martes, 12 de mayo de 2015

MALAS IDEAS


           En los días de dolor de cabeza lo mejor que puedes hacer ─si puedes─, es relajarte en casa, apagar todos los dispositivos y tumbarte a descansar durante un tiempo en la cama o en el sofá. Si puedes dormir un poco, miel sobre hojuelas. Pero hacer algo tan simple como esto a plena luz del día, y en una ciudad como Buenos Aires es una tarea complicada, por no decir imposible. El ruido de los colectivos desencajados bajo tu ventana, con motores roncos que tosen al expulsar el humo negro de sus viejos motores, se mete por cualquier resquicio de las ventanas y las puertas. Las obras de las calles ─perennes obras en la ciudad─ que otros días a penas sientes, que tienes como un sonido más en tu quehacer diario, hoy son martillazos en tu cabeza dolorida. Y los verdaderos martillazos de tu vecino del quinto, ése que lleva desde las ocho de la mañana ensañándose cruelmente con algo que no adivinas a saber que es, se te clavan como agujas incandescentes en alas sienes ¿Qué elemento de un hogar por duro que sea, puede aguantar los envites de un martillo con cabeza de hierro fundido durante más de seis horas? 
            Al fin decides que estás peor ahí que en la calle, y te dispones a salir. Pasear un rato, que el viento fresco del otoño te espabile suavemente mientras caminas por un jardín o una plaza ajardinada. Si hay un poco de suerte ─piensas─, esta caminata te dejará fresco y lucido para meterte de lleno en tu trabajo. Pero no, al salir a la calle todo empeora, las obras se multiplican, las sirenas revientan a tu lado, los golpes metálicos se reproducen como Gremlins empapados a media noche. Mientras avanzas hacía la parte alta de la ciudad, las grandes avenidas aparecen congestionadas, repletas de coches, colectivos, ómnibus y motos que quieren pasar los primeros a pesar de ser eso imposible. Creen que aporreando sus cláxones el paso se les va a quedar expedito. Como si el agente de tránsito vestido de amarillo fluorescente y con una gorra ridícula ─que más que un agente del orden parece el pitcher titular de los Olmecas de Tabasco, que ha llegado tarde de jugar la final del campeonato nacional─, les pudiera abrir el mar de coches al más puro estilo bíblico porteño.

           Tras saltar los atascos, los cláxones, los gritos de los ocupantes de los automóviles y los ruidos de obras de la gran urbe, llegas a tu lugar de trabajo. Te escondes en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional a dos pisos bajo el suelo y, solo entre los viejos libros y el total silencio, sientes por primera vez que el dolor de cabeza remite. Casi puedes notar como se desinfla poco a poco el balón de playa en el que se ha convertido el interior de tu cabeza. Y así, dolorido pero un poco aliviado, llevas a cabo tu tarea, para al terminar disponer el viaje de vuelta hasta tu casa. Por suerte al llegar ya ha  anochecido, la terraza abierta deja entrar un viento reconfortarle, el ruido de la calle ha disminuido casi a la mínima esencia y el vecino del quinto ha acabado de destrozar toda la casa y descansa. En ese momento, ya tranquilo, no recuerdas la mala idea de salir a la calle, a la jungla, en ese día en  que un dolor de cabeza no te dejaba ni caminar. 

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