martes, 30 de junio de 2015

BIBLIOTECA NACIONAL



           La Biblioteca Nacional de la República Argentina es uno de los puntos de cultura e investigación más importante del país. Un lugar al que acudo a menudo para llevar a cabo mi trabajo en tierras argentinas. La actual Biblioteca recibe el nombre de Mariano Moreno, uno de los cabecillas intelectuales de la revolución de Mayo de 1810, que sería el comienzo de la independencia del antiguo virreinato español. Tras esa revolución, se creó una biblioteca en el cabildo de la plaza de Mayo. Desde que en ese temprano año se inaugurara la primera Biblioteca Nacional, esta ha dado muchas vueltas y ha sufrido innumerables cambios, muchos de ellos relacionados con los múltiples golpes de Estado, y gobiernos de facto sufridos en el país del Cono Sur.

            Primero se trasladó desde el cabildo a la calle México, creando un espacio donde se pudiera dar cabida a la innumerable cantidad de volúmenes que iban completando estanterías, creando así una sala de lectura pública para todos aquellos que quisieran visitarla o utilizar sus fondos. Pero ya durante la segunda parte del siglo XX, la Biblioteca Nacional volvió a quedarse pequeña, y en 1960 se decidió utilizar el espacio que había dejado libre el antiguo palacio presidencial levantado entre la avenida del Libertador y avenida las Heras. El lugar, estaba abandonado y destruido después que los militares expulsaran del poder al general Perón. Durante el bombardeo de la plaza de Mayo en 1955, el cual se cobró cuatrocientas víctimas para obligar al presidente a dimitir y dejar paso a los militares, también se bombardeó este lugar, pues era la casa del por entonces presidente. Cuando un año después el militar Pedro Aramburu usurpó el poder a la Junta Militar, alzándose en único jefe del gobierno decidió derribar el palacio ya bombardeado. Su odio hacía Perón y todo lo que él significaba era muy marcado, y no quería consentir que nada que recordara su gobierno o a su persona permanecería en pie, evitando que sus seguidores lo tuvieran como un símbolo del poder derrocado y prohibido mediante decreto por la nueva ley.


           A pesar que la ley para la construcción de la nueva Biblioteca Nacional estaba aprobada, y el proyecto elegido tras un concurso público desde 1960, la primera piedra de la nueva Biblioteca Nacional de la República Argentina no se colocaría hasta 1971. Las obras fueron suspendidas en 1980 tras la llegada de la dictadura militar de ese año, autodenominada como Proceso de Reorganización Nacional. Las obras continuaron en 1982, pero a finales de la década  debieron detenerse de nuevo, pues no había dinero para continuar con la construcción. Finalmente la nueva Biblioteca Nacional fue inaugurada por el presidente Carlos Menem en 1992, después de que en 1990 el gobierno argentino recibiera una fuerte inyección de dinero por parte del gobierno español para poder finalizar la obra.

            El proyecto sufrió muchos caminos según iba avanzando en su construcción, eliminaron elementos decorativos, y sustituyeron materiales de alto coste por otros más baratos pero de peor calidad. Finalmente se decidió apartar a los arquitectos que habían ganado el concurso público, siendo sustituidos por un arquitecto del estado ─cobraba menos, y seguramente pondría menos pegas cuando el gobierno decidiera cambiar el proyecto dependiendo del gasto─. Estos cambios, y sustituciones de última hora han hecho que el edificio que mejor representa la arquitectura brutalista de la ciudad de Buenos Aires, parezca que está a medio terminar. Cuando se inauguró se trajeron los antiguos muebles de la vieja biblioteca de la calle México ─que pasaría entonces a convertirse el Centro Nacional de la Música─, las viejas mesas inclinadas con lámparas clásicas de tulipas verde oscuro, y las sillas de madera tapizadas con cuero rojo, se siguen usando en la sala de lectores del piso cinco, lo cual choca a la vista en un primer momento en comparación con el resto del mobiliario, pero deja un regusto a la historia del lugar y de su contenido. 

            La plaza delantera se usó de jardín o parque abierto, bajo él se encuentran los contenedores de libros ─más de tres millones de tomos─, y de revistas y periódicos ─medio millón─. Con el paso del tiempo esa zona ha servido para cerrar cuentas, y crear homenajes. Allí hay una enorme escultura de tres metros dedicada a Eva Perón ─que pasó la última parte de la enfermedad y falleció en la desaparecida casa del jefe de la nación─, un poco más arriba han colocado un busto de Juan Domingo Perón, en reconocimiento por su ayuda al avance de la cultura, y como recuerdo al último gobernante que vivió en el viejo palacio presidencial. También en las pequeñas plazas ajardinadas más cercanas a la entrada se han homenajeado a escritores patrios. Desde luego las que más llaman la atención son la de Jorge Luís Borges, que además fue director de la Biblioteca Nacional desde 1955 a 1973, y la de Julio Cortázar, inaugurada en agosto de 2014 como homenaje al centenario de su nacimiento. 

lunes, 29 de junio de 2015

LLUEVE EN SAN TELMO


            El domingo amaneció tormentoso. A pesar de abrir de par en par las ventanas metálicas exteriores no entraba ni pizca de luz al interior, haciendo necesario el uso de iluminación eléctrica para hacer vida normal. En el exterior llovía a mares, tanto que era casi imposible ver los edificios del final de la calle, en la esquina de la avenida Belgrano. Observé caer el agua torrencialmente de pie, apoyando el hombro sobre el marco de la puerta de la terraza de la habitación mientras bebía a cortos sorbos el café cortado recién hecho en la vieja cocina de gas. No pasaba nadie por la calle, ni siquiera circulaban coches, tan solo cada cierto tiempo pasaba el colectivo 39 con dirección a Barracas. Los negocios de la calle permanecían totalmente cerrados, incluso el restaurante árabe de en frente, tenía a esas horas de la mañana la persiana de celosía bajada.

            Pasaron varias horas, y después de comer el tiempo comenzó a mejorar, al menos dejó de llover, aunque a cada poco se oía algún trueno que retumbaba en la ciudad aparentemente vacía a esas horas. Tras agarrar mi gabardina y una bufanda fina me lancé a la calle, el viento no era frío a pesar de lo desapacible del día, todo lo contrario, era fresco y agradable, invitaba a no cerrarse la gabardina y disfrutar del paseo sin agobios.

            Como suelo hacer los domingos me dirigí hacía San Telmo, el único barrio no deshabitado en días de fiesta. No me crucé a nadie hasta casi llegar a la Manzana de las Luces ─frente a la legislatura de la ciudad─, ni siquiera al cruzar la normalmente atiborrada 9 de Julio. Paseé un rato por Defensa, donde deberían estar los puestos de recuerdos y antigüedades que tan famoso han hecho entre turistas y naturales, pero apenas una veintena de puestos se desplegaban a lo largo de ese tramo. Los turistas habían decidido quedarse en sus hoteles, o visitar lugares a salvo de la lluvia. Los vendedores lo notaban, cuando llegué a la plaza Dorrego escuché a varios habituales de la zona quejarse de que ese día no habían vendido nada. 
            Pronto me separé de la plaza y empecé a callejear por las calles empedraras y animadas por cafés, pizzerías, parrillas y tiendas, las cuales me recibieron en los primeros días tras mi llegada, cuando me lanzaba a la calle para empaparme de argentinidad. Al girar desde Bolívar para tomar una de las perpendiculares que bajan hacía el río y Puerto Madero, observe lo que se avecinaba. Un enorme nubarrón negro, casi color tizón que sin duda traía agua suficiente para inundar los barrios bajos de la ciudad. Comenzaba de nuevo a caer una llovizna suave, resultaba grato su roce en la cara, a la vez que refrescaba el ambiente, que a pesar de todo era caluroso. Algunos paseantes comenzaron a abrir sus paraguas cuando los adoquines ya brillaban de humedad.

            Apreté el paso hacía mi destino, intentando que si la nube rompía y comenzaba a descargar, al menos pudiera ponerme a resguardo en algún bar cercano y  dejar pasar tranquilamente la borrasca. Pero lo que parecía iba a ser un temporal de los que marcan historia se quedó en nada, la nube negra pasó, y yo seguí con mi paseo, que tras recorrer con tranquilidad Corrientes me llevó a casa. A mitad de camino comenzó de nuevo a pintear, y yo sin saber por qué, recordé un agradable paseo entre las empedradas calles de la parte vieja de Santiago de Compostela, y sin darme cuenta comencé a tararear Chove en Santiago, del grupo coruñés Luar Na Lubre. 

domingo, 28 de junio de 2015

PIZZERÍAS UGI´S


             El que no comió en Ugi´s es porque nunca fue pobre. Tras escuchar esta frase me fui a probar la pizza que muchos porteños siguen consumiendo a diario. Ugi´s es una de la cadena de pizzas baratas más importante de la ciudad de Buenos Aires. Hay más del estilo por supuesto, sobre todo un par de ellas que van creciendo ─Zapi y Fábrica de Pizzas─, abriendo más locales, y haciéndose fuerte en su lícito empeño de robarle cuota de mercado al máximo competidor. Pero Ugi´s fue la original, la primera y la que sigue teniendo más adeptos. 

            Su fundador, un tal Hugo Solís abrió la primera pizzería Ugi´s en 1980, en el micro centro porteño, sobre Rivadavia con Suipacha. Copió la idea de Boston, donde la cadena nació y se distribuyó por todo el estado, de ahí gracias a Solís saltó a Argentina. La idea no fue mala ─de hecho funcionó muy bien─, ofrecer un producto extremadamente típico y muy consumido en la ciudad porteña, pero en este caso a un precio muy ajustado, para conseguir así que todo el mundo pueda comerla. Ese toque de lugar de paso lo sigue conservando en cada una de sus pizzerías, la mayoría solo tienen una barra donde comer rápidamente el producto, de pie y sobre un plato de plástico o cartón. Otros los más céntricos ─como el de Obelisco y el de 9 de julio y avenida de Mayo─, tienen algunas mesas viejas y destartaladas. El local iluminado con fluorescentes está alicatado en baldosas blancas hasta el techo, dentro de la barra se encuentra el máximo representante de la cadena: el horno de piedra. Junto a él, en el interior del mostrador abollado por el paso de miles de personas, dos trabajadores amasan las bases, extendiéndolas después en las bandejas metálicas donde permanecerán hasta que se horneen.

            El producto es muy sencillo, pizzas de muzza (tomate y queso en barra) y fugazza, (tomate, queso en barra y cebolla). La bebida es simple también, gaseosas de cola, naranja y soda, todas ellas de una marca blanca, poco conocida y con mucho gas en su interior. La bebida en su día fue producida por la misma empresa, al igual que las barras de queso. Los refrescos Ugi´s desaparecieron con el tiempo, pero el queso de la marca sigue cubriendo la masa a diario. Últimamente los locales del centro, abiertos cerca de oficinas y lugares visitados por los turistas, también hornean medias lunas por la mañana.

            Al poco de llegar probé las pizzas que se ofrecen en los negocios más conocidos, son parecidas a las que hacen en Estados Unidos, con masa gorda y esponjosa, pero con más queso que las norteamericanas, lo que las convierte en mucho más jugosas, pero muy lejos de las italianas, al menos para mi gusto. Muchos de estos locales aparecen en las guías y se recomiendan en los hoteles, aunque los que más acuden a ellas son los porteños. Estos son unos locales mucho más cuidados, con mejor calidad en sus productos pero también de precios más elevados. Suelo comer a menudo la de Las Cuartetas, Banchero, La Rey, Güerrín, Los Inmortales o Kentacky de Corrientes. En La Americana menos ─de allí prefiero las empanadas salteñas─, y cuando no quiero ir lejos de casa, cruzo la avenida de Mayo y entro en La Continental. Pero estas pizzas no tienen nada que ver con Ugi´s, los locales están mucho más equipados, con una luz más agradable, en ellos trabajan muchas más personas, y desde luego dan sensación de más limpieza. Además, éstos ofrecen muchos más productos y variedad que Ugi´s; empanadas, tortas, tartas, hojaldrados, ensalada de fruta, y sobre todo un producto con el que todos los bonaerenses acompañan la pizza, la fainá ─una especie de torta de origen genovés realizada a base de harina de garbanzos, sal, aceite de oliva, agua y pimienta. Su nombre original en el dialecto genovés es farinata, pero el porteño ha ido adaptándolo a su dialecto─.

            Como digo, probé la pizza de Ugi´s después de escuchar la frase con la que abro el artículo. Me lo comentó ─a la vez que me recomendaba el local─, un hombre de unos cincuenta años en una de las interminables colas del supermercado. Después de informarme un poco creo que el hombre tenía razón. Cuando el país pasaba el peor momento económico de su historia, después del corralito de 2001, la pizzería alimentó a mucha gente que tenía lo justo para pasar el día, ofreciendo la pizza casi a precio de saldo; la familiar de ocho raciones a tan solo un peso con setenta y nueve ─el cambio a euros de aquella época era algo así como unos quince céntimos de euro─. Cuando el precio del peso se devaluó durante los años siguientes, la cadena mantuvo los precios, y eso ayudó a que la gente realmente pobre ─cuyo sueldo casi dejó de existir─, pudiera comer algo caliente y relativamente sano al menos una vez al día. 

            La inflación también llegó unos años después y los precios subieron, más si cabe en Ugi´s, donde sus habituales vieron cómo se pasaba de los diez pesos ─noventa céntimos de euro─ en 2008, hasta los cincuenta pesos ─casi cinco euros─ de hoy en día. A pesar de todo, siguen cobrando la mitad que las pizzerías más conocidas por turistas y bonaerenses, y eso a pesar de que en los últimos años ha perdido clientela y han tenido que cerrar algunos locales, primero porque aparecieron fuertes competidores en su línea de producto, y segundo porque la gente, ahora con más plata en el bolsillo se deja caer por las pizzerías de mayor calidad.

sábado, 27 de junio de 2015

CON CARA DE AGUA


           La avenida de Mayo es, junto a la avenida Corrientes y la 9 de Julio, una de las arterías principales por la que camino, paseo y disfruto a diario. Están muy cerca de casa y es muy higiénico para la mente y la razón perderse entre sus cafés, sus tiendas y sus librerías. Pararse a comprar fruta en la verdulería de la esquina, charlar con la señora que vende prensa dentro de un quiosco destartalado, ojear las viejas ediciones plastificadas de forma rudimentaria en las pequeñas librerías, o tomarse un café en uno de esos locales notables, donde siempre hay un tipo sentado en la primera mesa de la entrada, vestido como los viejos tangueros, un lunfardo tocado con Borsalino de fieltro, pajarita y bufanda blanca, con diminutas líneas de un color más claro marcadas sobre la tela de la chaqueta y los pantalones, casi tan finas como el bigotito que se deja crecer sobre el labio superior. Es un tipo curioso, lo observo a diario, tanto cuando tomo café en el lugar, como cuando paso por la puerta, ahora tiene que salir a fumar a la calle, pero ni por esas pierde la forma, la chulería arrabalera ─casi peligrosa─ de otra época. Da la imagen de aquellos viejos galanes ─seguramente lo fue a pesar de su desgastado aspecto de hoy─, que sentados solos en una mesa apartada del local donde se baila tango con orquesta, bebe ginebra y observa a las damas que han ido a la parte de Riachuelo a buscar garufa, para después, elegida la víctima lanzarse a invitarla a bailar, a beber y a buscarle las vueltas hasta donde ella se lo permita. 
En la zona hay una vista que me encanta, aparece tras tomar la avenida Callao desde Corrientes, para desembocar después en la plaza del Congreso y enfilar la avenida de Mayo. Al llegar a mitad de la plaza, más o menos en donde se encuentra la marquesina de los cines Gaumont, puedes con una sola ojeada ver el final de la plaza, con los árboles y sus esculturas, además de los primeros edificios de la avenida. Entre ellos resalta sin duda la fachada del Barolo, y tras ella, como escondida se deja aparecer la parte alta del edifico de los ministerios de 9 de Julio, donde cuelga el retrato combativo de Eva Perón, enmarcando el lugar y la vista.
Cuando entré esa tarde en la avenida de Mayo la luz cambiaba, llevaba todo el día cayendo agua de forma intermitente, las nubes cubrían el cielo como si fuera a caer el diluvio universal, y después, de pronto salió el sol e iluminó la ciudad a parches, como eligiendo el sol donde quería, y donde no, reflejarse. Eso sí, siempre con una cara de agua que avisaba a los paseantes de que o está espabilado, o sin duda no tardará en mojarse.

viernes, 26 de junio de 2015

UNA CASONA JUNTO AL RÍO DE LA PLATA


          Vi una vieja foto suya al poco de llegar a Buenos Aires, era una de esas color sepia con un borde fino en blanco, ajada por el paso de los años y doblada en la esquina derecha superior. La encontré en una de las sobrecargadas cajas de imágenes, fotos y postales que se encontraba en la estantería del fondo, en una de las numerosas tiendas de anticuarios que hay en el barrio de San Telmo, abierta entre una parrilla y el viejo mercado del barrio. Me llamó mucho la atención su estructura, su fisonomía como de otro tiempo, como de otro lugar muy alejado. Al primer vistazo me pareció uno de esos museos marítimos con restaurante temático, esos típicos lugares de la región de Nueva Inglaterra, donde puedes comer mejillones en salsa de cebolla y pan de centeno mientras observas un lago en Vermont, o el amplio océano atlántico desde New Hampshire.

            Pregunté que era ese edificio al hombre que se sentaba tras el pequeño velador que hacía las veces de mostrador, el dejó a un lado el mate que estaba cebado con parsimonia y agarró la vieja foto. Tardó una milésima de segundo en contestar; es el Club de Pescadores de la ciudad, che. Tras ello tomó un papel que tenía sobre unos libros y apuntó una dirección, después me pasó el papel apremiándome a visitarlo. Es un lugar muy curioso añadió. Salí de la tienda con la dirección entre papelada en las hojas de un libro de historia argentina que había comprado esa mañana, y entré en la parrilla colindante.

            Pasó el tiempo, y no volví a acordarme de la antigua foto en sepia hasta mucho después. Una tarde, revisaba el viejo libro para contrastar datos sobre un artículo de historia argentina que preparaba para una revista gaditana, y al abrirlo saltó sobre mí un pequeño papel. Cuando lo recogí del suelo vi la dirección escrita en él y recordé el viejo caserón. Aparte el papel sobre la mesa y terminé el trabajo, al día siguiente mientras tomaba el café de la mañana busqué la dirección en el mapa con el que me hice nada más llegar en una librería de La Plata, después de dar con el lugar me lancé a la calle. Tomé un colectivo en 9 de Julio y descendí en el parque 3 de Febrero, junto al planetario Galileo Galilei en pleno barrio de Palermo.


             Comencé a caminar por la avenida Sarmiento, dejando el parque con el planetario a la derecha, avanzando sobre la vereda que se topaba con la línea de tren general San Martín y la autopista Illia. Tras cruzar dos túneles y una viaducto me planté al otro lado de calle, justo donde se abre la puerta del aeroparque Jorge Newbery. Tuve que bordear la pista de despegue del pequeño aeropuerto por un camino a veces asfaltado, otras veces con losetas rotas o movidas, y en otros casos en tierra con enormes altibajos y soportando el sol aún potente del otoño austral. Mientras recorría el camino que me separa de la Costanera Norte, al menos cinco aviones de las Aerolíneas Argentinas pasaron sobre mi cabeza.
            Tras más de una hora de caminata, y después de cruzar una nueva carretera de doble sentido por donde pasaban a toda velocidad enormes camiones cargados con contendores que descargan del cercano puerto, conseguí situarme junto a la puerta de la vieja casona. La caminata valió la pena, la imagen en blanco y negro se representaba ante mí a todo color, con un cielo claro al fondo y la luz única que muestra el terroso y semisalado Río de la Plata. Me acerqué a la garita de entrada, allí un hombre mayor  vestido con chaleco de pescador y una gorra con la bandera argentina a un lado, y la silueta de las Islas Malvinas en el centro me atendió calurosamente ─supongo que era el primer visitante del día─. El hombre además de dar información vendía todo tipo de complementos para pesca; anzuelos, carretes, sedales de diferentes grosores, cebos de silicona, plomos, pequeñas boyas de vivos colores…
            Al entrar vi un hall lleno de fotos de pescadores situados en ese mismo lugar, muchos de ellos sujetan ejemplares de gran tamaño, otros trofeos, incluso había como en casi todos los sitios clásicos de la ciudad, una foto de Carlos Gardel visitando el establecimiento. La casona en su interior recuerda a las grandes viviendas coloniales que los españoles que hicieron las américas al final del siglo XIX, se construyeron  a su vuelta sobre la costa cantábrica; todo construido en madera, perfectamente mantenida, de altos techos que hacían que el lugar estuviera fresco ─casi frío─, a pesar del bochorno del exterior. 
            Saqué un ticket de diez pesos para visitar el acuario interior, un lugar que me resultó bastante agobiante, la sala era de un tamaño muy pequeño, en ella se situaban decenas de acuarios ocupados por todas las especies que viven en el río sobre el que está construido el caserón. Algunos de los ejemplares eran tan grandes que apenas podían moverse dentro de su cárcel de metacrilato. La sala daba una sensación bastante tétrica, totalmente a oscuras y tan solo iluminada por la luz acuosa de las lámparas verdes y azules que salían del interior de las peceras. La frescura que sentí a la entrada, se había convertido en un calor húmedo que apenas me permitía respirar con tranquilidad. Recorrí rápidamente la sala hasta volver al hall, cuando conseguí volver a respirar con profundidad me acerqué a la parte trasera del edificio, allí encontré un pequeño café con sillas de mimbre sobre el muelle ─únicamente para los socios me advirtió un circunspecto vigilante─. El muelle estrecho y largo donde se practicaba la pesca se internaba durante centenares de metros en el río, todo construida en madera, de nuevo al más puro estilo de las ferias marineras de algún condado de la región noreste de los Estados Unidos. A esas horas apenas había un par de personas tomando el sol sobre los listones de madera, por lo que cogiendo fuerzas, volví a arrastrar mis pies por el calor bonaerense y me dirigí de vuelta a la ciudad, buscando la sombra de los frondosos árboles del parque 3 de Febrero.

jueves, 25 de junio de 2015

LA ÚLTIMA DESPEDIDA DEL MOROCHO



Se cumplen hoy ochenta años del accidente aéreo que acabaría con la vida de Carlos Gardel, y con la de otras dieciséis personas en el aeropuerto colombiano de Medellín. El cantante había hecho una escala reglamentaria en el aeropuerto Las Arenas de la ciudad colombiana en mitad de su gira latinoamericana de 1935, en el momento del despegue, el avión trimotor Ford de la empresa Saco, desvió su recorrido y chocó con otro avión similar de la empresa alemana Scadta, que esperaba su turno para despegar. Inmediatamente los dos aparatos se convirtieron en una bola de fuego, el Rey del Tango murió carbonizado dentro de la estructura metálica de la pequeña aeronave.

           El cuerpo del Morocho fue enterrado en el cementerio de San Pedro de Medellín, a pesar de los intentos de la familia por llevarlo a suelo argentino. Su albacea, Armando Delfino, lo intentó por activa y por pasiva pero no consiguió nada, chocando una y otra vez con la burocracia. Pero cuando parecía imposible que el cuerpo de Carlos Gardel descansara en el país donde creció y se hizo famoso mundialmente, la situación política argentina dio un vuelvo dramático, algo que beneficiaría la empresa del albacea.

            Prácticamente un mes después del fallecimiento de Gardel, al gobierno argentino le estalló un enorme escándalo en mitad de las narices. El gobierno del país acababa de firmar el controvertido tratado Roca-Runciman ─que permitía el comercio de carnes argentinas con EE. UU y Reino Unido─, un acuerdo cuestionado y criticado por la oposición política. El revuelo suscitado en el país fue de alto grado, tanto fue así que el 23 de julio de 1935, y en mitad de la cámara del Senado alguien disparo tres veces sobre Lisandro de La Torre, el líder de la oposición, y una de las voces más discordantes con el tratado. El sicario falló, y las tres balas se hicieron hueco en el cuerpo de Enzo Bondadehere ─compañero de partido del opositor─, dejándolo listo de papeles en el acto. El escándalo en las calles fue mayúsculo, amenazaba con costarle el gobierno al partido que estaba detrás de la firma del contrato, y seguramente del tiroteo en la cámara senatorial. Inmediatamente el presidente Agustín P. Justo y el director del diario Crítica decidieron trazar un plan, crear una cortina de humo que tapara el escándalo del convenio y el asesinato. Fue entonces cuando el gobierno ─apoyado por la prensa─, decidió ayudar a repatriar el cuerpo del malogrado tanguero. Así se lo hicieron saber a la familia y a todo el pueblo, que lo acogió con gran júbilo, dejando ya un poco de lado las protestas por las mafiosas formas de hacer política que tenían sus representantes. Eso sí, el presidente y el periodista urdieron un plan que no se haría público; el cual consistía en extender lo máximo posible el viaje del cuerpo desde Medellín a Buenos Aires, y de paso ir dando buena cuenta del traslado, mediante grandilocuentes artículos de prensa ─como ven la corrupción y la desfachatez de los gobernantes y de la prensa paniaguada no es un invento moderno─. Consiguiendo así que la cortina de humo fuera lo más espesa y opaca posible, distrayendo lo máximo la atención de los habitantes de un país que veían como un triunfo común la vuelta de su estrella a casa.


            Mientras se consiguieron los permisos y se arreglaban los papeles la prensa solo hablaba de Gardel, la noticia del tratado y del asesinato había quedado en un segundo plano. Finalmente el 18 de diciembre de 1935 el cuerpo de El jilguero de las Pampas fue exhumado del cementerio colombiano, y preparado para partir con dirección al puerto de Buenaventura en el primer tren de la mañana. El doble féretro metálico donde descansaba el Morocho, fue colocado en el interior de un tercero realizado en zinc, asegurando así las medidas higiénicas en su traslado. Finalmente los tres descansaron en un cuarto de madera. Aún nadie ─o casi─ lo sabía, pero el viaje iba a ser largo, muy largo.

           Cuando el ferrocarril que cargaba el cuerpo del cantante y todas su pertenecías llegó a la ciudad de La Pintada no pudo avanzar más, se habían terminado las vías. Los restos y objetos de Gardel fueron subidos entonces a dos berlinas, que continuarían camino hasta la localidad aún colombiana de Valparaíso. Aquí comenzaría la verdadera odisea del cuerpo del cantante de tango. La carreteras se había terminado, la berlina no podía seguir adelante, y el cuerpo se acopló a unas mulas de carga que cruzarían la montañosa geografía de Colombia.
          Así siguió su camino, acompañado de un grupo de personas y periodistas, que relataban todas las vicisitudes y etapas del viaje, lo que hacía mantener a los habitantes argentinos en la intriga de lo que pasará mañana, sin saber a ciencia cierta cuando llegaría por fin su ídolo a la ciudad que tanto lo esperaba, y que gracias a la manipulación de la prensa tanto lo necesitaba. El 20 de diciembre la prensa local anunció que el cuerpo ya estaba en Caramanta, donde la población había decido darle un homenaje y velar su cuerpo durante la noche. Esto era algo muy habitual en el camino, la mayoría de los pueblos y ciudades por las que pasaba el Zorzal Criollo querían rendirle el último homenaje, y montar una capilla ardiente donde los pobladores de la zona le pudieran dar el último adiós. Incluso algunas poblaciones como Supía o Marmato, pidieron a los encargados del traslado que se salieran de la ruta establecida para llegarse a su pueblo, y así unirse a las exequias por Gardel. Por supuesto estas peticiones fueron atendidas, y el cuerpo calcinado del cantante siguió la ruta demandada, dilatando la llegada a Buenos Aires, y con ello aumentando el número de artículos periodísticos sobre el periplo, enganchando más a los ciudadanos a la historia y volviendo más persistente la cortina de humo sobre el tema político.



         Finalmente tras muchas vueltas el cuerpo llegó a Pereira, donde retomó el viaje en ferrocarril hasta el puerto de Buenaventura, allí tomaría el vapor Santa Mónica hasta Nueva York donde llegaría el 29 de diciembre de 1935, previo escala en Panamá. En Nueva York el féretro pasaría diez días, los necesarios para que toda la ciudad que lo vio triunfar y resplandecer en vida se despidiera de él. El 7 de enero ya de 1936, sería embarcado de nuevo en el vapor Panamerica, que haría escala en Río de Janeiro y Montevideo ─aquí descendieron el cuerpo de nuevo para homenajearlo─ llegando por fin el 5 de febrero a Buenos Aires, donde los esperaban ─según las crónicas periodísticas─, más de cuarenta mil personas. Éstas asistieron en silencio al largo proceso del desembarco ─ayudado por una grúa─ de la caja con los restos mortales de Carlos Gardel
          Inmediatamente el multitudinario cortejo fúnebre partió camino del Luna Park ─al que The New York Times describía como el estadio cubierto más grande de Sudamérica─, y donde sobre el viejo ring del estadio de Corrientes lo esperaba el mayor velorio del camino. Allí pasaría la noche,  al día siguiente su cuerpo sería trasladado al cementerio de La Chacarita, donde sería enterrado en el Panteón de los Artistas. Durante todo el recorrido, la multitud que lo acompañaba no dejó de entonar las canciones que habían hecho famoso al Morocho del barrio de Abasto. 

         Pero aun así no pudo descasar en paz, pues en diciembre de 1936 fue exhumado por segunda vez ─casi un año después de la primera─. Las autoridades habían decidido asignar a los restos de Carlos Gardel una doble parcela en ese mismo camposanto, donde pudiera recibir todos los homenajes que sus seguidores tuvieran a bien ofrecerle. Finalmente, el 7 de noviembre de 1937 se inauguraría la nueva tumba del cantante más importante de Argentina, donde reposa bajo una enorme escultura que lo representa a tamaño real, sonriente y socarrón. Por supuesto, del cuestionado tratado comercial de la carne argentina, y del asesinato del opositor en el interior del senado bonaerense no se volvió a hablar.




miércoles, 24 de junio de 2015

LUSTRE Y BETÚN


            Hace no muchos años que en España parecieron extinguirse, perderse en la lejanía de los tiempos y las brumas de la memoria. En los años de bonanza los limpiabotas fueron uno de esos oficios que desaparecieron, que no eran dignos de una sociedad avanzada, hija del nuevo siglo y de los prósperos tiempos. También desaparecieron ─o casi─ los zapateros remendones, casi nadie arreglaban sus zapatos, simplemente los tiraban y compraban otros. Lo mismo ocurría con las modistas, o las personas que arreglaban la ropa que había quedado pequeña o grande, que pasaban de hermano mayor a hermano pequeño y era necesario adaptar a cada cuerpo, y que ya no eran necesarias. Las épocas de vacas gordas son así, para que arreglar o adaptar si se puede tirar y comprar de nuevo. 

            Eran oficios que a las nuevas generaciones les sonaban raros, extraños, para que sirve un limpiabotas en la época de las zapatillas deportivas, de las botas de plástico o de las sandalias de silicona. Para que quiero un zapatero que me recomponga el calzado, si las tapas, las suelas, o los filis me cuestan más que comprar otros nuevos en una de esas tiendas ─todas iguales en la geografía mundial─, que se abren en cualquier centro urbano, o macro centro comercial y que venden barato y bonito ─supongo─. Pero desde luego no bueno.

            Los limpiabotas fueron al igual que los serenos, o los barrenderos que baldeaban las calles con agua durante las madrugadas, un ejemplo de la idiosincrasia y alma de las grandes ciudades españolas. Por mi edad no conocí a los serenos, aunque he oído múltiples historias sobre ellos, sobre todo las que mi padre me cuenta de Pelayo, el sereno de origen asturiano que rondaba las calles adyacentes a Fuencarral y Hortaleza en Madrid, y al que a ciertas horas de la madrugada era necesario ayudar a abrir las puertas, pues los vahos del anís y el coñac que usaba para entrar en calor, hacían que se le agitara el pulso, duplicándole las cerraduras.



           Al que si llegué a conocer y tratar, fue al que posiblemente sería el último cerillero y limpiabotas de Madrid, el último de Filipinas del negocio. Trabajaba a diario en el Paseo de Recoletos madrileño, dentro del Café Gijón, tenía el puesto montado sobre la pared que se encontraba a la derecha según entrabas en el local, en el mismo sitio donde tras su jubilación se colocó una máquina de tabaco ─por aquel entonces se podía fumar en cualquier lugar─, hoy no sé qué ocupará su lugar. Se llamaba Alfonso, de origen leones, hijo de un republicano asesinado en la guerra civil. Desde muy niño se había buscado la vida como buenamente podía, pero antes de cerillero sobre todo había sido ferroviario. Después de nombrar su antiguo oficio, creo que no es necesario aclarar que era anarquista por convicción y ateo casi militante. Un tipo poco hablador, un tanto huraño, sobre todo con los que se dejaban la puerta del café abierta tras entrar o salir del local ─repetía tanto la frase; las puertas están para cerrarse, que hasta Mingote le dedicó una viñeta que hoy cuelga sobre la barra, junto a la dichosa puerta─, pero que bajo esa capa de rezongón escondía una gran persona. Siempre vestido con mono de trabajo azul oscuro ─de Drill─ y botas marrones de piel vuelta, conservaba junto al mueble donde vendía tabaco ─suelto y en paquete─, y lotería nacional, la caja de madera con el sujeta pies en goma negra, y la banqueta para lustrar los zapatos de los clientes que se lo demandaran. Alfonso se jubiló hace años ─creo que ya falleció─, y cuando se fue, su lugar además de la maquina expendedora de tabaco lo ocupó un pequeño retrato con su imagen, llevado a cabo por el mismo pintor que ha realizado los retratos de los grandes hombres de las letras que han pasado por el café madrileño, y que decoran el restaurante de la plata baja del café, y las paredes de la cervecería del Gijón en la calle Almirante. Bajo la pintura una placa colocada por sus amigos en la que se puede leer: Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida Alfonso; cerillero y anarquista
            Ahora parece que con la nueva crisis económica, los viejos oficios, perdidos que no olvidados, vuelven a hacerse con un puesto en nuestra sociedad. Cada vez hay más tiendas en las que se arregla ropa, cada vez más zapateros ofrecen sus servicios, y de nuevo aparecen en las puertas de los cafés y en las esquinas de las amplias avenidas los limpiabotas, y no solo en Buenos Aires, pues al final del pasado año ─la última vez que paseé por el centro de Madrid─, volví a ver a los limpias en sus lugares clásicos de la Gran Vía; la puerta del Palacio de la Música y el viejo cine Avenida, que albergaba la sala de fiestas Pasapoga.
 Recuerdo mucho a Alfonso cuando cruzo avenida de Mayo, o paseo por la calle Florida y veo a los limpiabotas ─los del lustre les llaman aquí─, que se ganan la vida sacando brillo a las pocas botas y zapatos que hoy andan por las calles bonaerenses, doblando con parsimonia sus trapos oscurecidos por el betún, y preparando sus tarros de cera y crema para el próximo servicio, el cual, por desgracia para ellos y para la memoria comunitaria cada vez tarda más en llegar. 

martes, 23 de junio de 2015

GUAJIRA AFROCUBANA EN SAN TELMO


            Las calles del barrio porteño de San Telmo tienen un punto cosmopolita que no llegan a igualar el resto de los barrios de la ciudad, por muy modernos que sean, por muchos lujos que tengan, o por muchos locales de moda que se abran en sus calles. San Telmo es un barrio con identidad y con sabor, con gusto. Algo que puede quedar un poco oscurecido en un primer momento, tras una primera impresión, por la dejadez de sus calles y veredas, tal vez por la cantidad de suciedad que se acumula en ciertos lugares, con más basura y desechos en la calzada que en el interior de los contendores.

            Muchas casas y edificios están abandonadas, o lo han estado hasta hace no mucho, lo que ha dado al barrio un toque decadente pero sin hacerle perder personalidad ni vistosidad; un ejemplo magnifico es el patio provinciano, un enorme edificio abandonado, desvencijado y lleno de grafitis tanto en su interior como en su exterior, que los domingos se llena de vida, música, baile, cultura indígena, literatura y alegría. Hoy el barrio vuelve a crecer, los edificios que hace unas décadas ocupaban estudios y casas de escritores, pintores, músicos… los empiezan a ocupar estudiantes, artistas originales, nuevos músicos, recientes y jóvenes familias que comparten las calles con hostales y albergues juveniles, que llenan la zona de caras joviales y miradas vivas a diario. Personas que se paran frente a las viejas paredes llevas de grafitis, y pinturas realizadas por artistas locales de la misma manera que visitan las tiendas de antigüedades, o se detienen ante la vidriera de la tienda de zapatos realizados a mano que se ofrecen a precios módicos.

Los nuevos locales, cafés, restaurantes, cervecerías, vuelven a llevar los vientos porteños de la bohemia clásica hacía las calles empedradas ─aunque bajo esos adoquines, como en los parisinos del 68, tampoco hubo nunca arena de playa─, del viejo barrio. Las calles más allá de la famosa y concurrida plaza Dorrego huelen a pizza recién cocinada, a empanadas salteñas picantes con aceituna verde con hueso en su interior, a asado y bondiola al punto en la parrilla al paso de Chacabuco, a café recién molido servido con galletas de manteca y alfajores, o a pan amasado como toda la vida, y acabado de depositar en las estanterías de madera de la vieja confitería La Vienesa, en plena calle Bolívar.

En todo esto se van deleitando tus ojos, tu olfato y posiblemente tú gusto, cuando de pronto, al volver una esquina te sorprende a lo lejos una música animada, una melodía de sabor caribeño, que  se disputa el dominio sobre milongas y bandoneones más allá de la intersección que hace la calle Defensa con la calle México. En el escenario improvisado un tipo que se autodenomina africano de nacimiento y pasión, interpreta una guajira cubana mientras improvisa la letra, canta desafinadamente pero lleno de sabor ─como reconoce mientras muestra su blanca sonrisa─. Entrar en San Telmo una primera vez y salir defraudado es muy probable, pero repetir y no salir fascinado es imposible. 

lunes, 22 de junio de 2015

LUNA PORTEÑA


             A veces vivir en una gran ciudad, con numerosas luces, brillantes anuncios y coloridos carteles publicitarios nos evade de la contemplación, o del atisbo de elementos que siempre están ahí, componentes del mundo que nos acompaña a diario sin que nosotros nos inmutemos por su presencia, aunque a veces la polución y la contaminación lumínica nos los hurte por un tiempo indeterminado.

            Hacía tiempo que no veía la luna y el astro que brilla con gran intensidad bajo ella ─me comentan que seguramente pueda ser Venus, la astronomía no es mi fuerte─, en ocasiones porque paseo mirando a las personas, las veredas, los edificios y los negocios abiertos ante mí, como si no existiera nada más allá del fin de lo creado por el género humano, otras porque las múltiples contaminaciones que nacen y se reproducen sobre una ciudad tan descomunal como es Buenos Aires las ocultan.

            Pero anoche mientras volvía a casa cruzando el centro de la ciudad, justo en la intersección de la Diagonal Norte, con Corrientes y 9 de Julio, volví a verlas, tal vez volví a mirar al cielo, tal vez la tranquila situación que vive el domingo el centro de la ciudad invitaba a dejar el suelo, apartar las múltiples publicidades a un lado y levantar la vista sobre la bóveda celeste ─o negro azabache de la noche─, y ver sobre la punta del Obelisco la media sonrisa marmolea de la luna, acompañada del fulgente resplandor de la estrella más brillante de la noche.
            Supongo que hay veces que por muy importante que sea la ciudad en la que vives, por muy famosa que sea la avenida por la que caminas o  el barrio en el que habitas, es necesario evadirse del ruidoso desorden creado por el ser humano y por su locura, para fijarse en el caos perfecto y ordenado del universo, el cual nos observa y mantiene, aunque nosotros en ocasiones valoremos más los anuncios de un refresco de cola, o de un coche alemán que se reflejan sobre el Obelisco y los edificios de la avenida Corrientes.

domingo, 21 de junio de 2015

YA ESTÁ AQUÍ



            Hace unos días hablaba del uso y estado de varias estatuas, o grupos escultóricos regaladas por numerosos países a la ciudad de Buenos Aires; en él comentaba como unas están olvidadas, dañadas y casi escondidas en avenidas poco transitadas e incluso peligrosas de Buenos Aires. Otras han tenido mejor suerte y se encuentran en una avenida primordial de la ciudad, e incluso algunas han sido desmontadas por orden del gobierno para ser sustituidas por una nueva más a su gusto.

            Eso es lo que ha ocurrido en el antiguo parque público Colón, un parque céntrico, situado tras la Casa Rosada y que de pronto ─aludiendo problemas de seguridad─, apareció vallado, dejando a los ciudadanos fuera del uso y disfrute de un  parque hasta ese momento público y notorio. Allí hasta hace no mucho tiempo se levantaba una prominente estatua en honor a Cristóbal Colón, no por casualidad recibe el jardín y la avenida el nombre del marinero. El monumento fue cedido por Antonio Devoto, un filántropo italiano, creador y fundador de la villa que lleva su nombre  y del hospital italiano, que decidió donarla en  nombre de todo el pueblo italiano asentado en la Argentina, aprovechando el hecho para conmemorar el centenario de la Revolución de Mayo.
            La estatua de Colón fue desmontada, desmenuzada como una piedra de sal y diseminada por la plaza trasera de la casa del gobierno, esperando ser sustituida por una más acorde a la nueva idea gubernativa; la escultura de Juana Azurduy, una rabona del Alto Perú, que acompañó a su marido Manuel Ascencio Padilla en las campañas por la independencia del antiguo virreinato, asumiendo a su muerte la comandancia de las guerrillas patriotas. Complejo escultórico donado y financiado por el gobierno de Bolivia para fortalecer los lazos de ambos países.



La escultura se inaugurará el día 12 de julio, coincidiendo con la jornada de confraternidad Boliviana Argentina. Una escultura que en lo artístico deja mucho que desear, la heroína boliviana ─mejor dicho alto peruana o del virreinato del Río de la Plata, Bolivia no existiría como país hasta muchos años después─, no se parece en nada a las imágenes que se conservan de ella, y por si fuera poco el color hoy brillante, atrayente de la estatua desaparecerá en breve, pues se ha decidido cubrirla con una pintura oscura; un verde pompeyano, similar al que cubre la cúpula del edificio del Congreso Nacional. Un toque que dará al conjunto el punto que le falta para pasar desapercibido a las miradas de lugareños y turistas. 

Es cierto que ha montado demasiado revuelo ─no por la colocación de esta escultura, sino por la eliminación de la anterior─, pero pronto dejará de tenerlo, y la gente no la buscará para visitarla o para fotografiarse junto a ella, salvo los incondicionales. La sustitución de un grupo por otro no tiene un sentido más allá que el político o ideológico, ya sabemos que los políticos no son capaces de usar la historia para otra cosa que no sea para prostituirla y ponerla de su lado; para manipularla en búsqueda de votos y seguir manteniendo sus privilegios. El drama con mayúsculas de nuestra sociedad actual.

Por su lado, la estatua del marinero de incierto origen ─realizada en su totalidad en mármol de Carrara─, sigue hecha porciones en el parque, a los pies de la nueva obra artística ─se cree que algunas piezas ya han llegado a destino─, esperando ser trasladadas a un nuevo lugar alejado del centro ─a más de nueve quilómetros del antiguo emplazamiento─, en mitad de la Costanera Norte, detrás del aeroparque Jorge Newbery, sobre el denominado espigón Puerto Argentino. Un lugar poco accesible si no tienes un coche, mucha paciencia o ganas de caminar. Hace no mucho visité la vieja casona colonial que alberga el club de pesca bonaerense, situado a mitad de camino entre el espigón donde se colocará la estatua de Colón y la ciudad, y desde luego es una zona a la que tienes que llegar echándole ganas ─cruzar la autopista Ilia y la línea Mitre de tren por varios túneles poco agradables, rodear las pistas de despegue del aeropuerto, saltar zanjas, caminar por lugares sin aceras y sin sombra en verano, pasar por la mitad de una rotonda donde pasan camiones portuarios a toda velocidad, y finalmente cruzar una nueva carretera de doble sentido donde no se respetan los colores de los semáforos─,  nadie podrá ver la escultura desterrada si no lo hace de desproceso. Algo que se podría haber evitado con sentido común, con respeto por la historia del país y del continente, y si no se dejara en manos de los políticos la toma de decisiones para las que dejan claro a diario no están capacitados. El parque Colón tiene la superficie suficiente para albergar las dos esculturas, lo que hubiera sido un bonito homenaje a la historia Latinoamérica; juntando en una misma plaza la época colonial, la época de la independencia y la época actual y futura, pues ambas imágenes se hubieran levantado arropadas por el palacio del gobierno argentino. Pero eso sería lo lógico, y la política y la lógica rara vez van de la mano. 

sábado, 20 de junio de 2015

UN NUEVO ADIÓS



             Adiós muchachos, compañeros de mi vida, barra querida de aquellos tiempos; me toca a mí hoy emprender la retirada. Debo alejarme de mi buena muchachada. Adiós muchachos, ya me voy y me resigno…Cantaba así Carlos Gardel, como un tétrico presagio de aquel accidente aéreo en Medellín, que se llevaría al morocho para siempre. Y estas palabras podrían ser utilizadas como banda sonora para la situación actual de los viejos negocios, sobre todos los cafés y las Confiterías de Buenos Aires. De la Gran Buenos Aires como les gusta decir a los porteños.

            Es cierto que el café notable Los Galgos llevaba unos cuantos años venido a menos, de capa caída, como si se fuera apagando lentamente, al igual que su dueño; Horacio Ramos, hijo de José Ramos, que se hizo con el local en 1948 comprándoselo a un inmigrante asturiano que lo abrió en 1930, después de llegar a Buenos Aires en 1918 en busca de una oportunidad de vida. Lo cierto es que Los Galgos ─abierto entre la avenida Callao y Lavalle─, sobrevivió al cambio de dueño, pues si bien su fundador español era seguidor de las carreras de estos perros, el nuevo dueño decidió conservar el nombre del local que ya se había hecho conocido entre los parroquianos. También sobrevivió a su último dueño; Horacio, pues a pesar de que el café ya no daba dinero salvo para subsistir ─lo comido por lo servido─, su dueño lo mantenía abierto por amor al local y a su clientela. Pero Horacio Ramos falleció en octubre del pasado año, y aunque sus familiares decidieron mantenerlo abierto en su honor, hace unas semanas bajaron la persiana; en un principio por vacaciones, pero como en otros casos el café no volvió a abrir sus puertas. Desde hace unos días su nombre ha desaparecido de la fachada, y ha sido sustituido por un enorme cartel donde se anuncia que se alquila el local. Si no sabes que allí se abrió un histórico local para la historia de Buenos Aires ya no hay nada que lo recuerde. 

            Apenas pude entrar un par de veces a su interior, bastante viejo, un poco ajado por el paso de los años, pero con un peso importante. Las dos puertas que se abrían a ambas calles vieron pasar por ellas a grandes personajes del país. Hay mil historias, muchas de ellas contadas a la prensa por el viejo dueño. En el tiempo que estuvo detrás de la añeja barra ─sobre la que se situaba una vieja cafetera, vigilada por un mueble de espejos y madera cuidadosamente tallado, rematado el conjunto por un fileteado donde se celebra el setenta y cinco aniversario del local, escoltando esta referencia histórica por los símbolos del local; dos galgos, uno blanco y otro negro a cada lado del mueble─, Horacio vio pasar por la puerta de su negocio a Eisenhower, De Gaulle, JFK, o al Papa Juan Pablo II entre otros. Y atendió en su interior a músicos como Aníbal Troilo, Julio de Caro o Santos Discépolo ─que vivía en el 200 de la avenida Callao─, a poetas como Enrique Cadícamo y políticos como Ricardo Balbín o el ex presidente Arturo Frondizi.


            Los viejos clientes que hoy se han quedado sin lugar de reunión, aseguran que a pesar de las caras famosas que se daban cita en su interior ─hubo una temporada que se consideró el café como el centro de reunión de la bohemia porteña─, Horacio prefería tratar con los clientes del barrio, trabajadores y vecinos habituales. En el bar siempre había agua fresca y una silla preparada para que descansaran los barrenderos de la zona, las profesoras del colegio próximo tenían mesa reservada para sus desayunos, y Miguelito, el sastre de enfrente y cliente desde hacía más de treinta años, se servía las medialunas el mismo.

            El bar hacía años que estaba dentro de la lista de los bares o cafés notables de Buenos Aires, casi un patrimonio local que ahora ha quedado vetado para el disfrute de locales y forastero. Según dicen las lenguas que añoran ya sus mesas y sus sándwiches de miga, un hostelero, dueño de otro café histórico de la ciudad tiene planeado hacerse con el café y reabrirlo al público. Esperemos que pronto la esquina de Callao y Lavalle vuelva a franquear sus puertas, y que la luz porteña vuelva a iluminar los galgos que desde hace ochenta y cinco años recibían a los clientes desde la parte alta del mostrador.



viernes, 19 de junio de 2015

LA NOCHE DE LOS LÁPICES



Placa en recuerdo a los estudiantes desaparecidos en La Plata durante la noche del 16 de noviembre de 1976.
           El gobierno de Isabelita Perón no era correcto, tampoco fácil, el peso de la memoria del general y de su primera mujer, Evita, eran una sombra demasiado alargada. Una losa imposible de soportar por los hombros de una presidente débil, en ocasiones torpe y sin carisma ─seguro que esto les suena─. Por otro lado los problemas sociales se le habían ido de las manos al gobierno, los de la patronal se había convertido prácticamente en unos negreros, exprimían a los obreros hasta la última gota. Las formas de trabajo, y sus condiciones eran infrahumanas, en la mayoría de las fábricas se producían accidentes laborales casi a diario, cada semana un obrero quedaba herido de forma grave, raro era el mes en el que no había varias muertes de obreros. Los dueños se lavaban las manos, el gobierno no se enteraba de por donde le entraba el aire y los sindicatos, que en los años cincuenta habían sido la voz y los brazos de los trabadores, se habían convertido en meros observadores. Tipos que a veces ladraban, pero que en cuanto que el patón levantaba la mano se achantaban, como un perro que ya ha sufrido demasiadas palizas por parte  de un dueño despótico y sinvergüenza. Los trabajadores comenzaban a llevar a cabo paros, protestas y actos subversivos. En un primer momento intentaron conseguir las mejoras mediante la política, pero la política sirvió de poco ante las amenazas y las palizas recibidas por parte de los esbirros de los dueños de las fábricas. Comenzaron a llevar a cabo actos violentos contra empresarios, miembros de la patronal y del gobierno, una especie de ojo por ojo. Así nacieron los que para unos serían defensores de los derechos del pueblo humilde y obrero, mientras que para otros serían simples terroristas. Así nacieron los Montoneros.

            Pero no solo el ambiente obrero y de las fábricas comenzaba a alterarse, otro de los pilares fundamentales de la sociedad comenzaban a sentirse perseguidos y vigilados: los estudiantes también comenzaron a organizarse. Después que el Cordobazo de 1969 ─protesta ciudadana de enormes dimensiones en la ciudad de Córdoba─, hiciera caer la dictadura de Juan Carlos Ongania ─el dictador militar que disolvió los partidos políticos y desmontó la universidad de Argentina en la Noche de los Bastones Largos, asegurando que eran centros de subversión y comunismo─ las miradas de los gobernantes se posaron sobre los obreros y los estudiantes. Ese día de mayo de 1969 se realizaba en la ciudad una protesta más de los trabajadores de la industria cordobesa ─la más importante del país─, a ellos se sumaron en apoyo los estudiantes universitarios. Cuando las fuerzas del orden asesinaron a un joven la protesta se convirtió en revuelta. Esa noche el presidente Ongania envió al ejército a controlar la situación, algo que hicieron en cuestión de horas, pero los mismos militares rechazaron llevar la persecución y represión más allá. Ese no de las fuerzas del orden a la actuación represiva contra los ciudadanos acabó con el gobierno de Ongania, y dejó herida de muerte la dictadura. En 1973 volvería Perón y un año después tras su muerte, asumiría el puesto Isabelita. Su segunda esposa

            El 24 de marzo de 1976 se produjo otro golpe de estado, irrumpiendo de pronto en el gobierno de Isabelita Perón, sorprendiendo a paso cambiado a los grupos organizados de trabajadores y a los estudiantes universitarios. Como ya saben, el gobierno militar pronto llevó a cabo una política radical de detenciones sobre todos aquellos culpables, o sospechosos de ir contra el gobierno, o de haber llevado a cabo alguna actuación subversiva en los años anteriores. La caza de brujas no pararía tan fácilmente. Por supuesto los Montoneros, los grupos de lucha armada, los trabajadores que protestaban pidiendo mejoras en sus derechos laborales, los militantes de cualquier fuerza política o movimiento que no fuera a favor de los milicos se convirtieron en  enemigos fundamentales del nuevo gobierno militar.

            Por supuesto también lo eran los estudiantes. El gobierno encabezado en el primer momento por Jorge Videla, tenía asumido que Argentina contaba con una generación perdida: la juventud. Pues ésta se había dejado corromper, y manejar por ideologías que la había convertido en rebelde y contestataria. Por supuesto los militares no trataron a todos por igual, sería una locura dejar al país sin jóvenes, pero los jóvenes universitarios y obreros eran para ellos irrecuperables. Las purgas dentro de las universidades fueron terribles, profesores, catedráticos, bedeles y sobre todo estudiantes fueron detenidos, torturados y asesinados o desaparecidos.

Cuando terminaron el vacío de las universidades, los militares pusieron la vista sobre la siguiente generación, los posibles futuros subversivos. La represión y la violencia caen entonces sobre los estudiantes de secundaria. En este momento nos vamos a la ciudad de La Plata, el 16 de septiembre de 1976. El Batallón 601 del Servicio de Inteligencia del Ejército Argentino, ayudado por la policía de la provincia de Buenos Aires, bajo el mando del general Ramón Camps, secuestraría a diez jóvenes de entre 16 a 18 años. 

            Por aquel entonces la ciudad de La Plata ya era la ciudad universitaria por excelencia de Argentina, por ello fue uno de los lugares que más sufrió los asesinatos y desaparición de estudiantes durante la última dictadura. Estos estudiantes contaban con un boleto de trasporte, un boleto que les permitía moverse prácticamente gratis, y que con la llegada del gobierno de facto desapareció. Muchos estudiantes habían secundado las protestas que desde la calle, y los centros educativos pedían que se volviera a implantar ese beneficio. Estas movilizaciones le sirvieron de perfecta escusa al gobierno militar para comenzar la purga entre los estudiantes de secundaria, a los que no podía acusar de bolcheviques o subversivos por las buenas, como habían hecho con los universitarios y obreros militantes.

Área de servicio de La Plata donde se vio por última vez a los estudiantes
           Esa noche se llevaron solo a diez de ellos, pero pasaría a la historia como el ejemplo de la violenta locura de los militares. A los chicos, se les conocería como los desaparecidos en la Noche de los Lápices, pues los desparecidos prácticamente eran niños, que seguían usando lápices de colores en sus tareas. Los diez jóvenes fueron sacados de sus casas al anochecer, y llevados a los cuarteles o centros clandestinos de detención. Los más cercanos se encontraban El Bosque de La Plata, hoy esos terrenos han sido arrebatados al ejército, y donados para realizar en sus tierras el nuevo campus universitario de Humanidades y Psicología. Cada vez que entro en él no puedo evitar estremecerme.

             Al grupo de jóvenes estudiantes se les vio por última vez en la esquina de la avenida número 1, al lado de una pequeña gasolinera que a día de hoy sigue abierta y dando servicio a la ciudad. En ese punto, la avenida se intersecciona con otra amplia calle, conocida como paseo de los Plátanos. Esa avenida sale de la ciudad y se interna en El Bosque de La Plata. De los chicos que se llevaron esa noche cuatro sobrevivieron a las torturas, y pudieron contar su drama durante los juicios a las juntas militares, pero esa es otra historia.