sábado, 6 de junio de 2015

EL TÓTEM DE RETIRO


            Me consta que en Buenos Aires hubo una época, bastante amplia, en la que el patrimonio no solo se respetaba a pies juntillas por los ciudadanos y por los políticos, sino que incluso los demás países admirados por el cariño y cuidado esgrimido por las autoridades a su patrimonio, enviaban regalos desde sus países para que lucieran en mitad de las plazas de la capital rioplatense. Ya hemos hablado de la torre de los ingleses ─hoy restaurada después que una turba enfurecida tras la guerra de las Malvinas la destruyera─, del monumento dedicado al hermanamiento uruguayo- argentino del parque Lezama, de las esculturas enviadas por España e Italia en honor al centenario de la revolución de Mayo, y que hoy en día reciben diferentes tratos: unas respetadas y admiradas, otras olvidadas en un rincón de la ciudad, cercenadas en parte, empaquetadas y diseminadas en naves y parques. A esto habría que sumar una larga lista de esculturas, edificios, monumentos que se encuentran renqueantes, olvidados y sin visos de ser restaurados para presentados correctamente a los habitantes y visitantes de Buenos Aires. La ciudad tiene grandes ejemplos de emplazamientos mágicos, que atraerían al turismo y brindarían bonitos recuerdos a los bonaerenses, pero que sin embargo se encuentran ignorados, convirtiéndose en lugares que con el paso de los años y la dejadez gubernativa, se han vuelto sitios poco recomendables o directamente peligrosos.
            El Tótem de Retiro es uno de ellos, la obra se encuentra en mitad de un tótum revolútum de plazas ajardinadas, donde nunca se sabe dónde empieza una y acaba la otra, cruzadas por viejas vías de tren que se pierden en la lejanía tras las estaciones de ferrocarril y ómnibus. Estos pseudospuntos verdes se encuentran rodeados de grandes calzadas, por donde circulan mastodónticos camiones cargados con mercancías, y contendores que entran y salen del puerto bonaerense. El sitio es poco agradable, no solo por el ruido y la polución, sino porque la zona es un lugar utilizado por los toxicómanos para inyectarse su dosis diaria y para llevar a cabo sus trapicheos. Al llegar las últimas horas de la tarde, cuando cae ya la noche, la zona se convierte en un lugar liberado, donde no hay ley. Entonces se corre el peligro de que te asalten en cualquier esquina, lo que sumado a que allí se encuentren las dos estaciones más importantes de la ciudad, hace de Retiro el lugar donde más robos y agresiones se producen dentro de la Capital Federal argentina. Poco o nada importa que justo al lado se encuentre el Ministerio de Migraciones o la sede central de Correos Argentinos, la vigilancia brilla por su ausencia. Lo mismo que la limpieza. La calzada y los parques rebosan de basura, dando a la zona una imagen de dejadez y asquerosidad impropia del centro de una capital.

            Allí, en mitad del caos, cuando la zona era un lugar mucho más agradable se creó la plaza Canadá. Era 1961 y el país septentrional encabezado por su embajador, agradecidos por el nombramiento de la plaza, decidieron enviar un regalo para colocar en mitad de dicha explanada. Así en 1964 se embarcó finalmente en el buque S.S. Mornaciele de bandera canadiense, un tótem tallado a mano por la tribu Kwakiuti, unos indígenas de la isla de Vancouver. El ídolo medía veintiún metros y medio de altura, dejando veinte a la vista, y usándose el uno y medio restante como base dentro de una capsula de cemento para protegerlo. Todo eran vivas y hurras, golpecitos en la espalda y celebraciones entre los gobernantes el día que el cedro de una pieza, y decorado en la alternancia de rojo, blanco y negro se inauguró. A nadie por entonces interesaba ya la representación del hito. Que más daba si el asunto representaba al clan Geeksem, partiendo desde el águila, y pasando por el león marino, la nutria marina, la ballena, el castor, el hok-hok ─un ave caníbal─, para terminar finalmente en un rostro humano que representaba al jefe del clan. 
            La embajada de Canadá, ingenuos de como funcionada el país, envió unas instrucciones al gobierno porteño, de cómo cuidar el tótem para que no sufriera las inclemencias del tiempo, pudiendo así perdurar en perfecto estado para el disfrute de las generaciones venideras. Básicamente las instrucciones recomendaban realizar cada cinco años un tratamiento sobre el tronco de cedro con un fungicida de calidad, evitando las plagas de carcoma o de cualquier larva que pudiera dar al traste con el monumento, además de dar un par de capas de pintura resistente a la humedad. Como es lógico en un país que desde los años treinta, poco o nada se interesaba por el cuidado y mantenimiento de su patrimonio, ese tratamiento no se realizó nunca. 
            En el año 2008 alguien se debió dar cuenta que el regalo canadiense daba asco y se desmenuzaba a trozos. Entonces se llegó al consenso de restaurarlo ─a buenas horas─, pero el asunto pintaba mal. Cuando se iba a llevar a cabo la maniobra para sacarlo del suelo y llevarlo a restaurar, algún genio tuvo la gran idea de restaurarlo allí mismo, a la vista de todos para que se aprendiera a respetar el patrimonio común ─consejos doy que para mí no tengo─. En ese momento en vez de sacar el tótem limpiamente de la capsula de cemento, se decidió talarlo con una sierra mecánica a medio metro del suelo. Rota ya la pieza única original, se decidió comenzar con la restauración. Aun no entiendo por qué ─nadie lo entiende─, después de una semana tirado en la plaza, las autoridades decidieron serrar el tótem indígena en varios pedazos para trasladarlo a una playón de la ciudad, donde se dejó abandonado de nuevo, acabándose de pudrir y desmoronar como un azucarillo en una taza de café negro. 
            Un año después, en 2009, el ministro de cultura viajó a Canadá diciendo que no sabían que había pasado, pero que de repente el tótem estaba hecho unos zorros. Literalmente dijo: el tótem está muy destruido. Como si el mismo hito indígena se hubiera autodestruido, se hubiera dejado pudrir y después se hubiera auto mutilado en trozos con una motosierra, y todo para dejar en mal lugar a los gobernantes de la ciudad, el maldito. Lombardi que es como se llama el tipo ─sigue en el cargo─, se presentó en el país norteamericano a negociar su reposición. Es decir, ustedes nos hacen un gran regalo, símbolo de su país y su historia, nosotros solo tenemos que pintarlo cada cinco años pero lo dejamos morir. Después en un momento de restauración lo desmembramos y lo abandonamos, y ahora venimos aquí a decirles que si nos hacen y regalan otro para volver a destrozarlo. 
            El caso es que en el gobierno canadiense se tragaron el cuento ─ya saben que los canadienses son una raza extraña, de esa que cuida su patrimonio, su naturaleza y que son cívicamente inapelables─, y mandaron a la comunidad Kwakiuti realizar un nuevo tótem para regalo, y que fuese colocado después en la plaza Canadá de Buenos Aires. En este caso se realizó de nuevo en una sola pieza de madera de cedro, pero de una altura mucho menor, poco más de diez metros. El día de su inauguración de nuevo los vivas, los hurras y los golpecitos en la espalda de los mandamases porteños, ante la mirada del embajador canadiense en el país. Era 2012, veremos a ver si en 2017 cuando se cumplen los cinco primeros años de su colocación, y se deba realizar el primer tratamiento de conservación éstos se llevan a cabo de forma correcta, o si por el contrario se vuelven a tirar las indicaciones a un pozo sin fondo. Volviendo dentro de cuarenta años el ministro de turno, a presentarse en Canadá implorando un tótem nuevo.

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