lunes, 29 de junio de 2015

LLUEVE EN SAN TELMO


            El domingo amaneció tormentoso. A pesar de abrir de par en par las ventanas metálicas exteriores no entraba ni pizca de luz al interior, haciendo necesario el uso de iluminación eléctrica para hacer vida normal. En el exterior llovía a mares, tanto que era casi imposible ver los edificios del final de la calle, en la esquina de la avenida Belgrano. Observé caer el agua torrencialmente de pie, apoyando el hombro sobre el marco de la puerta de la terraza de la habitación mientras bebía a cortos sorbos el café cortado recién hecho en la vieja cocina de gas. No pasaba nadie por la calle, ni siquiera circulaban coches, tan solo cada cierto tiempo pasaba el colectivo 39 con dirección a Barracas. Los negocios de la calle permanecían totalmente cerrados, incluso el restaurante árabe de en frente, tenía a esas horas de la mañana la persiana de celosía bajada.

            Pasaron varias horas, y después de comer el tiempo comenzó a mejorar, al menos dejó de llover, aunque a cada poco se oía algún trueno que retumbaba en la ciudad aparentemente vacía a esas horas. Tras agarrar mi gabardina y una bufanda fina me lancé a la calle, el viento no era frío a pesar de lo desapacible del día, todo lo contrario, era fresco y agradable, invitaba a no cerrarse la gabardina y disfrutar del paseo sin agobios.

            Como suelo hacer los domingos me dirigí hacía San Telmo, el único barrio no deshabitado en días de fiesta. No me crucé a nadie hasta casi llegar a la Manzana de las Luces ─frente a la legislatura de la ciudad─, ni siquiera al cruzar la normalmente atiborrada 9 de Julio. Paseé un rato por Defensa, donde deberían estar los puestos de recuerdos y antigüedades que tan famoso han hecho entre turistas y naturales, pero apenas una veintena de puestos se desplegaban a lo largo de ese tramo. Los turistas habían decidido quedarse en sus hoteles, o visitar lugares a salvo de la lluvia. Los vendedores lo notaban, cuando llegué a la plaza Dorrego escuché a varios habituales de la zona quejarse de que ese día no habían vendido nada. 
            Pronto me separé de la plaza y empecé a callejear por las calles empedraras y animadas por cafés, pizzerías, parrillas y tiendas, las cuales me recibieron en los primeros días tras mi llegada, cuando me lanzaba a la calle para empaparme de argentinidad. Al girar desde Bolívar para tomar una de las perpendiculares que bajan hacía el río y Puerto Madero, observe lo que se avecinaba. Un enorme nubarrón negro, casi color tizón que sin duda traía agua suficiente para inundar los barrios bajos de la ciudad. Comenzaba de nuevo a caer una llovizna suave, resultaba grato su roce en la cara, a la vez que refrescaba el ambiente, que a pesar de todo era caluroso. Algunos paseantes comenzaron a abrir sus paraguas cuando los adoquines ya brillaban de humedad.

            Apreté el paso hacía mi destino, intentando que si la nube rompía y comenzaba a descargar, al menos pudiera ponerme a resguardo en algún bar cercano y  dejar pasar tranquilamente la borrasca. Pero lo que parecía iba a ser un temporal de los que marcan historia se quedó en nada, la nube negra pasó, y yo seguí con mi paseo, que tras recorrer con tranquilidad Corrientes me llevó a casa. A mitad de camino comenzó de nuevo a pintear, y yo sin saber por qué, recordé un agradable paseo entre las empedradas calles de la parte vieja de Santiago de Compostela, y sin darme cuenta comencé a tararear Chove en Santiago, del grupo coruñés Luar Na Lubre. 

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