lunes, 14 de septiembre de 2015

ADIÓS MUCHACHOS



Se me hace muy extraño pasear por Buenos Aires sabiendo que será la última-al menos de momento-. Ocho meses caminando las mismas calles, disfrutando los mismos monumentos y viendo las mismas caras hacen que todo se vuelva familiar, cercano, casi necesario. Cuando te das cuenta que al día siguiente te vas, que cierras la maleta y dices adiós muchachos nos vamos viendo, la tristeza te embarga, y vas por la calle ya echando de menos lo que aún tienes delante, lugares que te miran de reojo, como diciendo; eh chaval, que te vas y no me echas la última mirada.

            Al final vas dando valor a lo vivido, y a detalles nimios que cambiarán en horas, pues son costumbres de un país o de un continente que por suerte solo se ven si paseas por Buenos Aires. El olor a pizza y a empanadas, el dulzor espeso de las medias lunas y de las facturas recién horneadas, las librerías de Corrientes que abren hasta la medianoche, el ey capo para llamar tu atención por la calle, o el che boludo. Los grupos de amigos o familiares tomando mate en parques y jardines, y las charlas de cafés y confiterías. La fainá, la chipa, el tango, el lunfardo, los asados…

            En realidad son bellos recuerdos que me acompañarán, en eso consiste el viajar y no el visitar. Mañana ya no pasearé sus calles, no sentiré su viendo frío de invierno, no oleré los perfumes de la ciudad, ni escuchare el ruido ensordecedor de 9 de Julio. A partir de mañana solo queda recordarlo y sobre todo escribirlo, devolver a la ciudad parte de lo que me ha dado, de lo que me ha enseñado y de lo que me ha aportado.

            Suelo decir que hay que viajar leído, y con libros. Que de nada vale visitar diez ciudades en ocho días si no eres capaz de empaparte un poco del ambiente de la sociedad y del lugar que visitas, si no hablas con su gente o aprendes sus costumbres. Está muy bien visitar ciudades para coleccionar fotos junto a los principales monumentos, pero yo prefiero coleccionar recuerdos y sensaciones.


            Han sido unos meses extraordinarios de reencuentros con viejos amigos, de encuentros con familiares perdidos y de conocimiento de nuevas personas, ciudades, trabajos y sensaciones. El resultado de viajar de verdad, de empaparse de todo, es que cuando te vas dejas una parte de ti en el lugar, nada físico, todo invisible pero sustancial, y sobre todo que te llevas algo del lugar. En mi caso dejo mucho, pero me llevó más, tengo la maleta llena, y no solo la física que va llena de libros y dulces, sino la imaginaria. Esta también pesa, incluso casi se desborda, como la mía, que acabo de cerrar esta noche. Solo puedo decir gracias y hasta pronto. 

domingo, 13 de septiembre de 2015

YO INVENTÉ LA BOCA


Un sacerdote amigo de mis abuelos me comentaba hace unos meses algo sobre Quinquela Martín, un tipo serio, sobrio, inteligente y afable. Decía que en su casa-estudio con vistas al Riachuelo y al trasbordador de La Boca solo había -además de los utensilios de pintura- una cama de madera y un parco crucifijo de madera. Coincidieron en muchos asados-me decía-, y nunca comía nada, solo tomaba whisky con hielo.

            Quinquela Martín solía afirmar medio en broma medio en serio, que el inventó La Boca, y un poco así fue, la visión onírica del barrio porteño, el de los colores abarrotando las calles y las paredes de las humildes casas, nació de su cabeza, no existían, eran de color metálico o metálico oxidado, como siguen siendo hoy, si te separadas de la zona turística y entras en el barrio de verdad, donde viven las personas ajenas al negocio del turismo y el suvenir. 


            Por suerte su labor no ha sido olvidada, tal vez los mejores museos del continente no atesoren un gran número de sus obras, que no aparezcan en los principales manuales de arte, o que los coleccionistas asiáticos no se maten por cubrir de guita sus obras, pero están ahí, y en Buenos Aires en , y en La Boca en particular es un mito que se aparece sonriente en cada esquina. Por muchos que se lo nieguen es cierto que el inventó La Boca, y que La Boca agradecida le inventó a él, y lo hizo inmortal. No hace mucho, no recuerdo si en la fiesta del barrio o en una efeméride del pintor, los jóvenes, niños y no tan niños, se dieron cita en los alrededores de la escuela Pedro de Mendoza para pintar el barrio, para decorar la zona donde vivió Quinquela con los colores con los que él vio y representó el barrio. Un bonito homenaje de su gente que aún se atisba hoy en el suelo y algunas paredes después de muchos meses. Junto a la escultura que lo mantiene erguido y presente, tanto física como intelectualmente, pues a su figura se añade la siguiente leyenda: A todo hombre que sueña le falta un tornillo. Este tornillo no los volverá cuerdos; por lo contrario, los preservara contra la pérdida de esa locura luminosa de la que se sienten orgullosos.

Tumba de Benito Quinquela Martín en el cementerio de la Chacarita.

sábado, 12 de septiembre de 2015

UN PASEO POR ROSARIO


           Fue un viaje inesperado, por la visita a la ciudad y por lo que me llevó allí. Llegué a la estación de ómnibus rosarina para un encuentro, aunque más bien pareció un recuentro. Al poco de bajar del vehículo conocí a mi prima, una prima tercera, descendiente de un familiar que se vino a la Argentina en 1912. Ciento tres años después la familia se reencontró de nuevo, y a pesar de no conocernos, de solo saber del otro desde una semana antes, el encuentro fue como volver a ver a una persona con la que has compartido mucho; tiempo, ideas, gustos, aficiones, pensamientos…

            Busqué el rastro de sus descendentes cuando llegué aquí, visite el archivo de la inmigración y el archivo de los mormones de La Plata-ellos guardan el mayor número de información de todos aquellos que vinieron desde Europa a buscar una vida mejor-, pero nada. Pero de pronto, un día sonó un timbrazo en una casa de un pueblo zamorano, unos días después un email voló desde Buenos Aires a Rosario, y en una semana, Rosario fue el lugar de encuentro para unir a las dos partes de la familia, la tercera generación. Nuestros mayores nunca se olvidaron, los que se vinieron a Argentina, recordando con tristeza sus raíces. Los que se quedaron preguntándose qué habría sido de sus parientes. Hace unos días por fin pudimos poner en relación las miradas de ambos lados. Un homenaje a nuestros mayores que no pudieron hacerlo.


            Creo que aún nos soy consciente de todo lo que esto ha significado para mi vida, para mi futuro, para mi relación con un país que ya antes de ello me había acogido con los brazos abiertos. Apenas fue un fin de semana, pero fue mucho más, fue un punto de partida que se fraguó a base de charla-volví casi sin voz-, de paseos por la maravillosa ciudad que se eleva junto al río Paraná, y del disfrute gastronomía del lugar. Me sentí integrado en el lugar, en su entorno, con su gente, volví agradecido, feliz, con ganas de más. Con ganas de recuperar para mí y para los mío, los ciento tres años perdidos entre la brisa del océano Atlántico. 

viernes, 11 de septiembre de 2015

LA FLOR DE BARRACAS



             Llegué a esa zona del barrio una tarde soleada de invierno, la claridad del cielo bonaerense suele engañar, da la cara limpia y serena, pero en el fondo esconde viento frío y humedad, una mezcla que te deja helado en cuanto pasas una hora en la calle. Esa tarde Buenos Aires volvía a mentir compulsivamente.

            Caminé hasta la zona baja de Barracas buscando una localización para colocar una pensión venida a menos, pero segura ante los ojos de la policía-de la cana dicen aquí-, para algo que estoy comenzando a escribir. Me acerqué hacía las viejas vías del tren Roca, entre el tramo que va desde Plaza Constitución hasta la vieja estación de Hipólito Yrigoyen. Lo encontré pronto, una esquina apenas construida, o mejor dicho, construida y casi derruida frente a las vías, mirando al puente por el que no dejan de pasar camiones cargados con contenedores, día y la noche. La zona está enmarcada por algunos grandes edificios que solo muestran su esqueleto, y que seguramente queden así de por vida. La burbuja inmobiliario o la crisis les pilló a medio camino. El barrio parece desmadejado en ese punto, pero tiene un toque que muy pocos otros lugares de Buenos Aires tienen.

            Me gusta el lugar me digo, hago algunas fotos y paseo alrededor del lugar donde voy a colocar la pensión. Al rato me doy cuenta de que justo enfrente del lugar, al otro lado de la calle Suárez, se abre un viejo café, uno de los de toda la vida, me acerco curioso, me asomo y entro. Se llama La Flor de Barracas, el lugar es fantástico, recoge toda la tradición de los primeros cafés del barrio y de la zona sur de la capital porteña.


            En lo primero que me fijo es en el suelo, de baldosa antigua de aquellas pintadas a mano y después cocidas individualmente, al estilo portugués, con dibujo geométrico a colores, perfecto. La barra de madera impecable, y el fondo, con una estantería totalmente cubierta de botellas de licor.



             Decido sentarme en una de las mesas que están junto a la ventana, enfocada hacía el solar que no hace mucho estaba observando, pido un café y mientras la chica sonriente que atiende las mesas me lo acerca, voy tomando unas notas en una libreta que siempre llevo en el bolsillo. Pero de nuevo miro el interior del local, techo alto, mesas rectangulares de a cuatro y sillas clásicas de madera. El café esta bueno, a pesar de que los cafés bonaerenses me siguen pareciendo aguados. Junto al vaso de sifón y la taza de café, otro vaso de cristal, en su interior un ramillete de flores violetas naturales, lo que da un toque diferente al lugar.

            De pronto, allí sentado lo veo, desde donde estoy se ve perfectamente la futura puerta de la pensión extra radial, y donde se esconderá algo que mi personaje protagonista debe encontrar. No lo dudo ni un momento, la silla que yo ocupo en ese momento la ocupará mi protagonista, y desde ella vigilará la entrada y salida de la gente del edifico que se encuentra en frente. Me lo imagino allí sentado, casi aterido de frío, esperando calentarse las manos y las entrañas con un café caliente y un par de medias lunas de grasa. El día naciendo desde el Riachuelo y los niños llegando escandalosos al cercano colegio de la normal.

            Salgo, al igual que hará él por la puerta principal, cruzo la calle sin buscar el paso de cebra, esperando que me dejen el paso expedito los camiones cargados con contenedores y me planto en la otra vereda, donde una ventana tapada se convertirá en una puerta vieja, tras de la cual se elevarán dos tramos de escalera. Sin duda una tarde bien aprovechada. 


jueves, 10 de septiembre de 2015

CANILLITAS PORTEÑOS



           El uno de enero de 1868 se escuchará por primera vez en las calles de Buenos Aires unas voces que sería inconfundibles con el paso del tiempo, la de jóvenes niños que ofrecían el título de un diario. El periódico era La República, fundado por Manuel Bilbao, que a la vez, sin darse cuenta creaba una nueva forma de entregar la prensa, una forma mucho más directa y mucho más rápida, pues hasta entonces los periódicos solo se venían por suscripción, y los lectores los leían con retraso, o debían pasarse directamente por la imprenta para recogerlos y leerlos en el día.

            Poca gente no habrá visto alguna de esas viejas películas norteamericanas o inglesas donde un niño, con la cara sucia y una visera raída, ofrece las últimas noticias del periódico de la tarde en medio de una calle atestada de personas que van y vienen. Pues esos vendedores de periódicos, tuvieron su germen en los canillitas porteños. Que por cierto, en 1868 vendían cada periódico a un peso.

            Hoy los canillitas a la vieja usanza han desaparecido, en realidad desaparecieron cuando se crearon los quioscos de prensa, esos lugares en donde cuando no existía la televisión y muy poco gente tenía un aparato de radio, se daban cita los ciudadanos para enterarse  de las ultimas noticias, de los últimos resultados deportivos, o para ver como avanzaban las guerras propias y ajenas. Evidentemente todo eso solo era una excusa más para juntarse con sus semejantes y charlar, contraponer sus ideas, y en ocasiones acabar a trompadas para defender su punto de vista.


            Hoy en Argentina la palabra canillita se sigue utilizando, con ella se describe a las personas que viven de vender prensa, sea en quiosco de la calle, en una esquina, o en tiendas de fotocopias y librerías, pero poco o nada se parecen a los canillitas originales. Aquellos eran normalmente niños huérfanos o sumergidos en la pobreza, que repartían periódicos para poder sobre vivir, pero que a parte de ese trabajo tenían algún otro más, pues cobraban una miseria por desempeñarlo. En realidad hay algunas cosas que no han cambiado tanto. 

miércoles, 9 de septiembre de 2015

LA CASA DE LOS LEONES


              Está al principio de la calle Larga, al menos así se denominaba a la actual Manuel Montes de Oca cuando el barrio de Barracas bullía de vida y actividad, y su población estaba cargada de trabajo que nacía a la vera del Riachuelo. Cuando todas los frigoríficos o barracas de carne y cuero se situaban allí. Eran los años grandes para el barrio, durante el siglo XIX, cuando en los alrededores de la calle Larga se levantaban fábricas alimenticias que se harían famosas en todo el país, creando productos que fueron clásicos-algunos lo siguen siendo aún hoy-, pero que con el tiempo se perdieron, como se perdió el viejo barrio; bizcochos Canale, galletas Bagley o chocolates El Águila.

            Pasear por Montes de Oca es como hacerlo por un paseo de nostalgias, un paseo cargado de historia, de vidas y de sueños. Los edificios históricos se amontonan, como la iglesia de Santa Lucía o la cercana Casa Cuna, hoy hospital infantil. Aunque algunos se sujetan de mala manera, a punto de caerse siempre, pero también siempre manteniéndose como buenamente puede, sobreviviendo. Una metáfora más del barrio.


            Como todo viejo barrio de una ciudad con mucha historia y muchas vidas, el antiguo Barracas cuenta con algunas leyendas e historias curiosas. Leyendas que como suele ser costumbre se apoderan de los edificios más llamativos, los más viejos y por supuesto los más interesantes de la zona. Este es el caso de la famosa Casa de los Leones, junto a la vieja Casa Cuna, casi a un paso de la calle Caseros y sobre la vieja estación general Roca de Plaza Constitución. En ese punto aparecería Eustoquio Díaz Vélez -hijo de un héroe militar que había luchado contra los ingleses en las invasiones de 1806 y 1807, y contra los españoles durante la guerra de la Independencia-, un tipo que gracias a las ingentes cantidades de tierras que poesía al sur de la provincia de Buenos Aires, donde llevaba a cabo actividad de hacienda y ganadera, se había labrado un capital que podía igualarse a los Anchorena o a los Alazaga, de los que hemos hablado en algunas ocasiones. 


         Sería en 1880 cuando Eustoquio compró la mansión de estilo francés por su cercanía con el puente Gálvez-actual puente Pueyrredón-, por aquel entonces único puente que cruzaba el Riachuelo, y que le daba rápida salida a sus terrenos del sur. La zona por aquel entonces quedaba lejos de la ciudad, Eustoquio temeroso de sufrir algún robo o asalto en la oscuridad de la noche, decidió usar su amplio jardín para soltar unos animales que protegieran la casa y a la familia. Lo lógico hubiese sido que comprara grandes perros, como acostumbraban a hacer los demás dueños de casonas o quintas. Pero Estoquio, que parece ser era bastante excéntrico y extravagante, hizo que le trajeran tres leones. Los animales eran liberados durante la noche, y se les mantenía en jaulas durante el día, o cuando celebraba fiestas en la casa, evitando así que se produjera alguna desgracia.

            Una de las hijas del dueño comenzó a mantener una relación con un joven, hijo de una familia también dedicada a las haciendas y el ganado. Eustaquio y su mujer Josefa, vieron la relación con buenos ojos, y cuando los jóvenes decidieron caerse, los padres organizaron una enorme fiesta en la casa de Montes de Oca. Como en cada noche que había fiesta, los leones fueron guardados en sus jaulas para preservar la integridad de sus invitados, pero un error humano dejó una de las jaulas mal cerrada, lo que proporcionó que uno de los leones escapara.

            En el momento que el novio tomaba la palabra para agradecer la fiesta a sus futuros suegros, y explicar lo afortunado que se sentía de haber conocido a su hija, el león saltó desde unos matorrales y lo atacó. Mientras todos miraban horrorizados la escena, Eustoquio corrió en busca de una de sus escopetas de caza, para después de cargarla abatir de un certero disparo a la fiera. Para entonces ya era tarde, el novio había muerto bajo las garras del animal. La familia del novio culpo a Eustoquio de la muerte de su hijo por tener animales salvajes en casa, algo que también hizo su hija. Nunca le perdonó a su padre la muerte de su amado, y al no poder curar su dolor decidió acabar con su vida. Desde ese día Eustoquio cayó en una profunda depresión, dejó de visitar sus haciendas y se encerró en su casa.


            En mitad de la depresión Eustoquio decidió sacrificar a los animales, pero llevado por la locura o por el cariño que sentía hacía ellos, optó por sustituirlos por esculturas casi a tamaño natural. Es curioso como una de las esculturas, la que se encuentra justo a la entrada de la calle, representa a un león atacando a un hombre que intenta defenderse sin conseguirlo. A día de hoy, en el lugar que se sigue manteniendo en pie y en perfecto estado de visita, pero en su interior no vive una familia, sino que se ha instalado la Fundación para la vivienda y trabajo. Las historias actuales cuentan que los que allí trabajan suelen escuchar en ocasiones una especie de gritos o llantos, que podrían pertenecer al novio de la  hija de los Díaz Vélez.

            Lo cierto es que los leones están en el jardín, que uno de ellos se encuentra tacando a un hombre, y tal vez pueda ser cierto lo de que los que allí trabajan escuchen llantos y gritos. No puede olvidarse que el edificio está junto al hospital infantil del barrio. Lo que sin duda no puede ser cierto, es que los gritos pertenezcan a aquel novio muerto de forma trágica en la fiesta de compromiso de la joven pareja, pues el matrimonio Díaz Vélez jamás tuvo ninguna hija, sino que sus dos únicos descendientes fueron varones. Evidentemente al no haber hija, no hubo novio, ni cena de compromiso, y es poco probable que un caserón de Buenos Aires, por muy rico que fuera su dueño pudiera tener sueltos por su jardín animales salvajes y carnívoros. Pero que sería una ciudad como Buenos Aires sin leyendas y mitos. 

martes, 8 de septiembre de 2015

BARRACAS EN COLOR



               Uno de los grandes descubrimientos que he hecho en el tiempo que llevo en Buenos Aires ha sido el barrio de Barracas. Cuando llegué me lo describieron triste, desgajado, maltrecho y olvidado. Recuerdo como alguien me lo redactó como gris. A pesar de todo, no tardé mucho en internarme en sus calles. Recuerdo haber llegado a una de las avenidas principales, la de Montes de Oca, que guarda parques y edificios refundados, construcciones que han ido refloreciendo del viejo barrio estancado y hundido conscientemente por políticos y empresarios, para dar después un pelotazo urbanístico,  como he explicado en alguna ocasión.

            Entré desde San Telmo avanzando por la calle Caseros, una de las calles más bellas de la ciudad-al menos para mí-, con edificios del siglo XIX, palacios pequeños o grandes casonas que se alargan casi hasta el final de la calle, como en el caso de la mansión de los leones, que tiene una curiosa historia detrás, que si no les importa dejaremos para otro día.


            Lo cierto es que tal vez por las malas críticas que había oído del lugar, o tal vez porque realmente es un lugar bello, me sorprendió gratamente, y todo eso solo paseando por la zona anterior al barrio profundo, antes de cruzar bajo los puentes de la autovía 9 de Julio, la que parte el barrio a la mitad, y que sirve de frontera antinatural entre el viejo y el nuevo barrio de Barracas, el que está cerca de la modernidad, y el que sigue anclado en el barrio clásico, canchero y arrabalero, que le da un toque que el resto de la ciudad ha perdido totalmente. Un punto que a los que nos gusta la tradición, nos llena de alegría descubrir entre calles que han visto y oído tanto a lo largo de los años. 


               Caminando entre sus calles no solo descubrí cafés antiguos, atados a la memoria, que sirven para recordar lo que fue y lo que es el barrio, la mejor manera-la única tal vez- de que no se pierda el norte y que se sepa de donde se viene, y por ende conseguir atisbar en el horizonte a donde se quiere llegar. Pero también descubrí que el barrio es un lugar lleno de color. Hay muchas calles que tienen sus edifico pintados de colores vivos, como se puede ver entre California y los puentes de la autopista, también totalmente decorados, o en los viejos edificios de la avenida general Iriarte, y que albergan las antiguas parrillas y los centros culturales de la comuna, donde jóvenes y no tan jóvenes acuden a celebrar y a compartir. Otro de los grandes lujos de un barrio a la antigua usanza, en mitad de una gran ciudad, cada vez más grande y más antipersonal.

            Estos colores que llenan la parte más oeste del barrio son de muchos tipos, más clásicos y mucho más modernos. Uno de los colores decorativos más antiguos más antiguos del barrio, son los que decoran la fachada neoegipcia de la logia masónica número 74, la de los Hijos del Trabajo de la calle San Antonio. Muchos más modernos son los colores chillones que desde hace no mucho cubren la vieja fábrica de fósforos del barrio, y que ahora rebautizada como Central Park, alberga en sus locales tiendas de ropa deportiva a bajo coste, mientas que en sus interior diáfano deja espacio para los estudios de artistas argentinos. Uno de ellos era Pérez Celis, fallecido en 2008 y autor de los colores de la fachada, un tipo que además de esta obra al aire libre, también dejó su sello en el cercano barrio de La Boca, pues fue el que decoró por fuera la cancha de La Bombonera.

            Por último, un poco más lejos de los dos anteriores, se encuentra el pasaje Lanín, un espacio artístico a cielo abierto. Un lugar perdido, olvidado, que hasta hace no mucho era solo un espacio sucio bajo las vías del tren Roca, hoy es un espacio listo para que los jóvenes artistas puedan exponer su trabajo y darse a conocer. Fue Marino Santa María el que recuperó este espacio, pero la obra de Santa María no queda solo en este espacio interior, sino que él fue el que colocó la calle Lanín en el mapa artístico de la ciudad de Buenos Aires, cuando hace años decoró todas las fachadas de la calle con colores vivos, alegres y formas sinuosas. Haciendo que la parte del barrio que ocuparon las viejas fábricas, hoy abandonadas, reciba un nuevo hálito de vida, un soplo que sirve para reflotar un barrio que nuca debió haber perdido su esencia.