jueves, 11 de junio de 2015

MUECAS SÓRDIDAS



             Recuerdo la primera vez que vi anochecer en Florencia, el verano brotaba en la ciudad de la Toscana, y tras pasear durante un rato entre el palazzo Pitti y el Ponte Vecchio decidí avanzar por la ribera del Arno ─la de mi izquierda─, y seguir mi caminata en dirección a la galería Uffizi. Mientras avanzaba entre turistas, vendedores ambulantes de piezas talladas en ébano o camisetas futbolísticas, y enamorados que se fotografiaban con el famoso puente y sus peculiares viviendas ensambladas en su parte superior al fondo.


            El día languidecía cuando recorría el último trecho que une el río con la  piazza della Signoria, presidida por su palacio imponentemente medieval, y rematado por la torre abaluartada, vigilante perenne sobre la vieja ciudad italiana. Era un momento en el que apenas había gente en ese tramo ─las trattorias estaban llenas a esas horas─, de la galería urbana abierta en un lateral, creada por las fachadas majestuosas del que es uno de los museos más importantes del mundo. El sol se escondía definitivamente a mi espalda, y las luces aún tenues de las farolas comenzaban a reflejarse en las cristaleras de las fachadas. El color ambarino espeso vertía suavemente sobre el enlosado pétreo del suelo que hacia retumbar mis pisadas. Al entrar en la plaza totalmente atiborrada de estatuas; las alineadas y colocadas sobre grandes pedestales ante la fachada del palacio, como el Hércules y Caco de Bandinelli, o la copia del David de Miguel Ángel y las  que se levantan frente a ellas, dentro de Loggia dei Lanzi entre los arcos góticos; El Rapto de las Sabinas, o el Perseo comenzaban a asomar fuera de sus basamentos, mudadas en alargadas sombras tétricas, que parecían escapar del interior de las figuras allí plantadas. Entre el tiempo que tardó en irse la luz natural y venir la eléctrica, jugaron entre ellas y el ambiente una partida claroscurista que las deformaba terriblemente, como si los protagonistas del infierno de la Divina Comedia, escrita por el vecino de ciudad Dante Alighieri, cobraran vida y se pasearan entre la soledad de mi paseo por el centro de la ciudad.
            Esta tarde paseado por el centro de Buenos Aires sentí algo parecido a lo que padecí paseando aquella primera vez, por una de las ciudades más bellas de la vieja Europa. Desde luego no fue la misma situación, en este caso no me encontraba en soledad, no podía oír retumbar mis pasos sobre el suelo, pues el ruido de los cláxones de los coches que subían por la calle Perú desde San Telmo se volvían ensordecedores por momentos. Estaba comenzando a anochecer, las farolas aún no habían dado atisbo de comenzar a funcionar y en la parte alta aún se veía la última luz del día sobre un cielo azul. Entre las estrechas calles de Monserrat, donde se junta la arquitectura y la historia en la Manzana de las Luces, comenzaban a aparecer de nuevo los claroscuros típicos de esa hora. Mientras tanto, las esculturas y fuentes de la zona comenzaban de nuevo a estirarse lóbregamente sobre el pavimento, mostrando muecas sórdidas y macabras, como si de nuevo los demonios de la parte infernal de la obra de Dante se me aparecieran muchos años después.

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