sábado, 9 de mayo de 2015

CONFITERÍA DEL MOLINO



            Imagínense tener en el corazón de su ciudad un magnífico edificio Art Nouveau construido por un insigne arquitecto italiano. Utilizando para ello técnicas innovadoras como el hormigón armado, y rematado con los mejores materiales de principios del siglo XX, decorado con los más lujosos mármoles y cristales italianos. Siendo éste además el centro gastronómico, político, social y cultural de su país. Imaginen además que de un día para otro, sin aviso previo, pusieran el cartel de cerrado por vacaciones y nunca más volviera a abrir sus puertas. Pues eso mismo es lo que le ocurrió a la Confitería del Molino en el centro de la ciudad de Buenos Aires.
            Cuando en el año 1848 abre las puertas una pequeña confitería denominada del Centro, en el chaflán de las calles Federación y Garantías ─actual Rivadavia y Rodríguez Peña─, poco o nada haría presagiar su futuro brillante y triunfador en apenas un puñado de años. Pero mucho menos la desidia y el olvido que sufriría un siglo y medio después. La humillación. El lugar, la confitería comenzó a ganar su propia identidad al cambiar de nombre en 1859. Pasó a conocerse en toda la ciudad como confitería antigua del Molino, en homenaje al primer molino de harina que se instaló en la ciudad, que se levantaba a escasos metros de ella. Aquel molino, el de Lorea le traería, sin saberlo, una gran suerte y fama a la confitería.
            Será en el año 1886 cuando dos factores importantes se juntan y desembocan en esa esquina del barrio de Montserrat. La primera; que los dos socios originales se quedarían en uno solo; Cayetano Brenna, un prestigioso pastelero italiano, que hizo famoso su negocio con la creación del pan dulce. La segunda; la unión con la familia Rocagliata, también de origen italiano y muy bien posicionada en la sociedad porteña. Brenna como buen italiano, ahorrativo y perspicaz, con los primeros ingresos había comprado un solar con una pequeña construcción en la esquina de la calle Rivadavia con Callao. Por entonces Callao era una calle sin asfaltar y llena de árboles, donde decidió abrir la nueva pastelería junto a sus nuevos socios. La idea primigenia parecía abocada al fracaso, tras sacar la antigua confitería del barrio más castizo de Buenos Aires, para llevárselo al principio del barrio de Balvanera, pero resultó finalmente ser un éxito. Solo unos años después se terminaría la urbanización de la plaza del Congreso, y frente a la confitería de Brenna se alzaba el majestuoso edificio del Congreso de la Nación. En cuestión de semanas, el lugar se convirtió en el nuevo centro de la capital porteña. Y su confitería estaba allí.


Detalle de la fachada central del edificio.
           El éxito fue tal que ambos socios fueron comprando solares y edificios colindantes a la confitería, tanto hacía el lado de Callao como de Rivadavia, haciéndose finalmente con todo el chaflán y media cuadra hacía ambos lados. En 1915 comienzan las obras, pero éstas no solo consistirían en unir todos los edificios en uno, sino que se llevaría a cabo la construcción de un nuevo edifico completo sobre el viejo. Un encargo que los socios ofrecerían al arquitecto italiano Francesco Gianotti, famoso en la ciudad por la construcción del banco Comafi y la galería Güemes. La nueva confitería, aún sin terminar, se inauguraría el 9 de julio de 1916, celebrando así el centenario de la independencia de Argentina. Ese día estaba marcado en rojo en el calendario de todos los porteños, la avenida Callao y la plaza del Congreso se atestó de berlinas y viandantes que no querían perderse la inauguración del edificio más característico de la ciudad: La confitería del Molino.

            Mientras el mundo estaba enfrascado en mitad de la Primera Guerra Mundial, Argentina inauguraba el buque insignia del Art Nouveau en su país, alargando de esta manera la vida de la Belle Époque fuera de la vieja Europa ─se dice que la Belle Époque acabó en Buenos Aires el día que murió el pastelero Brenna, en 1938─. El edificio de la confitería contaba con cinco pisos, planta baja y tres subsuelos. En su interior, además de la confitería y los salones, se construyó un obrador de enormes dimensiones, donde se fabricaban todos los productos que se servían en el establecimiento, así como una fábrica de hielo y un taller mecánico, además de los almacenes y la bodega correspondiente. La parte superior se designó para oficinas y viviendas particulares. 

Detalles decorativos y arquitectónico de la Confitería del Molino.

           El edifico debía de ser imponente, en realidad a pesar de la desidia, del abandono, la suciedad y del ultraje patrimonial sigue siéndolo. Todas las puertas, ventanas, mármoles, cerámicas, cristalerías, pomos y tiradores de bronce fueron traídos directamente desde Italia. A lo que se añadió un detalle decorativo único, que daba al edificio una imagen y un color especial, casi místico. Pues junto a todo esto llegaron también ciento cincuenta metros cuadrados de vitraux ─vitrales policromados con colores pintados o esmaltados a mano, que se unen entre sí por tiras de plomo fundido─. Detalles que dotaban al lugar del más puro estilo de las vidrieras de las catedrales góticas. La fachada, cubierta de piedra de París y ornamentada al estilo veneciano, rematando la construcción con un tejado en mansarda decorado con detalles dorados. El elemento principal, la insignia o marca de la casa en mitad de la fachada principal; las aspas de un molino de fantasía que se movían bajo el remate de la cúpula en aguja, cerrada también con vitrales policromados. A pesar de ser incendiado durante el golpe de estado de 1930 se reconstruyó, y reabrió, exactamente igual que antes de las llamas.

            Allí se hicieron famosos dulces que ahora se pueden consumir en todas la confiterías de la ciudad;  merengue, panettone de castañas, marrón glacé, el imperial ruso, o el postre Leguisamo. Éste último fue una obra del maestro pastelero Brenna, realizada por un encargo directo y exclusivo de Carlos Gardel, que quería agasajar a su amigo el jockey uruguayo Irineo Leguisamo, de ahí el nombre del postre. Pero Gardel no fue ni con mucho la única celebridad que acudía frecuentemente a la confitería. Al estar junto al Congreso Nacional, muchos de los políticos que asistían a las sesiones se convirtieron en habituales, sobre todo los radicales y socialistas. También escritores y poetas como Leopoldo Lugones, Amado Nervo, Oliveiro Girondo, Roberto Arlt o Ramón Gómez de la Serna. Cantantes como el propio Gardel, tenores y sopranos como Tito Schipa o Lily Pons, y personajes célebres de la política y el poder como Alvear, el Príncipe de Gales, Humbero I, Lisandro de la Torre o Evita Perón. A la que interpretó Madonna en la película Evita, grabándose algunas escenas en el local, y aprovechando la cantante un parón en la producción del filme, para inmortalizar en el videoclip Love don´t live here anymore  el majestuoso salón central de la confitería.

Vista del interior de la Confitería del Molino. Mediados siglo XX.

           Al morir Brenna, regentó la confitería Renato Varesse hasta 1950, y el pastelero Antonio Armentano hizo lo propio hasta el año 1978. Éste último vendió el negocio a un fondo de comercio, que un año después se declararía en quiebra y cerraría la confitería por primera vez. Así permaneció hasta 1982, cuando los nietos del fundador se hicieron de nuevo con ella y la reabrieron. Como ya contamos, en enero de 1997 cerraron por vacaciones y nunca más volvió a abrir sus puertas. 

            Desde ese año la construcción permaneció luchando contra la decrepitud, dando la espalda al futuro y lamiéndose sus propias heridas. Los que lo conocieron en su época de esplendor no pueden entender el porqué de esta desidia, de este olvido hacía uno de los puntos referenciales del mejor momento de la ciudad. Los que no lo conocieron abierto, se preguntaban ─nos preguntamos─ cómo sería ese lugar, cuál sería su intrahistoria. Mientras tanto la construcción comenzaba a desquebrajarse, a pudrirse de postergación y amnesia. Las esculturas de la fachada comenzaron a desaparecer, las aspas del molino dejaron de girar, y los vitrales hechos a mano, que en su día dieron otro color a la zona han comenzado a caerse, o han reventado de odio ante los impactos de piedras y otros elementos lanzados desde la calle por vándalos. La parte baja, la entrada a la confitería permanece cerrada con vallas metálicas opacas, que recogen toda la porquería que la gente lanza al suelo. 
            Por suerte en noviembre de 2014, el congreso llevó a discusión el estado del viejo edifico de la confitería, Monumento Histórico Nacional desde 1997. Y tras muchas discusiones se decidió –todos los congresistas votaron a favor, menos uno que se abstuvo─, la expropiación del monumento, para tras una concesión pública volver a restaurarla y poner la vieja confitería del Molino en movimiento. Utilizando los pisos superiores ─las antiguas oficinas y apartamentos─, para crear un museo histórico del lugar y un centro cultural público para todos los ciudadanos y visitantes. A día de hoy no parece que ese proyecto de reapertura se haya puesto en marcha, todo sigue igual, tapado, despedazándose. Espero que se pongan pronto a ello, pues a pesar de que la ciudad tiene muchas cosas por la que volver, disfrutar de éste monumento de la historia y la conciencia argentina mientras  tomas un café con un pedazo de Leguisamo, es una excusa más que suficiente para retornar. 

Interior de la Confitería El Molino en el año 1982.

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