viernes, 5 de junio de 2015

MAÑANAS DE CINE Y VERMÚ


            Hace un par de días volví a hacer una cosa que me encanta y que hacía años que no hacía: ir al cine por la mañana. Cerca de mi casa en Buenos Aires hay un pequeño cine de barrio, un cine con un par de salas de tamaño medio y una más pequeña. La taquillera es una mujer de unos cincuenta años que vive en el barrio, la suelo encontrar cuando entras en la frutería o el supermercado. Dentro no hay bar, ni tienda de golosinas o palomitas, ni siquiera hay una máquina de refrescos. En la puerta bajo la marquesina del viejo cine, un chico joven coloca un carrito para vender frutos secos, tutucas, palitos salados, cacahuetes y palomitas. Atiende a los clientes que hacen fila ante su pequeño negocio rodante antes de entrar en la sala, entre tanto da conversación y a la vez vueltas con una larga y desgastada cuchara de madera a un recipiente de cobre, donde cuecen entre borbotones de caramelo las almendras que luego empaquetará, y venderá a diez pesos el paquete. 

            El cine, a pesar de las pocas salas, pasa cada día de seis a ocho películas diferentes. Entre ellas documentales, películas de animación, comedias o thrillers. Abre sus puertas a las diez de la mañana y comienza a vender entradas para la primera sesión del mediodía, desde ahí hasta las diez u once de la noche no dejan de emitir películas en todo el día, intercalando todas las que ofrece en su cartera. Los horarios se cambian prácticamente cada día, por ello es costumbre de los que nos gusta el séptimo arte, pararnos unos segundos cuando pasamos por delante de la cristalera del cine Gaumont, para ojear los nuevos horarios, o ver si hay una nueva película en cartelera.

            Esta semana volví a retomar la tradición que comencé en los primeros años que pasé en la universidad de filosofía y letras de Valladolid. Por aquella época la ciudad contaba con cinco cines en el centro de la ciudad, a parte de los que había en el interior de los centros comerciales de las afueras. Tres eran cines de barrio, con una o dos salas: como el de Mantería, los Renoir, o los Manhattan. También estaba el Carrión ─que intercalaba teatro, conciertos y cine─, y en un lateral del paseo Zorrila abrieron los Broadway, que eran lo más parecido a una gran superficie cinéfila, contando con diez salas. Pero entre todos ellos había uno que para mí, por su encanto especial, sobresalía por encima de los demás. Se encuentra aún en una de las calles laterales al Teatro Calderón ─donde también pasan películas, pero solo durante la Semana Internacional del Cine─, y se llama Casablanca. 

            La mayor parte de ellos han ido cerrando sus puertas en estos años pasados, dejando la ciudad más huérfana de cultura, más alejada de los recuerdos de los que nos hicimos hombres o mujeres en sus calles, en su universidad, en sus cafés y en esos cines de otra vida. El Casablanca era el más pequeño de todos, y se encontraba en la zona que solía recorrer con mis compañeros de aula y de piso, que en ocasiones eran los mismos. Difícil era no encontrarnos en las mesas de mármol, entre los cafés con pacharán o picho de tortilla ─dependiendo de la hora─, de El Minuto, entre los vahos de vermú ─siempre rojo y con aceituna─ de El Penicilino, o entre la bruma espesa, casi bretema gallega de las últimas horas del Cafetín. Por allí también estaban nuestras librerías favoritas, los restaurantes donde comíamos muy pocas veces, pues por aquellas el dinero no nos daba para tanto y solíamos juntarnos en casa de unos o de otros, aportando cada cual lo que podía o sabía hacer. El dinero lo gastábamos en cañas de cerveza, y los días que tirábamos la casa por la ventana tomábamos una copa de ginebra, o un vaso de whisky en El Herminios de la plaza de la Universidad ─ya desaparecido─. Un lugar mágico que siempre me pareció de novela. Había que bajar un par de decenas de escaleras para llegar a la sala, toda llena de mesas rectangulares y sillones de a dos, tapizados en tela roja. Decoraban la sala vitrinas llenas de instrumentos de viento y cuerda, entre fotos en blanco y negro de trompetistas negros con los mofletes hinchados, antes de expulsar el aire al interior del instrumento. Todos portaban esa grandilocuente sonrisa perene que mostraban los músicos americanos de los años cincuenta. El camarero sabía que éramos estudiantes y que no íbamos a arreglarle la caja del día o de la noche, por eso cuando nos veía abrir la puerta de cristal niquelada en los laterales y el tirador, siempre se mostraba mal humorado a pesar de que le encantaba hablar. No recuerdo el nombre del camarero, pero sí que fumaba Winston y ponía un disco de jazz tras otro. Cuando tenía el día marchoso se lanzaba al blues, al charleston o al ragtime.

            Pero estaba recordando el Casablanca y sus películas. Sé que aún sigue abierto, que pasan películas de vez en cuando, pero no con la frecuencia que lo hacían antes. Tampoco se ha guardado la tradición de las horas del pase de los filmes, ahora con un poco de suerte las pasan antes de la cena, pero en aquellos años en que era un estudiante que vibraba y se interesaba con todo lo que tuviera que ver con la cultura, las películas del Casablanca se pasaban también por la mañana, siempre antes de comer, lo justo para salir de la sala a la hora del vermú. Recuerdo salir corriendo de la facultad para poder llegar en hora a la sesión de las doce del mediodía, sacar mi entrada ─que era de precio extra reducido comparada con las del resto de locales─, y sentarme corriendo en la última fila de la pequeña sala del cine, donde ya comenzaban a proyectar las primeras escenas de la película. Siempre en versión original subtitulada. Los títulos eran bastante extraños, cine de autor, cine francés o italiano ─la mayoría─, películas que no se pasaban en los otros cines más comerciales. Nuestros padres iban al cine las tardes de los domingos por dos pesetas ─y no es una metáfora─, y disfrutaban por ese precio de dos películas diferentes, o se metían en una sala de sesión continua, donde podían entrar a mitad de una película, verla terminar y después ponerse a ver la primera parte que se habían perdido, pasando una tarde entera en su interior. Yo eso no lo viví, pero supongo que sentirían algo parecido a lo que siento yo en una mañana de cine. En esos años universitarios notaba unas sensaciones difíciles de explicar al salir del cine, muy diferentes a las que he sentido después al abandonar cualquier cine por la noche. Hace un par de días volví a recrear en mi cuerpo esa misma sensación indescriptible, cuando salí un tanto noqueado ─la película de nuevo poco comercial era realmente buena─, del cine de la calle Rivadavia de Buenos Aires. 

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