se conocen desde siempre. Ese anochecer suena a la radio encendida en los últimos quioscos de libros de viejo, que aprovechan hasta última hora para intentar arañar unos pesos a algún comprador trasnochado.

            En San Telmo el anochecer suena a milonga recién rasgueada, huele a pizza y a carne al carbón. La humedad pegajosa, tanto en invierno como en verano, sube desde el río y se apodera del barrio. Suena a turista despistado en el límite de lo recomendable y lo peligroso a esas horas, más si cabe con un plano en las manos y cara de no saber por dónde se anda. Barracas, Nueva Pompeya y La Boca exhalan a noches cancheras, de colmillos afilados y tango de la guardia vieja a la luz de un farol. A estación de ferrocarril sucia y atestada de viajeros, que salen y entran de la ciudad. Huelen al agua estancada, casi pútrida, de Riachuelo y suena al croar de las ranas que lo habitan y que son más arrabaleras y castizas que Quinquela y Juan de Dios Filiberto juntos. 

            Palermo y Recoleta huelen a jardines húmedos tras el último salto de los aspersores. Suenan a conversación de terrazas y música de boliches, que en ocasiones se revuelven con ruidos y exabruptos extraños, tropicales o africanos que se escapan de entre las rejas egoístas y sádicas del zoo.

            Pensaba en ello mientras paseaba entre los diques del viejo Puerto Madero, que del viejo solo tiene eso, el nombre. La noche caía en el barrio porteño, sobre los remodelados silos de ladrillos rojos, mientras sonaba el tintinear de las copas y los cubiertos, que cuidadosamente colocaban sobre las mesas de madera los camareros y camareras en los lujosos restaurantes, esos que habitan ahora los antiguos almacenes portuarios. Huele a cocina de autor y a hamburguesas de comida rápida. Suena a los gritos de los niños que corretean alrededor de la estatua de Anna Frank en el jardín de la Reina de Holanda, y que se entremezclan con la respiración entrecortada de los corredores principiantes, que más que disfrutar del deporte a punto están de gritar si hay algún médico en la sala. Al final del muelle, donde la oscuridad ya se apodera prácticamente por completo de los altos rascacielos que separan el barrio del de Retiro, se yergue la torre de cristal de uno de los principales bandos del país, iluminando su logotipo como un faro rojo, inservible en mitad de un puerto inútil a estas alturas de la película.

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