sábado, 28 de febrero de 2015

BUENA GENTE QUE CAMINA


Caminar para los que buscamos escribir es necesario, es un bálsamo para la mente. Ya hace unos años, en la presentación de Todo es Silencio en la sala de Columnas del Círculo de Bellas Artes de Madrid, me comentaba el escritor gallego Manolo Rivas que un buen escritor tiene que leer mucho, pero tiene que caminar mucho más. Es la única forma de conocer a la gente, y de acercarte a sus historias. De empaparte. Rara es la vez que sales a la calle sin nada sobre lo que escribir, y después de un largo paseo, observando y escuchando a los que te rodean vuelves sin algo sobre lo que escribir. La musa del escritor de opinión, o del escritor a secas, es la vida común, la que ocurre a nuestro alrededor mientras caminamos.

Me encanta caminar, a buen paso y en la mayoría de las ocasiones sin rumbo fijo, dejándome llevar por lo que veo o por lo que siento en cada momento. Solo así podemos llegar a conocen en profundidad las ciudades en las que vivimos y a las personas que las habitan. Cuando después de muchos días de deambular, de fijarte en los edificios, en las personas, en las calles… te das cuenta de que la ciudad ha comenzado a devorar las suelas de tus zapatos, a desgastar los laterales, es entonces, y solo entonces cuando estás comenzando a comprender todo lo que envuelve a la ciudad en la que vives.

            Buenos Aires sólo cuenta con cinco líneas de metro, o de subte. Ninguna de ellas es  muy larga, y las conexiones apenas se encuentran en la parte baja de la ciudad, junto al río, en las inmediaciones de la plaza de Mayo. Esta falta de una red de metro potente, que abarque la enorme ciudad, puede resultar bastante incomodo a la hora de moverte con prisa, a la hora de llegar al trabajo, o a una cita en un horario concreto. Debes hacer cuentas de hasta donde puedes llegar bajo tierra, para después hacerte con un colectivo que zigzaguee por la caótica, en ciertas horas y avenidas, superficie. 

            Por eso cuando tengo tiempo me lanzo a la calle a caminar. A pasear la ciudad. Sólo así se conoce de verdad, apartando la capa de superficialidad y metiéndote debajo de ella. Es un método que aplico siempre, así he conocido otras muchas ciudades, huyendo del metro y del bus, intentando hacerme una idea por mí mismo de las medidas y de las distancias. Aprendiendo con el uso los nombres de las calles y encuadrando sus medidas y situaciones en mi cabeza, es algo que mantiene despiertos mis sentidos. Observo todo lo que encuentro al avanzar mi caminata, a todo el que me cruzo. Observo los maravillosos edificios de otra época, que se entremezclan con las modernas construcciones, con las playas de aparcamiento que asoman en cada cuadra. Los maravillosos jardines, que dan un toque de paz y paciencia entre los barrios más populosos. El sonido de los cláxones, que con el paso del tiempo vas enlazando con un típico olor de la ciudad, el aroma a nafta estancada de 9 de julio. Aprendes también a ver las miserias de la ciudad, sus niños descalzos, pidiendo dinero en los semáforos. Los adolescentes ruinosos durmiendo el mono frío y escalofriante del paco en la plaza del Obelisco. Los viejos cartoneros, rebuscando a diario en las bolsas de basura y mojando los cartones para hacerles ganar peso antes de venderlos en las fuentes del centro


            Aprendes a dominar las esculturas, y a saber de quienes son, a quién están dedicadas. Es la manera de entender poco a poco la historia de la ciudad y del país. Sus calles son un recorrido histórico de nombres, placas y homenajes. El tacto va desperezándose, y empiezas a notar sobre tu piel la humedad del gran río que en ocasiones contrarresta el calor del verano. El sabor de los productos de la zona que puedes ir saboreando incluso sin pararte, mientras prosigues tu caminata. El frescor de un trago de agua fría proveniente de la botella refrigerada que has comprado en el quiosco de golosinas de la esquina. El sabor alegre a la vez que amargo de la caña de cerveza que te sirven junto a unas patatas fritas saladas de bolsa, y que te repone de un día de caminar por la enorme, por la inabarcable, ciudad porteña.
            Al pasear vas captando retazos de conversaciones, de emisiones de radio, pedazo de canciones de los coches que pasan junto a ti en la calle. Los malos modos de gente que discute con otros que no están de acuerdo con su parecer, mientras el olfato persigue el crepitante olor de una parrilla, los olores y colores del interior de un mercado de abastos. Otras veces reconoces un perfume conocido que te lleva a la otra punta del mundo de repente. Incluso puedes notar la suciedad de la ciudad en tus propias manos. Solo de esta manera puedes inmiscuirte por las estrechas y adoquinadas calles de San Telmo, disfrutando de sus mercados o de los grafitis que plagan a modo de insignia y característica idiosincrasia el barrio. 
Pasear además de ser sano para el cuerpo lo es también es para la mente, ya lo dije antes. Es la mejor forma de colocar pensamientos, de buscar ideas o soluciones a problemas que nos rondan la cabeza. Y es que es algo viejo ya, pues Nietzsche  decía que los pensamientos mejores, son los pensamientos caminados.

viernes, 27 de febrero de 2015

PARA LEER EN FORMA INTERROGATIVA

Julio Cortázar



           A veces me planteo si el día a día, si la nueva vida caótica, de prisas, carreras y necesidad del aquí y ahora nos cercena los sentidos. Si nos coarta la necesidad de ser. Si el pensar solo en la necesidad de ganar dinero para pagar el departamento o la pieza, las facturas, o pagar las vacaciones de verano. Vacaciones en playas abarrotadas de gente como nosotros, que se estresan durante todo el año en la misma ciudad, con la misma gente que ahora se estresa en la misma playa. Porque no hay arena para extender la toalla, o porque el chiringuito está abarrotado de la misma gente, que abarrota a diario el restaurante a la puerta del trabajo.

            A veces pienso que la velocidad con la que vivimos no nos deja vivir. Nos hace obviar por simples las verdaderas e importantes cosas que se nos cruzan, que se nos presenta en la vida. Que detrás de los atascos, de los cláxones salvajes, de las carreras para coger el metro o el autobús hay necesidades más básicas que ignoramos. Tal vez con razón, tal vez con ignorancia, de que eso es lo que al final de nuestras vidas nos ayudará a salvar las naves. A mandar a Caronte a tomar por donde se rompen los calderos. O a lo contrario, a ser nosotros mismos los que vayamos de su mano, con una antorcha en la otra, y prendamos fuego a los diminutos paquebotes que han de salvarnos de la desidia, del olvido y del ostracismo.
            No he podido dejar de pensar en ello después de pasar en hora punta por el barrio de las oficinas de la ciudad, de los edificios modernos de cristal y ventanas enormes por las que nadie mira. Donde gente trajeada y sudorosa, corre, siempre corre, entre coches y quioscos de prensa en busca de algo que tal vez ni siquiera ellos sepan lo que es. Malhumorados y sin hacer caso a la ciudad, a las personas, a las vidas que se mueven a su alrededor. Como si para llevar a buen término su trabajo, su misión, sea necesario gritar y mirar mal al que pasa a su lado. Como si fuera necesario estresarse, vivir ajetreado para ganar dinero, cada vez más dinero, para poder comprar y pagar  más cosas. Como si no se dieran cuenta de que esas cosas que mueren por tener: el mejor coche, la casa más grande, las vacaciones más exclusivas, no las pagan con dinero, sino que las pagan con su vida. Porque cuanto más dinero necesitan ganar más horas de su vida necesitan ocupar en sus trabajos. Los cuales les obligan a correr malhumorados, a gritar a sus semejantes, a mirar mal a los que nos cruzamos en sus importantes pero vacíos caminos.
            en ese preciso momento, en ese instante, vino a mi cabeza como un salvavidas en forma de poema una obra de Julio Cortázar que a su manera dice lo mismo, y que seguramente esos que huyen de sí mismos en busca de dinero, nunca podrán comprender.

Para leer en forma interrogativa.

Has visto,
verdaderamente has visto
la nieve, los astros, los pasos afelpados de la brisa...
Has tocado,
de verdad has tocado
el plato, el pan, la cara de esa mujer que tanto amás...
Has vivido
como un golpe en la frente,
el instante, el jadeo, la caída, la fuga...
Has sabido
con cada poro de la piel, sabido
que tus ojos, tus manos, tu sexo, tu blando corazón,
había que tirarlos
había que llorarlos
había que inventarlos otra vez.
Julio Cortázar.



jueves, 26 de febrero de 2015

REPÚBLICA INDEPENDIENTE DE LA BOCA


           Si, Buenos Aires es sin duda la ciudad del oxímoron, pero hay una parte dentro de ella que lo representa en todo su esplendor. Lo notas en cuanto cruzas una frontera natural que surge hacía la altura del antiguo parque de Lezama, germen de la ciudad, mientras te internas hacía la avenida almirante Brown. Un punto de no retorno donde todo comienza a volverse azul y amarillo.

            Va más allá de la zona de Caminito, y sus alrededores. Convertido ya en una especie de reserva turística en el corazón del barrio arrabalero, boquense, y sin duda uno de los más porteños de la ciudad. Pues fue allí, en uno de los primeros lugares con verdadera alma de ciudad y mito donde comenzó a levantarse, a construirse, el Gran Buenos Aires que hoy conocemos. Un poco más allá de donde hoy se levantan los edificios coloridos, llenos de souvenires y de parrillas, se enfrentan a la vida las primeras villas, las primeras chabolas mal ensambladas, las primeras favelas a lo argentino. Villas que se expandirán hacía el este durante más de setenta quilómetros. Casi hasta la puerta de la ciudad de La Plata. Esa Boca real que nadie fotografía, ni narra con entusiasmo a la vuelta de sus viajes. Pero que aunque ignorada por la mayoría está ahí, y que es demasiado peligroso visitar sin aceptarlo, sin querer vislumbrar su necesidad y preeminencia. Por ello el turista de cámara y souvenir acaba dándoles la espalda para fijar su vista, su objetivo fotográfico, sobre el tango y el folklore. Dándole la espalda a ellos que son sus verdaderos habitantes.

            Corría el año 1882 cuando en el corazón de La Boca estalló un conflicto laboral que desembocó en una prolongada huelga obrera. Los habitantes de La Boca pedían más derechos sociales y políticos. Las negociaciones con el gobierno de la ciudad se enquistaron. Fue entonces cuando un grupo de habitantes del barrio boquense, en su mayoría de origen genovés, se sublevaron. Declararon el barrio independiente, no solo de la ciudad de Buenos Aires, sino de toda Argentina. Según ellos, se inspirarían en la idiosincrasia de la República de San Marino, que ellos, como italiano conocían tan bien.

            Izaron incluso su propia bandera. Una bandera Argentina normal, la albiceleste, sobre la que podía verse una cruz blanca, perteneciente al escudo de armas de la casa de Saboya, coronada por  un gorro frigio. Es curiosa la mezcla, pues a la bandera del país, le añaden las armas de la monarquía italiana, pero lo rematan todo con el tocado republicano por excelencia. El gorro que porta siempre la Marianne en todas las alegorías de la república. De nuevo el oxímoron se presenta en la ciudad. En el barrio más proclive a ello.

Incluso la leyenda local narra que los republicanos de La Boca se pusieron en contacto con Humberto I de Saboya, a la sazón rey de Italia en aquella época. Aunque si bien es cierto que de esto último no hay constancia documental, ni en los diarios, ni en los archivos de la policía. Lo que indica que aunque la República Independiente de La Boca existió, no llegó a sostener tanta fuerza como la leyenda le ha dado. De hecho, su independencia duró exactamente veinticuatro horas. Las mismas que tardó el presidente de la nación, Julio Argentino Roca, en personarse en el barrio independentista con su escolta militar, y abortar lo que él y su gobierno consideraba una locura.
Bandera de la República Independiente de La Boca




Pero el germen quedó allí y, aunque ya nunca más se volvieron a ver tendencias independentistas en La Boca, el regusto quedó para siempre impreso, impregnando el carácter del barrio de su realidad paralela, de la convicción de ser una zona más allá de Buenos Aires. Una zona con un temperamento diferente. Algo que sigue atrayendo a millones de personas al año, que sirve de chanza y divertimento para sus verdaderos habitantes pues a día de hoy la Boca ya vive su Tercera República Independiente. Entre 1904 y 1906 nació la primera, que en realidad debería de ser la segunda. Conocida como los contreras de Quintana, en la que los habitantes se unían para realizar protestas y conciertos, contra del presidente Quintana, al que apodaron el Quiquiriquí. Éste fue el político que más reprimió a los obreros del barrio. Ya en 1923 el pintor de La Boca, Benito Quinquela Martín, retomó esta tradición y fundó la Segunda República Independiente. Esta vez fue una república cultural donde se unieron al pintor otros boquenses ilustres como: Juan de Dios Filiberto, Bartolomé Gustavino, Bartolomé Botto… y muchos más, que eligieron como dictador vitalicio de La Boca a José Víctor Molina, y festejaron por las calles grandes fiestas y desfiles donde se investían entre ellos con títulos nobiliarios y cargos consulares en los barrios de la ciudad. Todo de forma rimbombante y con trajes pintorescos.

            La Tercera República Independiente de La Boca se fundó en 1986 en la sede del periódico del barrio; Versiones de la Boca. Esta forma de gobierno nace con la intención de conservar la historia y el folklore de La Boca, y con la idea o intención de construir el Museo Histórico del barrio. Ese día se repartieron medallas conmemorativas a personas que representan al barrio o que lo defienden y lo dan a conocer por el mundo. Sean argentinos o no. Al mismo tiempo, la orquesta típica boquense entonaba el himno oficial y oficioso del barrio; Caminito. El tango de Juan Dios de Filiberto y Gabino Coria Peñaloza.

miércoles, 25 de febrero de 2015

CAFÉ EL GATO NEGRO


Cuando cruzas la puerta que separa el interior de la ajetreada avenida Corrientes lo primero que te golpea es un olor muy característico de otras zonas. Un olor que no  esperas al entrar en un café del centro de Buenos Aires. El olor a especias lo inunda todo, golpeando tu olfato y bajando por tus fosas nasales hasta tu interior. Trayendo ante ti, recuerdos de otros países, de otras culturas.        

La sensación si olvidáramos lo que nos rodea, sería similar a la que sientes a entrar en un zoco del Magreb, de Asía, o en una tienda de ultramarinos lisboeta. Una de esas lojas de toda la vida, de las que tras muchos años siguen luchando por sobrevivir junto al río, o a la sombra de un rey de otra época a caballo en la Praça da Figueira. Aromas entremezclado con el olor a humedad centenaria que se escapa entre los recovecos dejados por las estanterías de madera. Los bacalaos salados colgados del techo, con las alacenas repletas de botellas de vino dulce y latas de conservas añejas, pretéritas al temblor sísmico que arrasó la ciudad del Tajo.

            El suelo del café avanza haciendo dibujos romboidales, entre baldosas negras y amarillas que en su día debieron de ser blancas. Decenas de mesas redondas de madera clara, con sillas a juego se diseminan sobre ellas. El mobiliario a simple vista denota menor calidad que la de otros cafés típicos, de menor peso y de tacto más tosco. Pero en realidad son igual de atractivas para los que buscamos cafés con historia y mili a la espalda. Aunque si hay que ser sincero, las mesas son lo de menos, son la parte secundaria a pesar de ser un café de gran tamaño. El protagonismo del local sin duda alguna es para mostrador. Mejor dicho, para lo que se encuentra sobre y detrás de él.

            Se podría decir que recuerda a un colmado, de esos que hasta hace no muchos años podíamos encontrar en muchos lugares del norte de España, como los de Galicia o Asturias, y que por desgracia se han ido perdiendo, dejando espacio a locales insulsos y sin alma, similares a los que puedes encontrarte en cualquier ciudad del mundo. Sin el alma de su pueblo, de sus gentes y de sus causas. Algunos más quedan en Cádiz, donde aún se puede disfrutar de verdaderos clásicos por la zona del Mentidero o de la Viña. Los antiguos montañeses, lugar de chanzas y coplas. Y que duren, pues son pequeños esbozos de otro tiempo que te reciben gustosos, y que te alegran los sentidos de la vista, el tacto, el olfato y sobre todo el del gusto con sus productos de alta calidad.
El mostrador del café El Gato Negro se divide en dos partes a lo largo de la pared izquierda. La primera de ellas va desde prácticamente la puerta hasta la mitad del local, todo él de madera del mismo tono que las sillas y las mesas. Sujetando sobre su parte lisa centenares de botes de cristal, contenedores de todo tipo de especias. Condimentos y aderezos, que se multiplican en la estantería trasera de tablas y traviesas cerradas con puertas corredizas de cristal. Junto a ellos, pequeñas botellas de licor, pequeños botes de aromas para pastelería y estuches de caramelos naturales. Esencias de otra época que una camarera, con el pelo rapado en uno de sus lados, se afana en empaquetar cuidadosamente en paquetitos de cartón con el logotipo del local. La situación la iluminan unas lámparas de araña simples, con seis tulipas lisas y de color azafranado.
            La segunda parte del mostrador se subdivide en dos. La primera parte ocupa tan solo el espacio de una antigua máquina de café que sigue en funcionamiento y que permanece escondida de la vista de los clientes tras unas vitrinas de cristal. En ellas, dividida en cuatro apartados, se exponen los distintos tipos de granos de café que ostenta el local. El Gato Negro como los viejos cafés no solo lo sirven, sino que también lo tuesta, lo muele y lo vende al peso para el exterior. A pesar de eso, y como es costumbre en la ciudad, su café esta aguado, sin sabor recio. Una especie de falso café americano que sirven junto a tres pastas de té y un vaso de soda o sifón. Un café que por mucho que nos empeñemos en beber, a los que nos gusta la bebida cargada y corta, no sirve para quitarnos el mono de la cafeína, a pesar de que nos sirvan esta recuela en locales que son verdaderas maravillas históricas, de una ciudad y de un país.
            La última parte de esta barra, está repleta de platos brillantes de metal que contienen decenas de facturas y pasteles, rellenos todos ellos con dulce de leche, preparados para acompañar las consumiciones de los clientes. Remata la zona una vieja lata de pimentón El Águila, conservada como si acabara de salir de fábrica. En ella, se ve un águila real sobrevolando unas montañas nevadas y la marca del producto. La reliquia metálica sirve para ocultar la moderna pantalla táctil que hace las veces de caja registradora.
            Tanto en la parte interior de este pedazo de barra, como en una estantería exterior, colocada a modo de decoración en el arranque de las escaleras de madera, aparecen botes circulares de un medio metro de alto, con tapadera de varios colores: rojos, negros y marrones. En su día sirvieron para almacenar granos de café recién tostado, aunque ahora ya solo se usan para recordar cómo funcionaba el negocio en el siglo pasado. En todos ellos, dentro de un ovalo, al estilo de mandorla románica se coloca la imagen del negocio: un gato negro con un lazo rojo al cuello. El mismo que llevan los camareros bordado en la parte izquierda del chaleco rojo, a juego con la pajarita.
En la parte superior, hay otro comedor idéntico al de abajo con una  pequeña barra. Éste, como advierten en la puerta de entrada, solo permanece abierto hasta las once de la noche. No es algo de lo que extrañarse, pues siempre fue algo normal que los cafés bonaerenses permanecieran abiertos hasta altas horas de la madrugada, sirviendo de refugio y de lugar de charla a bohemios, insomnes, gente de la noche y algún que otro lunfardo y punga de la zona.

martes, 24 de febrero de 2015

COMEDOR PIQUETERO


            Los que me conocen suelen decir que me apunto a un bombardeo, que me meto en cualquier lugar que tenga algo que enseñarme. Debe de ser verdad, porque me han comentado lo mismo gente inconexa entre sí, de distintos países y en distintos idiomas. Bien es cierto que no tengo reparo en entrar en cualquier lugar, en probar cualquier comida o en escuchar cualquier teoría. Pero, como cualquiera, solo suelo volver con frecuencia a los lugares que me hacen sentir cómodo.

            Éste es uno de ellos. Apenas llevo un mes asentado en Buenos Aires y desde los primeros días lo frecuento, es lo que por aquí se denomina comedor piquetero, o almorzadero de trabajador. Encontrarse hoy uno de ellos en las grandes ciudades es mucho más complicado que hace unos años, pero en según qué lugares siguen sobreviviendo. Y lo hacen por el bien de mucha gente.

            En Buenos Aires aún se respetan estos comedores de trabajadores, sobre todo en los barrios de la zona este de la ciudad. En San Telmo por ejemplo, es algo normal y hay varios. Y como algo lógico a la hora de la comida, un día entré en el que se abre en la calle Chacabuco esquina México. Desde aquel día rara es la semana que no acudo a sus mesas varias veces. Más allá de la comida, poder charlar y conversar con gente de la ciudad, que vive lo bueno y lo malo de ella y del país es una pastilla analgésica. Un plus social necesario para alguien que no es natural del país. Un volver a poner los pies en el suelo.

            La comida no se sirve en elegantes platos, ni en cuidadas bandejas de diseño. Los platos son de duralex, de los que usaban nuestras abuelas hace muchos años. Pero la ración de la comida es amplia, casera y sobre todo es barata. Sobre la barra del fondo una mujer hace las labores de cajera. Junto a ella se encuentra la caja de metal con llave, una de esas cajas de metal a modo de pequeño cofre de seguridad. Algo que todo hemos visto por nuestras casas, con documentos o con dinero. Una mísera caja de caudales. En el mostrador se sujeta con papel celo una tabla de cartón donde están escritos los platos y sus precios. Éstos van desde los treinta pesos hasta un máximo de cuarenta y cinco. Una sopa de verdura y de pasta, un plato principal a elegir, pan, agua y una pieza de fruta. Un almuerzo amplio y barato, que es lo mejor que puede tener un comedor piquetero. Un comedor al que se acercan a diario trabajadores de la construcción, comerciantes cercanos, estudiantes, jubilados con una pensión mínima y gente a la que le cuesta llegar a final de mes.
          El local es viejo, y desde fuera no solo no parece un comedor, sino que ni siquiera parece que nos encontremos en una ciudad como Buenos Aires. Pero su interior mejora, cinco filas de mesas con plazas para cuarenta personas, corridas y amplias. Entre las manos de los comensales corren periódicos del día, mientras comentan las últimas noticias o la jornada futbolera del fin de semana. Junto a la barra una televisión encendida en un canal de noticias suena de fondo. Sobre el lugar donde se recogen los platos se lee Alea jacta est, escrito en amarillo sobre una de las cinco vigas circulares de madera que aparecen a lo largo del techo. En las paredes entre recortes de periódicos, donde salen notas de prensa sobre del comedor y de la asociación cultural que representan, se entremezclan imágenes del Che Guevara y de Rosa Luxemburgo.

lunes, 23 de febrero de 2015

FILOSOFÍA MATERA


            La pava comienza a humear en la hornalla de la pequeña cocina, en su interior el agua está a punto de romper a hervir cuando la aparto. El líquido ya está listo para verter en el interior del termo de color chillón que lo mantendrá en la temperatura justa para que la yerba del mate no se queme, sea rendidor, y sabroso durante las próximas horas.
            El mate para los argentinos es algo similar al café para los portugueses, o los italianos: una filosofía de vida. Una parte importante del día a día del argentino de a pie. En un primer momento me pareció curioso, pues es extraño ver una reunión de varias personas sin que ande un mate rondando por el medio. Desde la toma de una infusión en casa, hasta una quedada con amigos para pasar la tarde sentados en el parque de la esquina. No es extraño pasearse por los bosques y jardines de Recoleta o de Palermo y encontrarse una maquina expendedora de agua caliente para rellenar un termo, o un mate por un módico precio. Nunca va más allá de los dos pesos. 

              El mate aparece en todas las escenas. Incluso venden bandoleras de cuero preparadas para portar a cualquier lugar todo lo necesario: mate, bombilla, yerba mate, termo con agua caliente y azúcar para los que no gustan del sabor amargo de la yerba. Hay toda una cultura a su alrededor, decenas de marcas diferentes de yerba: con palo, sin palo, refinada, natural, de sabores, suave, fuerte… Lo mismo ocurre con el recipiente, el mate. Los típicos son de calabaza, de diferentes formas, colores y tamaños, pero también abundan los de madera de algarrobo. Ahora van más allá, pues los hay de loza e incluso de silicona. Lo mismo ocurre con las bombillas que sirven para sorber el líquido. Existen rectas, abombadas, con la boquilla dorada para evitar quemarse los labios al beber, de alpaca o de acero inoxidable. Incluso de madera.

             Yo cometí un error del principiante al mudarme aquí, no traje la cafetera italiana que suele acompañarme cuando viajo. Soy un adicto al café, y he de reconocer que la pequeña cafetera es una de las cosas que primero meto en mi maleta, justo después de algún libro y mi libreta de apuntes. Pero esta vez por desidia o tal vez por confianza no lo hice. Pensé que una ciudad de tan marcada tradición italiana, tan famosa por sus cafés y las tertulias en ellos, no solo servirían buenos cafés en sus locales, sino que no sería nada complicado encontrar una de esas cafeteras metálicas de rosca y filtro tosco, que por otra parte tan fácil son de encontrar en cualquier ferretería o tienda de la vieja Europa.



              Pero no fue así. Primero los cafés de los locales dejan mucho que desear, como ya he dicho en varias ocasiones. El café se sirve aguado, al estilo americano, sin cuerpo y sin fuerza. Supongo que el asunto va en gustos, y aquí les gusta el café suave e insípido. Y segundo, las ferreterías no venden cafeteras, así de claro. No-me respondían siempre-, pregunte en los bazares, allí tal vez la encuentre. Pero no, tampoco. Si las encontré en una casa de cafés para sibaritas, que las ofrecen a un precio prohibitivo no solo para la economía local, sino también si lo comparamos con el precio del mismo producto en España. Al final dejé de buscar y me lancé a hacer lo que hacía el resto. Ya saben, el dicho castellano de donde fueres haz lo que vieres. Además, como soy aficionado a las infusiones de todo tipo desde hace muchos años, me enrole en los escuadrones afiliados a la filosofía matera.


          Por lo que mientras escribo esto tengo la pava al fuego, esperando que el agua se caliente lo justo, entre setenta y ochenta grados. Nunca debe hervir, pues al entrar en contacto con la yerba ésta se quemaría y echaría a perder toda la infusión. Después, tras colocar la yerba y la bombilla en su posición idónea para el uso y disfrute, solo queda cebarlo cada cierto tiempo con el agua caldeada.

          Los argentinos suelen decir que lo mejor del mate es el diálogo que se lleva a cabo con conocidos mientras se disfruta. Esa es la filosofía matera, que sirve para reunir a amigos y familiares alrededor de una conversación y de un pequeño recipiente de calabaza o algarrobo relleno de yerba seca.


domingo, 22 de febrero de 2015

CAFÉ TORTONI



            Nunca, en ningún café de ninguna otra ciudad que he visitado he visto algo similar. La enorme cola que nace en la puerta de entrada, donde turistas ataviados con cámaras de fotos y pantalones cortos hacen cola entremezclados con gente trajeada y de acento porteño que acostumbra a tomarse el café de media tarde, o de media mañana, allí a diario. Normalmente, en estos lugares marcados por la historia y las guías turísticas entras y si no hay sitio te marchas por dónde has venido, volviendo más tarde, o no volviendo. Depende de las ganas de tomar café que tengas, de la calidad del mismo, o del cariño que sienta cada cual por el lugar en cuestión. Pero en el Tortoni no. En el Tortoni la gente aguanta la cola incluso cuando llueve a cantaros, es uno de esos lugares que hay que visitar sin atisbo de duda en la ciudad. Les confieso que yo, a pesar del amor que siento por el café, nunca he soportado la cola. He preferido marcharme siempre y entrar en un momento de más sosiego y de calma. Es una de las ventajas de pasar por la avenida de Mayo a diario.

          Cruzo el  umbral, después de que un amable hombre con bigote blanco y de carácter campechano me abra la puerta, para encontrarme con una sala enorme en largura y altura. De pronto, frente a mí, dos hileras de mesas idénticas se expanden en el horizonte cercano. Todas ellas calcadas, mesas redondas de mármol blanco, amarilleado por el uso y el paso de los años, jaspeadas en verde. A su alrededor cuatro sillas de madera tapizadas en corambre trabajada, algunas con la superficie rasgada por el paso del tiempo y el ir y venir de clientes.
          Al fondo del todo se abre un comedor amplio, aparece justo nada más dejar a la izquierda un pequeño recogido donde una chica guarda la entrada a la sala de conciertos y de espectáculos de tango dedicada a la escritora y poeta Alfonsina Storni. Este comedor de nuevo se organiza con una nueva doble hilera de mesas, en este caso rectangulares y coronadas con un mantel de color rojo intenso. Sobre todas ellas cuelgan lámparas de hierro forjado con un plafón central, y sobre él cinco tulipas con una bombilla más tenue, similares a las que aparecen en los apliques colgados entre los cuadros a lo largo de las cuatro paredes del local. No es extraño encontrarse alegorías y guiños al tango en el local, pues sobre el Tortoni se encuentra la Academia Nacional de Tango.

            Entre el comedor de manteles rojos y la sala de tango con nombre de poeta suizo-argentina se esconde como si nada, como pidiendo permiso para existir, una sala no muy grande que cuenta con una pequeña entrada en forma de biombo. La sala lleva el nombre de César Tiempo, periodista y escritor ucraniano de nacimiento pero argentino de adopción y de corazón. Él fue parte importante, y fundamental, del grupo de artistas conocido como Grupo Boedo, que no solo marcó un antes y un después en la cultura nacional, sino que sirvió para arrancar del olvido uno de los barrios más arrabaleros y característicos de la ciudad: Boedo. Esta sala, además, conserva algunos de los detalles de la vieja y ya desaparecida barbería con la que contaba el café, donde los clientes arreglaban su imagen a la vez que charlaban entre ellos intentando arreglar los problemas del mundo. Otros, preferían utilizar los debates entre café y barbería para decidir el tema de su nueva obra literaria, o de la partitura que se traían entre manos.

            El mostrador principal, situado a la izquierda de la entrada, se estira casi hasta el final del café. Unas columnas de color rojizo pulido y brillante, rematadas en capiteles corintios pintados en color hueso, la separan de las mesas de la cafetería. Estas columnas sujetan un techo, el cual se abre en dos ocasiones en unas grandes y rectangulares vidrieras de imponentes colores que se encuentran en perfecto estado de conservación. Bajo ellas se puede respirar todo el estilo modernistas de finales del siglo XIX.


            La barra de madera y mármol conserva todo el encanto del antiguo café. Tras ella se esconden todos los modernos aparatos que hacen más fácil la labor al camarero, pero que destrozan la visión de lugares como éste, templos del café, de la conversación y de la cultura. El final de la barra remata en semicírculo, con un caparazón de madera preciosamente labrado que la cubre por completo con tres ventanas rectangulares abiertas. Las dos laterales hoy aparecen tapadas por la espalda cobriza de dos viejas cafeteras, dejando la central abierta para que los camareros, vestido totalmente de negro, con corbata y mandil a la francesa, sirvan rápidamente los cafés y los chocolates con churros que los compañeros les demandan desde el otro lado voz en grito. Sobre esta carcasa de madera resaltan varias lámparas de cristales de Murano en forma de decoración delicada. Bajo el mostrador, bajo las mesas, y bajo donde yo me sitúo, se encuentra la Bodega del Tortoni donde expuso por primera vez Benito Quinquela Martín, el pintor de los puertos de La Boca.

            Todo el local aparece decorado con fotos, cuadros y esculturas que representan a todos los artistas, músicos, escritores, pintores o intelectuales, tanto argentinos como extranjeros, que a lo largo de su vida pasaron una parte importante de su tiempo conversando o trabajando dentro del Tortoni. Entre ellos por supuesto Carlos Gardel, él tiene un lugar único y privilegiado en el café. Su imagen aparece sobre la barra, en uno de los grandes carteles chapados y coloreados, donde sobre el nombre del local y de su fecha de fundación se ve la cara de la voz del tango con mayúsculas.

            Al salir me fijo en las dos vitrinas que escoltan la puerta principal. En la de la izquierda recuerdos; Medallas conmemorativas del lugar, un busto de Cortázar en reconocimiento a la labor del café dentro de la cultura porteña, y recortes de prensa del día que Gardel actuó en el Tortoni. En la de la izquierda imágenes de personalidades que han pasado por sus mesas para saborear su café regular y corriente: Ernesto Sabato, Federico García Lorca, Mario Benedetti, Jorge Luis Borges, Luigi Pirandello, Joan Manuel Serrat, Julián Centeya, Vargas Llosa o Carlos Mastronardi entre otros. Casi nada.


sábado, 21 de febrero de 2015

CORTES DE LUZ


             Caí en ello días después de llegar. Durante los primeros días los veía extraños. En realidad los escuchaba irritado, y en muchos momentos los olía. Son unos gigantes metálicos que aparecen aparcados en los laterales de las grandes avenidas, diseminados por toda la ciudad. Por todos los barrios y zonas, casi sin excepción.
            Me preguntaba que pintaban allí esos mastodontes mecánicos, fabricas colosales de polución y de contaminación sonora. Su estruendo continuo imposibilita llevar a cabo ningún tipo de conversación cuando te mueves por las cercanías de sus dominios. Así, a simple vista les calculé unos cuatro metro de alto, y entre seis y doce de largo, dependiendo del remolque y de la zona.

            Los miraba un tanto atónito cuando me cruzaba con ellos en mis primeros días, mientras paseaba la ciudad, pero después de un tiempo vino a mi mente una noticia que llegó a los periódicos y a los telediarios matutinos españoles hace algo más de un año. Ahora lo recuerdo bien, era diciembre de 2013 cuando inundaron nuestras pantallas con imágenes y noticias sobre los largos cortes de luz que estaba sufriendo la ciudad de Buenos Aires. Era un verano de altas temperaturas, con un calor superior al esperado y el consumo en hora punta-hora pico que dicen aquí- hacía que se recalentara el cableado. Eso, claro, repercutía en los generadores de las subastaciones que sobrecargados mandaba al traste la instalación eléctrica de zonas o barrios enteros. Recordaba a la gente protestando en las calles de su barrio, con carteles donde se podían leer las horas, e incluso los días que llevaban sin luz. Recuerdo ahora  a un comerciante, al dueño de un supermercado, mostrando todos los productos congelados y refrigerados echados a perder. A una mujer, dueña de una parrilla, que protestaba porque su negocio llevaba varios días cerrado. La carne que tenía para trabajar durante todo la semana se le había podrido en la cámara. Un quilombo de los grandes. Un papelón.
Pronto comenzaron las acusaciones de ida y vuelta, la empresa acusaba al gobierno de haber congelado el precio de la luz, lo que les imposibilitaba a ellos invertir el dinero necesario para la mejora de la red. El gobierno, por su parte, acusaba a la empresa de la desidia y del olvido en que tenían las instalaciones de la ciudad. El caos llenó las calles de barricadas, protestas y fuegos, hasta que en un momento se decidió comprar electricidad a la vecina República del Uruguay. La solución fue comida para hoy y hambre para mañana, pues no habían terminado las fiestas de navidad y de nuevo Argentina era noticia por lo mismo. Otra vez la electricidad daba la espalda a la mayoría de los barrios porteños, casi siempre los mismos; Boedo, Almagro, Caballito, Mataderos, Villa Crespo, Belgrano, Palermo… De nuevo los de siempre pagaban los platos rotos. Pero la gente se echó a la calle a protestar en serio, horas después de que la luz se fuera de las casas se encendió la calle. Hogueras en las esquinas de casi todas las cuadras, barricadas de vecinos indignados cortaban las arterias principales. Desde el centro hasta la zona del conurbano.
Finalmente se decidió buscar una solución temporal que finalizara con todos los cortes. Esa solución fueron los mastodónticos contenedores, con transformadores en su interior, que ahora reinan en las grandes avenidas bonaerenses. Estos mamotretos que venían para unos meses pero que ya llevan más de un año. Ahí siguen, inmóviles, produciendo una enorme contaminación atmosférica al quemar el gasoil, la nafta, además de la contaminación acústica ya indicada. Por no olvidar el gasto excesivo, pues estos ciento noventa y ocho enormes cajones metálicos que ocupan todo el Gran Buenos Aires gastan al día ocho veces más de lo que debería gastar una buena instalación eléctrica.
Fuente Foto: La Nación. Protestas en Almagro, diciembre de 2013.

viernes, 20 de febrero de 2015

LLUVIA INDUSTRIAL



Una de las primeras impresiones que causó en mí la ciudad fue la de sentir como los edificios goteaban. Era como si sudasen por el calor penetrante del verano austral, como si se derritieran en una espiral de locura. Como si fueran unos modernos e industriales relojes de Dalí. Al pasar bajo si estructura dan la sensación de que en vez de estar realizados en hormigón y vidrio, lo estuviesen en chocolate o en queso de barra.
           Cuanto más cerca del centro de la ciudad me iba encontrando con más facilidad y frecuencia descubría charcos de agua bajo las cornisas y los voladizos. Con más viabilidad podría recibir un bautizo industrial con ese líquido incierto, turbio y velado. La linfa sobrante del circuito vital de cualquiera de los miles de aparatos de aire acondicionado que sobrevuelan nuestras cabezas, y que a la mínima oportunidad dejan caer su reflujo sobre los viandantes despistados. Algo que apenas ocurre en los barrios más pobres o modestos, evidentemente el aire acondicionado, como otras muchas cosas en Buenos Aires y en el resto del mundo, no son para todos los bolsillos.

            Engendros cuadrados de color metalizado o grisáceo, con una parte circular a forma de corazón metálico que se apoderan de las fachadas, aferrándose a sus salientes como lapas a los cascos de los barcos. Que sean viejos edificios de oficinas, nuevos edificios gubernamentales, moles de ferralla y cristal sin contenido ni continente, o bonitas construcciones decimonónicas reformadas y reconvertidas en pisos de lujo es lo de menos. En todos se reproducen como los hongos ansiosos de luz y protagonismo tras las primeras lluvias.


           Cuando incursiono por las grandes avenidas o las despejadas plazas, observo como los pequeños charcos de agua que aparecen bajo las máquinas de aire acondicionado se van transforman en cataratas silenciosas. Sin duda podrían gustosas calarte entero sino andas con el atisbo suficiente para evitarlas. Las puedes oír caer sigilosamente sobre los toldos abiertos de los negocios, con ese sonido ronco, seco, retumbando como si lloviera sobre un techo de latón. Caen dejando sus huellas sobre los cristales de tus gafas, sobre tus brazos o cualquier cosa que lleves en las manos.     
      
Cierto es que al principio del día es molesto sentir éste agua proveniente de la lluvia industrial sobre tu cabeza, sobre tu ropa limpia. Es verdad, incomoda, quebranta tu higiene matinal. Pero según van avanzando las horas, según el calor se hace más sofocante y poderoso, y la búsqueda de las sombras más necesaria, comienzas a ver con  mejores ojos sus frescas, aunque a sabiendas sucias salpicaduras.

jueves, 19 de febrero de 2015

LA CONCENTRACIÓN DE LOS PARAGUAS


Practicante una hora antes el centro de la ciudad, lo que los porteños denominan micro-centro, aparece blindado. Desde la calle Lavalle hasta San Juan, y desde Colón hasta más allá de la plaza del Congreso. Todo cortado y atiborrado de policía federal, policía metropolitana, prefectura y milicos. Caminar a esa hora por Corrientes es inmiscuirse de lleno en medio de un caos total, centenares de personas caminando tras apearse de los colectivos que no avanzaban entre la maraña de coches. Un brutal atasco, que en esos momentos se apodera de  la avenida de los restaurantes, de las librerías y de los teatros.

            Al llegar al cruce de Corrientes con Callado la calle ya está cortada totalmente. Desde ella, centenares de personas se encaminan hasta el que en ese momento es el centro de la ciudad y de la información. Muchos de ellos acompañan su caminar con banderas argentinas. Ese día nadie lleva otra que no sea la del país, nada de enseñas de partidos políticos, de diferentes ideologías. Lo de hoy es un grito por y para Argentina, donde todas las ideas y creencias están incluidas. Curiosamente la gente lo respeta a pies juntillas. Solo rompe la homogeneidad un cartel naranja con la palabra justicia, escrita en negro y mayúsculas.

            El centro de Buenos Aires se comienza a cubrir de negro, el cielo parece que va a caerse sobre nuestras cabezas. El viento hace avanzar rápidamente las nubes blancas y las suplanta por las plomizas. Son las cinco de la tarde en mitad del verano austral, pero al comenzar a avanzar por 9 de julio tengo la sensación de que prácticamente es de noche. Justo en ese momento veo las primeras unidades móviles de la radio y la televisión. Junto a ellas, se levanta impávida una plataforma de madera. Allí dos técnicos se afanan en colocar un tejadillo de plástico para proteger las cámaras de una inminente lluvia. Los vendedores de paraguas comienzan a aparecer en las esquinas, oportunos como siempre, justo en el momento en el que la primera gota de agua cae sobre mi brazo izquierdo. Treinta minutos antes de que comience la concentración pidiendo justicia para Argentina, para el fiscal muerto en extrañas circunstancias, se puede caminar tranquilo y sin agobios entre 9 de Julio y Plaza de Mayo. Mucha gente va llegando a la avenida desde todas las calles adyacentes, saliendo a borbotones de las bocas del Subte y del apeadero principal de colectivos junto al Obelisco. Se van juntando grupos de conocidos que charlan animadamente, o que observan el devenir del resto de personas, que al igual que ellos se dirigen había la plaza rematada por la cúpula verdosa del Congreso de los Diputados.

             Minutos después comienza a llover amplia, ampulosamente, como llueve en el verano argento. Poco a poco las gotas se van haciendo más gruesas, los goterones de las cornisas empiezan a molestar al caer sobre la cabeza, y la ropa ya comienza a calarse, volviéndose pesada y pegajosa. Quince minutos antes de la hora marcada la tormenta rompe en un fuerte chaparrón sobre las ahora vacías calles del centro. Los centenares de personas que hasta hace un segundo ocupaban toda su extensión se ocultan bajo los toldos y los salientes de oficinas y restaurantes. Con dificultad alcanzo la entrada del Subte y me dirijo hacía la parada de Congreso. Son las seis de la tarde cuando salgo a la plaza, la cubren miles de paraguas de diferentes colores y desde las calles que confluyen en ella se ven avanzar otros cientos de ellos. Un joven en mitad de la calle, con el agua corriéndole por la cara y  el cuerpo, vende banderas de Argentina a gritos. La gente va recogiendo la suya a veinte pesos. Un poco más adelante otro tipo vende pilotos de plástico de usar y tirar de varios colores. La gente los va haciendo suyos, intentando paliar al menos que la mojadura se convierta en pulmonía.  

           Son poco más de las seis y veinte de la tarde cuando la gente rompe el silencio en un fuerte aplauso que dura varios minutos. Intento avanzar hacia la cabecera de la concentración, para ello me desvío por Alsina, pero no lo consigo. Primero porque hay casi tanta gente en la calle secundaria como en la principal, y segundo porque cuando la marcha comienza en la plaza del Congreso, la avenida de Mayo y la Plaza de Mayo están tan abarrotadas que es imposible diferenciar el principio del fin de la marcha. Los aplausos y el griterío aumentan a cada paso. Retumba el centro de la ciudad, entre la lluvia, cuando la gente va pasando ante el número 760 de la avenida, frente a la plaza. Es el lugar donde están las oficinas del AMIA, el lugar donde trabajaba el fiscal Alberto Nisman hasta hace un mes, cuando lo encontraron muerto en su casa.