lunes, 14 de septiembre de 2015

ADIÓS MUCHACHOS



Se me hace muy extraño pasear por Buenos Aires sabiendo que será la última-al menos de momento-. Ocho meses caminando las mismas calles, disfrutando los mismos monumentos y viendo las mismas caras hacen que todo se vuelva familiar, cercano, casi necesario. Cuando te das cuenta que al día siguiente te vas, que cierras la maleta y dices adiós muchachos nos vamos viendo, la tristeza te embarga, y vas por la calle ya echando de menos lo que aún tienes delante, lugares que te miran de reojo, como diciendo; eh chaval, que te vas y no me echas la última mirada.

            Al final vas dando valor a lo vivido, y a detalles nimios que cambiarán en horas, pues son costumbres de un país o de un continente que por suerte solo se ven si paseas por Buenos Aires. El olor a pizza y a empanadas, el dulzor espeso de las medias lunas y de las facturas recién horneadas, las librerías de Corrientes que abren hasta la medianoche, el ey capo para llamar tu atención por la calle, o el che boludo. Los grupos de amigos o familiares tomando mate en parques y jardines, y las charlas de cafés y confiterías. La fainá, la chipa, el tango, el lunfardo, los asados…

            En realidad son bellos recuerdos que me acompañarán, en eso consiste el viajar y no el visitar. Mañana ya no pasearé sus calles, no sentiré su viendo frío de invierno, no oleré los perfumes de la ciudad, ni escuchare el ruido ensordecedor de 9 de Julio. A partir de mañana solo queda recordarlo y sobre todo escribirlo, devolver a la ciudad parte de lo que me ha dado, de lo que me ha enseñado y de lo que me ha aportado.

            Suelo decir que hay que viajar leído, y con libros. Que de nada vale visitar diez ciudades en ocho días si no eres capaz de empaparte un poco del ambiente de la sociedad y del lugar que visitas, si no hablas con su gente o aprendes sus costumbres. Está muy bien visitar ciudades para coleccionar fotos junto a los principales monumentos, pero yo prefiero coleccionar recuerdos y sensaciones.


            Han sido unos meses extraordinarios de reencuentros con viejos amigos, de encuentros con familiares perdidos y de conocimiento de nuevas personas, ciudades, trabajos y sensaciones. El resultado de viajar de verdad, de empaparse de todo, es que cuando te vas dejas una parte de ti en el lugar, nada físico, todo invisible pero sustancial, y sobre todo que te llevas algo del lugar. En mi caso dejo mucho, pero me llevó más, tengo la maleta llena, y no solo la física que va llena de libros y dulces, sino la imaginaria. Esta también pesa, incluso casi se desborda, como la mía, que acabo de cerrar esta noche. Solo puedo decir gracias y hasta pronto. 

domingo, 13 de septiembre de 2015

YO INVENTÉ LA BOCA


Un sacerdote amigo de mis abuelos me comentaba hace unos meses algo sobre Quinquela Martín, un tipo serio, sobrio, inteligente y afable. Decía que en su casa-estudio con vistas al Riachuelo y al trasbordador de La Boca solo había -además de los utensilios de pintura- una cama de madera y un parco crucifijo de madera. Coincidieron en muchos asados-me decía-, y nunca comía nada, solo tomaba whisky con hielo.

            Quinquela Martín solía afirmar medio en broma medio en serio, que el inventó La Boca, y un poco así fue, la visión onírica del barrio porteño, el de los colores abarrotando las calles y las paredes de las humildes casas, nació de su cabeza, no existían, eran de color metálico o metálico oxidado, como siguen siendo hoy, si te separadas de la zona turística y entras en el barrio de verdad, donde viven las personas ajenas al negocio del turismo y el suvenir. 


            Por suerte su labor no ha sido olvidada, tal vez los mejores museos del continente no atesoren un gran número de sus obras, que no aparezcan en los principales manuales de arte, o que los coleccionistas asiáticos no se maten por cubrir de guita sus obras, pero están ahí, y en Buenos Aires en , y en La Boca en particular es un mito que se aparece sonriente en cada esquina. Por muchos que se lo nieguen es cierto que el inventó La Boca, y que La Boca agradecida le inventó a él, y lo hizo inmortal. No hace mucho, no recuerdo si en la fiesta del barrio o en una efeméride del pintor, los jóvenes, niños y no tan niños, se dieron cita en los alrededores de la escuela Pedro de Mendoza para pintar el barrio, para decorar la zona donde vivió Quinquela con los colores con los que él vio y representó el barrio. Un bonito homenaje de su gente que aún se atisba hoy en el suelo y algunas paredes después de muchos meses. Junto a la escultura que lo mantiene erguido y presente, tanto física como intelectualmente, pues a su figura se añade la siguiente leyenda: A todo hombre que sueña le falta un tornillo. Este tornillo no los volverá cuerdos; por lo contrario, los preservara contra la pérdida de esa locura luminosa de la que se sienten orgullosos.

Tumba de Benito Quinquela Martín en el cementerio de la Chacarita.

sábado, 12 de septiembre de 2015

UN PASEO POR ROSARIO


           Fue un viaje inesperado, por la visita a la ciudad y por lo que me llevó allí. Llegué a la estación de ómnibus rosarina para un encuentro, aunque más bien pareció un recuentro. Al poco de bajar del vehículo conocí a mi prima, una prima tercera, descendiente de un familiar que se vino a la Argentina en 1912. Ciento tres años después la familia se reencontró de nuevo, y a pesar de no conocernos, de solo saber del otro desde una semana antes, el encuentro fue como volver a ver a una persona con la que has compartido mucho; tiempo, ideas, gustos, aficiones, pensamientos…

            Busqué el rastro de sus descendentes cuando llegué aquí, visite el archivo de la inmigración y el archivo de los mormones de La Plata-ellos guardan el mayor número de información de todos aquellos que vinieron desde Europa a buscar una vida mejor-, pero nada. Pero de pronto, un día sonó un timbrazo en una casa de un pueblo zamorano, unos días después un email voló desde Buenos Aires a Rosario, y en una semana, Rosario fue el lugar de encuentro para unir a las dos partes de la familia, la tercera generación. Nuestros mayores nunca se olvidaron, los que se vinieron a Argentina, recordando con tristeza sus raíces. Los que se quedaron preguntándose qué habría sido de sus parientes. Hace unos días por fin pudimos poner en relación las miradas de ambos lados. Un homenaje a nuestros mayores que no pudieron hacerlo.


            Creo que aún nos soy consciente de todo lo que esto ha significado para mi vida, para mi futuro, para mi relación con un país que ya antes de ello me había acogido con los brazos abiertos. Apenas fue un fin de semana, pero fue mucho más, fue un punto de partida que se fraguó a base de charla-volví casi sin voz-, de paseos por la maravillosa ciudad que se eleva junto al río Paraná, y del disfrute gastronomía del lugar. Me sentí integrado en el lugar, en su entorno, con su gente, volví agradecido, feliz, con ganas de más. Con ganas de recuperar para mí y para los mío, los ciento tres años perdidos entre la brisa del océano Atlántico. 

viernes, 11 de septiembre de 2015

LA FLOR DE BARRACAS



             Llegué a esa zona del barrio una tarde soleada de invierno, la claridad del cielo bonaerense suele engañar, da la cara limpia y serena, pero en el fondo esconde viento frío y humedad, una mezcla que te deja helado en cuanto pasas una hora en la calle. Esa tarde Buenos Aires volvía a mentir compulsivamente.

            Caminé hasta la zona baja de Barracas buscando una localización para colocar una pensión venida a menos, pero segura ante los ojos de la policía-de la cana dicen aquí-, para algo que estoy comenzando a escribir. Me acerqué hacía las viejas vías del tren Roca, entre el tramo que va desde Plaza Constitución hasta la vieja estación de Hipólito Yrigoyen. Lo encontré pronto, una esquina apenas construida, o mejor dicho, construida y casi derruida frente a las vías, mirando al puente por el que no dejan de pasar camiones cargados con contenedores, día y la noche. La zona está enmarcada por algunos grandes edificios que solo muestran su esqueleto, y que seguramente queden así de por vida. La burbuja inmobiliario o la crisis les pilló a medio camino. El barrio parece desmadejado en ese punto, pero tiene un toque que muy pocos otros lugares de Buenos Aires tienen.

            Me gusta el lugar me digo, hago algunas fotos y paseo alrededor del lugar donde voy a colocar la pensión. Al rato me doy cuenta de que justo enfrente del lugar, al otro lado de la calle Suárez, se abre un viejo café, uno de los de toda la vida, me acerco curioso, me asomo y entro. Se llama La Flor de Barracas, el lugar es fantástico, recoge toda la tradición de los primeros cafés del barrio y de la zona sur de la capital porteña.


            En lo primero que me fijo es en el suelo, de baldosa antigua de aquellas pintadas a mano y después cocidas individualmente, al estilo portugués, con dibujo geométrico a colores, perfecto. La barra de madera impecable, y el fondo, con una estantería totalmente cubierta de botellas de licor.



             Decido sentarme en una de las mesas que están junto a la ventana, enfocada hacía el solar que no hace mucho estaba observando, pido un café y mientras la chica sonriente que atiende las mesas me lo acerca, voy tomando unas notas en una libreta que siempre llevo en el bolsillo. Pero de nuevo miro el interior del local, techo alto, mesas rectangulares de a cuatro y sillas clásicas de madera. El café esta bueno, a pesar de que los cafés bonaerenses me siguen pareciendo aguados. Junto al vaso de sifón y la taza de café, otro vaso de cristal, en su interior un ramillete de flores violetas naturales, lo que da un toque diferente al lugar.

            De pronto, allí sentado lo veo, desde donde estoy se ve perfectamente la futura puerta de la pensión extra radial, y donde se esconderá algo que mi personaje protagonista debe encontrar. No lo dudo ni un momento, la silla que yo ocupo en ese momento la ocupará mi protagonista, y desde ella vigilará la entrada y salida de la gente del edifico que se encuentra en frente. Me lo imagino allí sentado, casi aterido de frío, esperando calentarse las manos y las entrañas con un café caliente y un par de medias lunas de grasa. El día naciendo desde el Riachuelo y los niños llegando escandalosos al cercano colegio de la normal.

            Salgo, al igual que hará él por la puerta principal, cruzo la calle sin buscar el paso de cebra, esperando que me dejen el paso expedito los camiones cargados con contenedores y me planto en la otra vereda, donde una ventana tapada se convertirá en una puerta vieja, tras de la cual se elevarán dos tramos de escalera. Sin duda una tarde bien aprovechada. 


jueves, 10 de septiembre de 2015

CANILLITAS PORTEÑOS



           El uno de enero de 1868 se escuchará por primera vez en las calles de Buenos Aires unas voces que sería inconfundibles con el paso del tiempo, la de jóvenes niños que ofrecían el título de un diario. El periódico era La República, fundado por Manuel Bilbao, que a la vez, sin darse cuenta creaba una nueva forma de entregar la prensa, una forma mucho más directa y mucho más rápida, pues hasta entonces los periódicos solo se venían por suscripción, y los lectores los leían con retraso, o debían pasarse directamente por la imprenta para recogerlos y leerlos en el día.

            Poca gente no habrá visto alguna de esas viejas películas norteamericanas o inglesas donde un niño, con la cara sucia y una visera raída, ofrece las últimas noticias del periódico de la tarde en medio de una calle atestada de personas que van y vienen. Pues esos vendedores de periódicos, tuvieron su germen en los canillitas porteños. Que por cierto, en 1868 vendían cada periódico a un peso.

            Hoy los canillitas a la vieja usanza han desaparecido, en realidad desaparecieron cuando se crearon los quioscos de prensa, esos lugares en donde cuando no existía la televisión y muy poco gente tenía un aparato de radio, se daban cita los ciudadanos para enterarse  de las ultimas noticias, de los últimos resultados deportivos, o para ver como avanzaban las guerras propias y ajenas. Evidentemente todo eso solo era una excusa más para juntarse con sus semejantes y charlar, contraponer sus ideas, y en ocasiones acabar a trompadas para defender su punto de vista.


            Hoy en Argentina la palabra canillita se sigue utilizando, con ella se describe a las personas que viven de vender prensa, sea en quiosco de la calle, en una esquina, o en tiendas de fotocopias y librerías, pero poco o nada se parecen a los canillitas originales. Aquellos eran normalmente niños huérfanos o sumergidos en la pobreza, que repartían periódicos para poder sobre vivir, pero que a parte de ese trabajo tenían algún otro más, pues cobraban una miseria por desempeñarlo. En realidad hay algunas cosas que no han cambiado tanto. 

miércoles, 9 de septiembre de 2015

LA CASA DE LOS LEONES


              Está al principio de la calle Larga, al menos así se denominaba a la actual Manuel Montes de Oca cuando el barrio de Barracas bullía de vida y actividad, y su población estaba cargada de trabajo que nacía a la vera del Riachuelo. Cuando todas los frigoríficos o barracas de carne y cuero se situaban allí. Eran los años grandes para el barrio, durante el siglo XIX, cuando en los alrededores de la calle Larga se levantaban fábricas alimenticias que se harían famosas en todo el país, creando productos que fueron clásicos-algunos lo siguen siendo aún hoy-, pero que con el tiempo se perdieron, como se perdió el viejo barrio; bizcochos Canale, galletas Bagley o chocolates El Águila.

            Pasear por Montes de Oca es como hacerlo por un paseo de nostalgias, un paseo cargado de historia, de vidas y de sueños. Los edificios históricos se amontonan, como la iglesia de Santa Lucía o la cercana Casa Cuna, hoy hospital infantil. Aunque algunos se sujetan de mala manera, a punto de caerse siempre, pero también siempre manteniéndose como buenamente puede, sobreviviendo. Una metáfora más del barrio.


            Como todo viejo barrio de una ciudad con mucha historia y muchas vidas, el antiguo Barracas cuenta con algunas leyendas e historias curiosas. Leyendas que como suele ser costumbre se apoderan de los edificios más llamativos, los más viejos y por supuesto los más interesantes de la zona. Este es el caso de la famosa Casa de los Leones, junto a la vieja Casa Cuna, casi a un paso de la calle Caseros y sobre la vieja estación general Roca de Plaza Constitución. En ese punto aparecería Eustoquio Díaz Vélez -hijo de un héroe militar que había luchado contra los ingleses en las invasiones de 1806 y 1807, y contra los españoles durante la guerra de la Independencia-, un tipo que gracias a las ingentes cantidades de tierras que poesía al sur de la provincia de Buenos Aires, donde llevaba a cabo actividad de hacienda y ganadera, se había labrado un capital que podía igualarse a los Anchorena o a los Alazaga, de los que hemos hablado en algunas ocasiones. 


         Sería en 1880 cuando Eustoquio compró la mansión de estilo francés por su cercanía con el puente Gálvez-actual puente Pueyrredón-, por aquel entonces único puente que cruzaba el Riachuelo, y que le daba rápida salida a sus terrenos del sur. La zona por aquel entonces quedaba lejos de la ciudad, Eustoquio temeroso de sufrir algún robo o asalto en la oscuridad de la noche, decidió usar su amplio jardín para soltar unos animales que protegieran la casa y a la familia. Lo lógico hubiese sido que comprara grandes perros, como acostumbraban a hacer los demás dueños de casonas o quintas. Pero Estoquio, que parece ser era bastante excéntrico y extravagante, hizo que le trajeran tres leones. Los animales eran liberados durante la noche, y se les mantenía en jaulas durante el día, o cuando celebraba fiestas en la casa, evitando así que se produjera alguna desgracia.

            Una de las hijas del dueño comenzó a mantener una relación con un joven, hijo de una familia también dedicada a las haciendas y el ganado. Eustaquio y su mujer Josefa, vieron la relación con buenos ojos, y cuando los jóvenes decidieron caerse, los padres organizaron una enorme fiesta en la casa de Montes de Oca. Como en cada noche que había fiesta, los leones fueron guardados en sus jaulas para preservar la integridad de sus invitados, pero un error humano dejó una de las jaulas mal cerrada, lo que proporcionó que uno de los leones escapara.

            En el momento que el novio tomaba la palabra para agradecer la fiesta a sus futuros suegros, y explicar lo afortunado que se sentía de haber conocido a su hija, el león saltó desde unos matorrales y lo atacó. Mientras todos miraban horrorizados la escena, Eustoquio corrió en busca de una de sus escopetas de caza, para después de cargarla abatir de un certero disparo a la fiera. Para entonces ya era tarde, el novio había muerto bajo las garras del animal. La familia del novio culpo a Eustoquio de la muerte de su hijo por tener animales salvajes en casa, algo que también hizo su hija. Nunca le perdonó a su padre la muerte de su amado, y al no poder curar su dolor decidió acabar con su vida. Desde ese día Eustoquio cayó en una profunda depresión, dejó de visitar sus haciendas y se encerró en su casa.


            En mitad de la depresión Eustoquio decidió sacrificar a los animales, pero llevado por la locura o por el cariño que sentía hacía ellos, optó por sustituirlos por esculturas casi a tamaño natural. Es curioso como una de las esculturas, la que se encuentra justo a la entrada de la calle, representa a un león atacando a un hombre que intenta defenderse sin conseguirlo. A día de hoy, en el lugar que se sigue manteniendo en pie y en perfecto estado de visita, pero en su interior no vive una familia, sino que se ha instalado la Fundación para la vivienda y trabajo. Las historias actuales cuentan que los que allí trabajan suelen escuchar en ocasiones una especie de gritos o llantos, que podrían pertenecer al novio de la  hija de los Díaz Vélez.

            Lo cierto es que los leones están en el jardín, que uno de ellos se encuentra tacando a un hombre, y tal vez pueda ser cierto lo de que los que allí trabajan escuchen llantos y gritos. No puede olvidarse que el edificio está junto al hospital infantil del barrio. Lo que sin duda no puede ser cierto, es que los gritos pertenezcan a aquel novio muerto de forma trágica en la fiesta de compromiso de la joven pareja, pues el matrimonio Díaz Vélez jamás tuvo ninguna hija, sino que sus dos únicos descendientes fueron varones. Evidentemente al no haber hija, no hubo novio, ni cena de compromiso, y es poco probable que un caserón de Buenos Aires, por muy rico que fuera su dueño pudiera tener sueltos por su jardín animales salvajes y carnívoros. Pero que sería una ciudad como Buenos Aires sin leyendas y mitos. 

martes, 8 de septiembre de 2015

BARRACAS EN COLOR



               Uno de los grandes descubrimientos que he hecho en el tiempo que llevo en Buenos Aires ha sido el barrio de Barracas. Cuando llegué me lo describieron triste, desgajado, maltrecho y olvidado. Recuerdo como alguien me lo redactó como gris. A pesar de todo, no tardé mucho en internarme en sus calles. Recuerdo haber llegado a una de las avenidas principales, la de Montes de Oca, que guarda parques y edificios refundados, construcciones que han ido refloreciendo del viejo barrio estancado y hundido conscientemente por políticos y empresarios, para dar después un pelotazo urbanístico,  como he explicado en alguna ocasión.

            Entré desde San Telmo avanzando por la calle Caseros, una de las calles más bellas de la ciudad-al menos para mí-, con edificios del siglo XIX, palacios pequeños o grandes casonas que se alargan casi hasta el final de la calle, como en el caso de la mansión de los leones, que tiene una curiosa historia detrás, que si no les importa dejaremos para otro día.


            Lo cierto es que tal vez por las malas críticas que había oído del lugar, o tal vez porque realmente es un lugar bello, me sorprendió gratamente, y todo eso solo paseando por la zona anterior al barrio profundo, antes de cruzar bajo los puentes de la autovía 9 de Julio, la que parte el barrio a la mitad, y que sirve de frontera antinatural entre el viejo y el nuevo barrio de Barracas, el que está cerca de la modernidad, y el que sigue anclado en el barrio clásico, canchero y arrabalero, que le da un toque que el resto de la ciudad ha perdido totalmente. Un punto que a los que nos gusta la tradición, nos llena de alegría descubrir entre calles que han visto y oído tanto a lo largo de los años. 


               Caminando entre sus calles no solo descubrí cafés antiguos, atados a la memoria, que sirven para recordar lo que fue y lo que es el barrio, la mejor manera-la única tal vez- de que no se pierda el norte y que se sepa de donde se viene, y por ende conseguir atisbar en el horizonte a donde se quiere llegar. Pero también descubrí que el barrio es un lugar lleno de color. Hay muchas calles que tienen sus edifico pintados de colores vivos, como se puede ver entre California y los puentes de la autopista, también totalmente decorados, o en los viejos edificios de la avenida general Iriarte, y que albergan las antiguas parrillas y los centros culturales de la comuna, donde jóvenes y no tan jóvenes acuden a celebrar y a compartir. Otro de los grandes lujos de un barrio a la antigua usanza, en mitad de una gran ciudad, cada vez más grande y más antipersonal.

            Estos colores que llenan la parte más oeste del barrio son de muchos tipos, más clásicos y mucho más modernos. Uno de los colores decorativos más antiguos más antiguos del barrio, son los que decoran la fachada neoegipcia de la logia masónica número 74, la de los Hijos del Trabajo de la calle San Antonio. Muchos más modernos son los colores chillones que desde hace no mucho cubren la vieja fábrica de fósforos del barrio, y que ahora rebautizada como Central Park, alberga en sus locales tiendas de ropa deportiva a bajo coste, mientas que en sus interior diáfano deja espacio para los estudios de artistas argentinos. Uno de ellos era Pérez Celis, fallecido en 2008 y autor de los colores de la fachada, un tipo que además de esta obra al aire libre, también dejó su sello en el cercano barrio de La Boca, pues fue el que decoró por fuera la cancha de La Bombonera.

            Por último, un poco más lejos de los dos anteriores, se encuentra el pasaje Lanín, un espacio artístico a cielo abierto. Un lugar perdido, olvidado, que hasta hace no mucho era solo un espacio sucio bajo las vías del tren Roca, hoy es un espacio listo para que los jóvenes artistas puedan exponer su trabajo y darse a conocer. Fue Marino Santa María el que recuperó este espacio, pero la obra de Santa María no queda solo en este espacio interior, sino que él fue el que colocó la calle Lanín en el mapa artístico de la ciudad de Buenos Aires, cuando hace años decoró todas las fachadas de la calle con colores vivos, alegres y formas sinuosas. Haciendo que la parte del barrio que ocuparon las viejas fábricas, hoy abandonadas, reciba un nuevo hálito de vida, un soplo que sirve para reflotar un barrio que nuca debió haber perdido su esencia. 



lunes, 7 de septiembre de 2015

EL SANTUARIO DEL GAUCHITO GIL


           Caminaba hace unos días por la parte alta de la calle Corrientes, muy cerca de la estación ferroviaria de Lacroze y el cementerio de La Chacarita. Me entretuve buscando la escultura dedicada a los Andes que desde siempre ocupó el parque, y que hace unos meses misteriosamente desapareció, desde el gobierno de la ciudad se dijo que era para restaurarla y mejorar el parque. Lo cierto es que la teoría que emanaba desde el ayuntamiento no acababa de gustarme, me sonaba mucho a las del gobierno nacional sobre otras esculturas que han volado-como la de Colón-, Buenos Aires  es  una ciudad en la que las esculturas desaparecen y nunca más se vuelve a saber de ellas. El patrimonio porteño es esquilmado día tras día y parece que a nadie le importa.


            Por suerte en esta ocasión la teoría gubernativa fue cierta, y allí a un par de cuadras de donde me encontraba, y pegada a la vereda de la calle, la escultura dedicada a los indios originarios había sido repuesta, además de ser limpiada, se había colocado sobre un nuevo pedestal que le daba más enjundia al conjunto. Seguí mi paseo contento, en este caso al menos-pensé-, a ganado la memoria del pueblo a la manipulación del poderoso. 

Monumento dedicado a los pueblos originarios en el parque de los Incas, Chacarita.

          Proseguí mi camino por Corrientes con intención de cruzar la ciudad caminando, desde allí hasta Puerto Madero, cruzando varios barrios que poco o nada tienen que ver entre sí, un trabajo de campo que suelo hacer mucho en la ciudad, y que es la única forma de hacerse una idea un poco cabal del cómo y del porqué del lugar. Pero un par de cuadras más adelante, justo en la intersección de Corrientes con la calle Concepción Arenal tuve que volver a detenerme. Aún era parte del enorme parque, aunque ya estaba casi fuera de él, en la esquina de la última vereda. Un árbol grande, un ombú posiblemente. Bajo él se levantaba una especie de caseta o de chabola, realizada a base de reteles de madera y chapa, toda pintado de rojo. En la puerta un tipo vigilaba la entrada y salida de gente. Su indumentaria era muy curiosa, portaba la remera del equipo de barrio; el Atlanta, pero en mitad del pecho en vez de mostrar la publicidad consabida, llevaba a un tipo barbudo, un gaucho me pareció a simple vista.

            Entré en el predio, pequeño, unos cinco metros por otros cinco, vallado por una simple reja de poco más de metro y medio de altura. Al fondo, pegado al tronco del árbol, como si se sujetara sobre su superficie robusta, se levantaba un diminuto santuario donde solo podíamos entrar un par de personas. En su interior, una escultura casi llevada al mínimo, representaba a un gaucho del siglo XIX, con bigote negro y apoyado sobre una cruz que le brotaba de la espalda. El Gauchito Gil, dijo a mi espalda el chico de la camiseta de futbol. Debió observar mi sorpresa al verme dentro de un santuario tan curioso, y me contó la historia del santo, más propio de la memoria y de la mitología del pueblo que de la santidad oficial.

            Antonio Mamerto Gil Núñez, se llamaba en su nacimiento el Gauchito Gil, natural de Pay Ubre, cerca de Mercedes en Corrientes. Como los correntinos de esa época, el gaucho Gil era un trabajador de campo, agricultura y ganado-por mucho que les moleste a algunos en la actualidad, las labores, que hicieron de Argentina el país rico que dio de comer a toda Europa durante los años negros del siglo XX, y que ahora se están dejando caer en el olvido-. Adorador de San La Muerte, el gaucho Gil tuvo un romance con una señora adinerada de su pueblo, lo que hizo levantar los recelos, que con el paso del tiempo se convertiría en odio  de los hijos de la dama de alta alcurnia. Ese odio reinante y creciente hizo temer a Gil por su vida, y decidió alistarse en los ejércitos de la Triple Alianza, que en aquellos momentos comenzaban la guerra contra Paraguay. Cuando volvió de la guerra sano y salvo, fue obligado a alistarse para otra guerra, en este caso interna; él debía ingresar en las filas del partido autonomista para lucha contra los hombres del partido liberal correntino. Gil decidió que ya había tenido bastante guerra en su vida y desertó, las autoridades lo capturaron, y el verdugo se frotaba las manos de gusto, cuando después de colgarlo de un pie boca debajo de un árbol de espinillo recibió la orden de degollarlo.

            Antes de ser degollado, Gil le dijo a su verdugo que su hijo estaba muy enfermo, y que si quería curarlo debería rezar a él, al Gauchito Gil. El verdugo hizo su trabajo y Gil quedó desangrándose tirado en el suelo, junto al árbol. El verdugo al llegar a su casa, parece ser se encontró a su hijo muy enfermo, entonces recordó lo que Gil le dijo antes de ser ajusticiado, y le rezó. El niño se curó y el verdugo inmediatamente fue en busca del cuerpo de Gil para darle un entierro digno. Verdad o leyenda, el caso es que el Gauchito Gil desde entonces fue venerado por sus milagros, y el pueblo le ha ido levantando santuarios como el de Chacarita por todos los lugares del país.

            Al salir, el tipo me tendió una estampilla del Gauchito Gil, asegurándome que si lo llevo conmigo el Gauchito me protegerá de los verdugos. Me la guardé, por si acaso y seguí mi camino, pero no pude dejar de pensar en las analogías de la cultura popular de los pueblos, y me vino a la cabeza, el respeto que los narcos mexicanos de Sinaloa tiene hacia otro santo civil, al que van a rezar antes de emprender un vuelo con sus avionetas Cessna llenas de droga, entre Sinaloa y el sur de los Estados Unidos; Jesús Malverde, asaltador de caminos y patrono del narco.

domingo, 6 de septiembre de 2015

CAFÉS AMBULANTES


            Ya he dicho muchas veces que el café porteño no es santo de mi devoción, que lo tomo pero en pocos casos lo disfruto, demasiada agua y poco café en el vaso para mi gusto. Pero la ciudad es un templo de cafés históricos y modernos, en ellos se charla, se discute apasionadamente y sobre todo se vive, haciendo que estos lugares sean imprescindibles en la ciudad. Esta costumbre sin duda hace que el líquido negro sea casi tan consumido como el mate en la zona. Por ello, no es nada extraño-de hecho lo raro es lo contrario-, encontrarse un bar, un quisco con cafetera o un tipo con su carrito sirviendo café, en cualquier lugar donde se junten más de cuatro personas. Y de hecho de esas cuatro, al menos dos comprarán un café, sin duda, y si de paso hay facturas para acompañar el trago de cafeína, miel sobre hijuelas.

            Por supuesto en San Telmo o en la feria de Mataderos se multiplican como los champiñones en primavera, pero a mí me gusta verlos en el día a día; en la puerta de las estaciones de ferrocarril, en la explanada anterior a la estación de ómnibus de Retiro, en la plaza San Martín de La Plata o en la plaza Lavalle, al lado del Palacio de Tribunales, donde tienen clientes fieles, como el que suscribe, que siempre que va en busca de la Combi para viajar a La Plata, le consume un café con un golpe de leche. Mientras, cometamos las últimas noticias del día, las mismas que un repartidor de peridotos gratuitos grita en una esquina cercana. El café no es bueno, tampoco es barato-cosas que tiene esta ciudad-, pero valen la pena los pesos invertidos para meter algo caliente en el cuerpo, mientras se espera en mitad de la calle sobreponiéndose al invierno austral. Además la charla con Osvaldo; el vendedor de café vale la pena, su sonrisa -a pesar de la vida desgraciada que lleva- se contagia y el día es mejor día, porque en mitad del quilombo que es Buenos Aires en hora pico, personas como estos vendedores de café ambulante hacen que te reconcilies con el género humano. 

sábado, 5 de septiembre de 2015

EL CUARTITO


            El lugar puede pasar desapercibido a simple vista, un local de pizzas y empanadas en una calle no muy ancha, y en un lugar poco frecuentado por el turismo y las grandes masas de gente. Pero El Cuartito sin embargo, puede considerarse uno de los mejores lugares para comer pizza de toda la ciudad de Buenos Aires. Está sobre Talcahuano, casi esquina con Marcelo T. Alvear.

            Paso a menudo por su puerta, tanto cuando paseo por el cetro de la ciudad, como cuando subo a llevar a cabo mi trabajo de investigación en la Biblioteca Nacional, y siempre; sin importar la hora ni el día, el local está lleno de gente charlando y disfrutando de una pizza situada normalmente en mitad de la mesa.

            Después de pensar varias veces en entrar y comer un día en su interior, hace un par de días lo hice, crucé la parte principal de la entrada, abarrotada de gente esperando sus pizzas y empanadas para llevar, mientras las personas de la cocina corren y se mueven tras la barra, mostrando sus movimientos entrecortados entre las estanterías metales que separan los dos ambientes. Paso al salón, me siento contra la pared de los ventanales para poder contemplar el local en todo su esplendor, ver moverse a los camareros y asomarme a las mesas de los comensales, ver su actuación. Les veo disfrutar de sus platos, me convencen sus caras de complacencia mientras vacían sus platos. Aún asiento en mi interior cuando se me cerca el camarero, un hombre de unos cincuenta años con una sonría en la boca, le hago mi pedido. No tarda ni un minuto en servirme la bebida, y unos minutos después cuando aún no he reparado en la mitad de las meses del local, el camarero aparece con mi pedido, de pronto el ambiente se cubre de un olor que me atrapa, la pizza recién hecha me llama, y la fainá, diferente a las comidas anteriormente, más basta a simple vista, más compacta, me sorprende gratamente al llevármela al paladar. Un sabor irrepetible.


        El local lleva abierto desde 1934, y desde entonces ha ido amontonado muchos recuerdos, algunos aún están sobre sus paredes; la mayor parte son recuerdos deportivos. Me doy cuenta, que estoy sentado prácticamente bajo una foto firmada de toda la plantilla del Futbol Club Barcelona de la temporada 1992-1993, foto firmada por todos y cada uno de los jugadores, y al otro lado, un viejo banderín del Estudiantes de la Plata. El resto son imágenes de futbolistas, pero también de boxeadores, esquiadores y atletas, cubriendo las paredes casi por completo. En un apartado, donde también aparecen mesas y comensales agradados por la comida, un mural en honor a Boca Juniors se apodera de la pared. Al fondo, rematando o presidiendo la sala, aparece la única foto que no pertenece a un deportista; una imagen blanca y negra de Marilyn Monroe.

            Salgo contento, con el estómago lleno, y dispuesto a volver en breve, antes de dejar la ciudad, apuntando mentalmente el lugar en mi lista de favoritos porteños, para volver y recomendar.



viernes, 4 de septiembre de 2015

VIEYTES

          Es un bulevar venido a menos, muy a menos, aunque en su día debió ser un punto de encuentro, de charla, de vida y de baile. Se encuentra a los pies de las vías del ferrocarril Roca, cruzando todo el que hasta hace no mucho, fue el punto tanguero y navajero de Barracas. Una zona que hace unas décadas se dejó caer en la miseria, en la pobreza y en la delincuencia, devaluaron el valor de sus edificios y de sus calles, para después llevar a cabo la maravillosa recuperación económica de la zona, y la rehabilitación de sus edificios. Es decir, pegar el pelotazo de turno. Algo muy usado en la última parte del siglo XX en Buenos Aires. Antes ya lo hicieron con San Telmo, con el Abasto y con Montserrat, la burda maniobra es siempre la misma, echar a las familias que allí vivían desde siempre, dejando el barrio sin asistencia de ningún tipo, para que se vaya volviendo decrepito él solo, ahogando a sus habitantes y promoviendo la delincuencia, demorando las patrullas y dejando hacer a los chorros, dando vía libre a la impunidad.

Al final el barrio se deshabita, y se llena de gente sin hogar que ocupa casas y locales, después  estos, se les hecha por la fuerza, el barrio se llena de seguridad y comienzan las reformas. Todo cuesta el triple que antes, y las familias de siempre han tenido que dejar su barrio de siempre, para mudarse al norte  de la ciudad los que pueden permitírselo, y al conurbano los que no. Ya todo está listo para crear apartamentos de lujo, para llenar los bajos con tiendas de colorines y empresas de cadenas extranjeras. Un barrio sin historia y sin alma. Barracas fue el último en sufrirlo, o el penúltimo más bien, pues lo intentaron con La Boca, la arrebataron su vida, y después no han sido capaz de general el pelotazo, abandonándolo a su suerte. Tal vez por las continuas crisis del país, tanto económicas como de valores, o tal vez porque La Boca siempre fue un lugar especial, diferente, donde la gente no se dejó amedrentar y siguen poblando sus calles, tristes y sucias, muy cerca del centro de recreo del turismo llamada Caminito, donde los turistas se fotografían rodeados de la ciudad imaginaria, y evocadora que creó Quinquela Martín, mientas miran con asco el hediondo Riachuelo, pensando que con eso ya conocen a la perfección los bajos fondos del barrio y de la ciudad.

Así era-lo sigue siendo en parte- el viejo barrio de Barracas, y aunque una de las calles principales del barrio, como es Montes de Oca, ha sucumbido al urbanicidio amparado por gobierno local y nacional, el resto, a pesar de haber mejorado mucho, sigue mantenido un esencia única, que se respira en el ambiente según paseas por ella, sobre todo una vez has cruzado los puentes de la autovía 9 de julio, y te vas acercando a las vías de ferrocarril, cuando comienzas a sentir la humedad del contaminado Riachuelo, allí donde entre las calles Goncalves y avenida general Iriarte, abre las puertas Los Laureles, el último de Filipinas de aquello, que en su día fueron las pulperías donde se estrenaban los tangos para los portuarios, para los primeros visitantes del viejo Buenos Aires, con ginebra de garrafa, bebidas extraviadas y un farol en la esquina que da luz a poco más que su pedazo de vereda, mientras al lado resuena oxidado el tren que sale o entra desde la provincia. El lugar sigue albergando los viernes noche a los viejos habitante de la zona que se visten como si fuera su última noche de tango, y escuchan los clásicos en disco de pasta mientras sacan del olvido los viejos combinados. La última noche del Titanic.

 O cuando cruzas la avenida hacía el este, y entre casas bajas y recubiertas de chapa ondulante vas internándote en el barrio de La Boca, en el auténtico, dejas atrás el viejo local del Café El Estaño, donde de pronto la calle Aristóbulo del Valle termina en un gran parque situado tras la cancha de Boca; La Bombonera, pintada en azul y amarillo. Perros sueltos, se rascan mientras buscan donde sentarse a descansar, gatos siguen su estela, carros destartalados  de cirujas aparcados a las puertas de las casas desconchadas, situadas sobre aceras tremendamente elevadas del nivel de la calle y encaladas o pintadas de blanco, que ya es negro, familias sentadas en las puertas de los locales  compartido mate, con las manos negras y duras de tanto trabajar, de tanto buscar su vida entre la basura, otros por culpa del Paco, que sigue haciendo estragos en la zona. Las calles a medio asfaltar, dejando ver los antiguos adoquines de aquella ciudad esplendorosa, desaparecida. Fachadas cubiertas de chapas de colores oxidados, con goteras y marcas de humedad en cada rincón, basura en las esquinas y construcciones a medio terminar. A lo lejos, en las primeras esquinas, y con el anochecer presente, avisa peligroso el brillo del colmillo lobero, de la faca afilada y la navajada en la entrepierna. La Boca, la de verdad. Después al final del barrio, los colores y las tiendas de regalos y el falso tango, que intenta cubrir con una capa brillante lo real y lo palpable, la miseria.


No muy lejos de allí de nuevo en el viejo Barracas, al lado del puerto seco donde se amontonan miles de contenedores, que van y vienen del viejo y nuevo puerto, en la esquina con la calle Suarez, se levanta la estatua a Vievtes, en mitad del viejo bulevar venido a menos que lleva su nombre. Su autor, José Llameces. Hipólito Vieytes fue mucho más que una estatua venida a menos, enmarcada ante el esqueleto de un edifico demasiado grande para la zona, y que ya nuca terminará de construirse. Todo ello en un bulevar venido a menos y en una zona venida a menos, de un barrio venido a menos. Vieytes es una de esas personas que pasan desapercibidas en la historiografía patria, y por supuesto en la extranjera, pero fue uno de los principales culpables del movimiento que acabaría trayendo la independencia del antiguo territorio virreinal. Él, criollo de corte independentistas, cedió su jabonería, situada en la actual avenida  9 de Julio-uno de esos sitios históricos que la gran avenida se tragó en los años treinta y cuarenta del siglo XX-, y allí se dieron cita los nombres más importantes del silgo XIX, allí fueron las primeras reuniones subversivas para conspirar contra el Virrey, consiguiendo que éste dejara su puesto, y aprobaran la creación de la Primera Junta bonaerense, germen del futuro Congreso de Tucumán, que declararía la independencia y sancionaría la primera constitución argentina en 1816.

sábado, 29 de agosto de 2015

REPÚBLICA DE CROMAÑÓN


           30 de diciembre de 2004, diez y cuarenta minutos de la noche, barrio de Once, centro de Buenos Aires. El infierno convertido en boliche. Caos, gritos, muerte, y después muchas mentiras, muchos escurrir el bulto, y al final la búsqueda de culpables. Búsqueda que se queda en una nube negra de negligencia y falta de justicia. Aclarando, la tragedia del boliche República de Cromañón fue nuestro Alcalá 20. Un triste remate de año para un año que no fue bueno, tanto el 2004 bonaerense, como el 1983 madrileño.

            Cuando fui conociendo en profundidad la historia de lo ocurrido en el boliche República de Cromañón-una recién abierta sala de fiesta y recitales del centro de la ciudad-, no pude dejar de recordar la tragedia de Madrid-también sumando irresponsables recuerda a la cercana del Madrid Arena-, una de las peores de la capital, ochenta y un muertos,  sin duda la peor tras los atentados del 11-M. La de Buenos Aires fue también una de las peores de su historia, tal vez la peor-lo que sumando el accidente ferroviario de Once del año 2012, hace que éste barrio sea el que ha acogido las tragedias más recientes y traumáticas del país-, ciento noventa y cuatro muertos. Solo quince de ellos eran mayores de treinta años, y muchos de ellos lo eran menores de dieciocho. Incluso la noche se llevó a un niño de tan solo seis años, que estaba allí acompañando a su padre, uno de los encargados de la seguridad del local.

            Esa noche, ya en plenas vacaciones de navidad, con el verano austral en su pleno apogeo, las calles y los locales de Buenos Aires estaban con el cartel de completo. Pero si había un local de la zona que esa noche tenía el aforo más que completo, era el boliche República de Cromañón, en él esa noche se iba a llevar a cabo el recital del grupo de rock nacional Callejeros.


 No llevaban más de unos minutos de concierto cuando alguien, un descerebrado, decidió encender una bengala o un producto de pirotecnia similar, todo ello en un local cerrado y que multiplicaba por cuatro el aforo permitido. En seguida el aparato prendió una tela de plástico negro que se encontraba cerca del escenario, la tela altamente inflamable ardió en segundos, cuando el fuego terminó de devorarla se pasó a la guata y a la espuma de poliuretano que recubrían el local. El resto fue cuestión de segundos, interminables segundos.

Murales en recuerdo de las victimas sobre la estación de ferrocarril del Once. Próxima a donde se encontraba el boliche.

           En seguida todo se cubrió de humo negro y los primeros intoxicados comenzaron a caer al suelo. Otros intentaron salir del local por las puertas principales del mismo, una huida entorpecida por numerosas vallas que no deberían estar allí, además, la salida de emergencia que debería estar expedita se encontraba cerrada con candados y alambres, a pesar de que la luz marcaba que estaba en perfecto estado de uso. La huida de las futuras víctimas también se vio cercenada por una escalera que no debería estar allí-los planos del local no la reflejaban y se encontraba en el centro del garito-, algo similar ocurrió con un mostrador que entorpeció la evacuación.

            Pero ni con mucho estos fueron los únicos fallos en la seguridad del local. El humo que a la postre acabaría con tantas vidas, debería haber desaparecido del local de forma inmediata por las ventanas superiores del mismo, y mediante los extractores colocados en la terraza del boliche, al menos así debería de haber sido. Lo cierto es que las ventanas superiores se habían tapiado, y los extractores no existían, pues alguien había decidió colocar varias canchas de fútbol en la parte superior del local, lo que hizo que el humo rápidamente ocupara todo el boliche. Los quince extintores colocados por en el interior de la sala de poco sirvieron, pues diez de ellos se encontraban inutilizados. Por si fuera poco, las personas contratadas esa noche para llevar a cabo los primeros auxilios en el caso de que fueran necesario-y vaya si lo fueron esa noche-, no fueron capaces de hacer nada, pues no tenían ninguna preparación para llevarlos a cabo, el encargado del local había decidido contratar gente sin preparación para cubrir el expediente y ahorrarse dinero.

Parte del santuario donde se recuerda a las víctimas. Las zapatillas que allí cuelgan son las que se encontraron amontonadas los bomberos al entrar en el local. Son el símbolo de la tragedia de Cromañón.

          Muchos de los jóvenes que ese día ocuparon el boliche fallecieron, pero muchos más fueron heridos graves-más de mil cuatrocientos-, y una gran parte aún siguen sufriendo los síntomas tanto físicos como psíquicos de la tragedia, incluidos suicidios y tentativas debido a graves depresiones.
          
           La tragedia trajo muchos cambios en las leyes de locales y boliches, concienció a la población de lo peligroso de no respetar las leyes en los lugares donde se juntan muchas personas, y además hizo que la legislación sobre normas de seguridad se volviera más dura e intransigente con las faltas-aunque esto como en tantos lugares solo sirvió los primeros años, siendo hoy de nuevo bastante laxos-. Por su parte los juicios buscando a los verdaderos culpables siguen hoy en día. Entre otros se ha acusado a los músicos del grupo, la empresa a nombre de quien estaba el local, el supuesto dueño y un largo etcétera. Hasta hoy el único que se vio salpicado y debió abandonar su puesto fue el por entonces legislador de la ciudad; Aníbal Ibarra, al que todas la miradas apuntaron en un primer momento, algo que no le ha servido de cortapisa para presentarse este mismo año a las elecciones para ocupar el puesto que debió dejar por su poco cuidado en las leyes de seguridad. Por suerte se candidatura fue desechada por el pueblo en la primera ronda.

El lugar a día de hoy sigue siendo terrible, el local se derribó en parte, pues quedó prácticamente arrasado tras el infierno terrenal de aquel 30 de diciembre, donde se alcanzaron los cuatrocientos grados centígrados. Ese predio y parte de la vereda se ha convertido en un santuario en recuerdo de los muertos, pidiendo justicia para su memoria y sus familias. Los murales pintados por familiares, amigos y artistas locales han ocupado todas las paredes de los edificios cercanos, los nombres de los fallecidos lo ocupan todo, sus fotos en blanco y negro aparecen en mitad del lugar, y también en muchos de los quioscos de prensa de la plaza del Once, en el centro del barrio de Balvanera. Pero si hay una cosa que señala el lugar, y que te encoge el estómago son las zapatillas deportivas que cuelgan en racimos, son decenas de ellas, sostenidas de diferentes cuerdas que cruzan la pequeña plaza homenaje. Esas zapatillas son de los muertos y heridos de ese día, fue lo primero que se encontraron los bomberos cuando entraron en el local después de la tragedia.

Portada dedicada a los fallecidos en la tragedia de Cromañón por la publicación Rolling Stone