sábado, 20 de junio de 2015

UN NUEVO ADIÓS



             Adiós muchachos, compañeros de mi vida, barra querida de aquellos tiempos; me toca a mí hoy emprender la retirada. Debo alejarme de mi buena muchachada. Adiós muchachos, ya me voy y me resigno…Cantaba así Carlos Gardel, como un tétrico presagio de aquel accidente aéreo en Medellín, que se llevaría al morocho para siempre. Y estas palabras podrían ser utilizadas como banda sonora para la situación actual de los viejos negocios, sobre todos los cafés y las Confiterías de Buenos Aires. De la Gran Buenos Aires como les gusta decir a los porteños.

            Es cierto que el café notable Los Galgos llevaba unos cuantos años venido a menos, de capa caída, como si se fuera apagando lentamente, al igual que su dueño; Horacio Ramos, hijo de José Ramos, que se hizo con el local en 1948 comprándoselo a un inmigrante asturiano que lo abrió en 1930, después de llegar a Buenos Aires en 1918 en busca de una oportunidad de vida. Lo cierto es que Los Galgos ─abierto entre la avenida Callao y Lavalle─, sobrevivió al cambio de dueño, pues si bien su fundador español era seguidor de las carreras de estos perros, el nuevo dueño decidió conservar el nombre del local que ya se había hecho conocido entre los parroquianos. También sobrevivió a su último dueño; Horacio, pues a pesar de que el café ya no daba dinero salvo para subsistir ─lo comido por lo servido─, su dueño lo mantenía abierto por amor al local y a su clientela. Pero Horacio Ramos falleció en octubre del pasado año, y aunque sus familiares decidieron mantenerlo abierto en su honor, hace unas semanas bajaron la persiana; en un principio por vacaciones, pero como en otros casos el café no volvió a abrir sus puertas. Desde hace unos días su nombre ha desaparecido de la fachada, y ha sido sustituido por un enorme cartel donde se anuncia que se alquila el local. Si no sabes que allí se abrió un histórico local para la historia de Buenos Aires ya no hay nada que lo recuerde. 

            Apenas pude entrar un par de veces a su interior, bastante viejo, un poco ajado por el paso de los años, pero con un peso importante. Las dos puertas que se abrían a ambas calles vieron pasar por ellas a grandes personajes del país. Hay mil historias, muchas de ellas contadas a la prensa por el viejo dueño. En el tiempo que estuvo detrás de la añeja barra ─sobre la que se situaba una vieja cafetera, vigilada por un mueble de espejos y madera cuidadosamente tallado, rematado el conjunto por un fileteado donde se celebra el setenta y cinco aniversario del local, escoltando esta referencia histórica por los símbolos del local; dos galgos, uno blanco y otro negro a cada lado del mueble─, Horacio vio pasar por la puerta de su negocio a Eisenhower, De Gaulle, JFK, o al Papa Juan Pablo II entre otros. Y atendió en su interior a músicos como Aníbal Troilo, Julio de Caro o Santos Discépolo ─que vivía en el 200 de la avenida Callao─, a poetas como Enrique Cadícamo y políticos como Ricardo Balbín o el ex presidente Arturo Frondizi.


            Los viejos clientes que hoy se han quedado sin lugar de reunión, aseguran que a pesar de las caras famosas que se daban cita en su interior ─hubo una temporada que se consideró el café como el centro de reunión de la bohemia porteña─, Horacio prefería tratar con los clientes del barrio, trabajadores y vecinos habituales. En el bar siempre había agua fresca y una silla preparada para que descansaran los barrenderos de la zona, las profesoras del colegio próximo tenían mesa reservada para sus desayunos, y Miguelito, el sastre de enfrente y cliente desde hacía más de treinta años, se servía las medialunas el mismo.

            El bar hacía años que estaba dentro de la lista de los bares o cafés notables de Buenos Aires, casi un patrimonio local que ahora ha quedado vetado para el disfrute de locales y forastero. Según dicen las lenguas que añoran ya sus mesas y sus sándwiches de miga, un hostelero, dueño de otro café histórico de la ciudad tiene planeado hacerse con el café y reabrirlo al público. Esperemos que pronto la esquina de Callao y Lavalle vuelva a franquear sus puertas, y que la luz porteña vuelva a iluminar los galgos que desde hace ochenta y cinco años recibían a los clientes desde la parte alta del mostrador.



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