domingo, 14 de junio de 2015

EL PETISO OREJUDO


            Hace un par de días estuve viendo por segunda vez la magnífica película El secreto de sus ojos dirigida por Juan José Campanella, y rodada en parte en el centro de Buenos Aires. La recuerdo a menudo cuando paso por delante del Tribunal Supremo, situado sobre Talcahuano. La historia que narra es fantástica, dura, fría y ardiente al mismo tiempo, un thriller que te mantiene en vilo hasta el último segundo, atrapándote tanto en la historia principal que hace que en un primer momento se te pase múltiples detalles por encima. Es de esas películas que gana con un segundo visionado ─como ocurre con la segunda lectura de las buenas novelas─, cuando ya conoces el desenlace, y disfrutas viendo los caminos y los recovecos por donde te ha llevado el director, adivinando de antemano la brillante estratégica de la que hemos sido víctima durante el primer acercamiento a la película.
            Uno de esos detalles que no tienen ningún incidente en la trama, pero que se me pasó por encima en un primer momento fue la escena en la que Benjamín Espósito, un antiguo empleado del juzgado penal jubilado ─interpretado magistralmente por Ricardo Darín─, charla con una jueza ─Soledad Villamil─ de la Corte Suprema de Buenos Aires sobre un antiguo caso que Espósito se plantea novelar. En un momento de esta escena aparece ante la cámara una vieja máquina de escribir de grandes dimensiones que se encontraba guardada, acumulando polvo en un armario del Tribunal. Tras trastear un rato con ella, Benjamín se da cuenta que la letra A no funciona. Después uno de los dos comenta en tono de broma que debe ser una máquina de la época del Petiso Orejudo.

            Lo dejé así, sin más, aunque me llamó la atención mucho el nombre pronunciado: Petiso Orejudo. Al poco lo olvidé y seguí disfrutando de la película, pero en realidad no lo había echado en el olvido, sino que lo había guardado en alguno de esos cajones que todos tenemos desperdigados y a medio abrir ─o cerrar─ en nuestra cabeza. Me di cuenta de ello el otro día, mientras rebuscaba entre las viejas revistas de historia colocadas en cajas de cartón, al fondo de una de las decenas de librerías de viejo que abren sus puertas en la avenida Corrientes. 
            Entre las publicaciones históricas asomó una de la misma colección pero diferente contenido, la portada totalmente negra, tan solo rebajada por una enorme huella dactilar en amarillo. Bajo ella el título: Historia del género policial en la Argentina. Inmediatamente tiré cuidadosamente de ella hacía arriba, y colocándola sobre sus hermanas la abrí y comencé a ojearla. Busqué una página al azar ─lo suelo hacer siempre, nunca abro por la primera o última página una publicación que ojeo en una librería o una biblioteca─, de pronto apareció ante mis ojos una ficha dactiloscópica de principios del siglo XX. En ella aparecen marcadas diez huellas dactilares, pequeñas, un tanto inciertas, sobre ellas una foto de perfil y otra de frente con un número de ficha policial. Sobre la foto el nombre del joven ─casi un niño─ delincuente: Cayetano Santo Godino, el Petiso Orejudo.

            Santo Godino, el Petiso es calificado por la prensa de la época como un monstruo, una fiera, un tipo que carece de las virtudes y la racionalidad que separan a los hombres de las bestias. Su historia delictiva es de novela negra, negrísima. A pesar de que después de él pasarían otros tipos iguales o más sádicos que el Petiso Orejudo, y que mancharían de sangre la historia argentina, es su historia la que más se recuerda. Es considerado el primer asesino en serie del país, un tipo desquiciado que atacaba siempre a niños menores de cuatro años, niños que conocida y se movían por los barrios que el Petiso frecuentaba: Almagro y Parque Patricios. Engañaba a los niños con caramelos o historias simples, para llevarlos a terrenos baldíos o edificios en ruinas. Una de estas construcciones fue la elegida para su última víctima, un niño de tres años al que intento ahorcar con el piolín de algodón que usaba a modo de cinturón. Al no conseguirlo lo dejó atado de pies y manos y salió en búsqueda de algo con que rematarlo. En ese momento se encontró con el padre del niño que lo buscaba, confirmando fríamente no haberlo visto, y recomendando al hombre que fuera a la comisaria a denunciar la desaparición. Poco después volvió con un clavo junto al joven moribundo, y ayudado de un guijarro atravesó la cabeza del niño. Tras eso iría al velorio del chico ─para saber si seguía con el clavo en la cabeza, confesaría después─. En ese momento la policía ató cabos, y esa misma noche detuvieron al Petiso Orejudo. Encontraron en el bolsillo de su pantalón recortes de sus asesinatos publicados por la prensa. Tenía dieciséis años.

            Tras ser detenido solo confesó este crimen, pero después de largos y supongo poco ortodoxos interrogatorios acabó confesando otros tres. Entre ellos uno similar que la policía tuvo que cerrar en falso años atrás, y otros dos de los que él mismo se auto inculpó sin que la policía tuviera noticias. Aunque después de investigar los datos que les dio el Petiso Orejudo, dieron con las denuncias y en algún caso con los cuerpos. También se le acusó de ser el autor de varios incendios en la ciudad de Buenos Aires, como el de una bodega de la avenida Corrientes, donde después de beber y empujado por sus frecuentes dolores de cabeza la hizo arder. Durante los interrogatorios reconoció que el fuego era una de sus pasiones. Declaró: Me encanta ver trabajar a los bomberos…Es lindo ver cómo caen en el fuego.

            Fue internado en un hospicio de forma indefinida, pero pronto comenzó a agredir e intentar asesinar a otros pacientes allí recluidos. Por ello primero se le traslado a la Penitenciaria Nacional de las Heras, y después al penal de Ushuaia, conocida como la cárcel del fin del mundo. En ese penal los médicos siguiendo la nueva teoría sobre los delincuentes del italiano Lombroso. Ésta, decía que las causas de la criminalidad van de acuerdo con algunas formas, causas físicas o biológicas, del tipo que lleva a cabo los delitos. Al ver el tamaño de las orejas del Petiso, los médicos no tuvieron duda, y llevaron a cabo con él varias pruebas científicas basadas en estos estudios. Entre otras, le practicaron una operación para reducirle el tamaño de sus orejas, viendo si así cambiaba su actitud. Evidentemente no consiguieron nada, y unos días después el Petiso Orejudo asesinó a la mascota de la cárcel: un gato. Este acto, simple para una mente despiadada como la del Petiso, hizo que cayera sobre él toda la ira y la fuerza de los demás reclusos, que le infligieron una larga y fuerte paliza.
            Hasta el final de su vida es de novela negra, con tintes de terror. No se sabe con certeza como murió, unos creen que fue resultado de un proceso ulceroso gastroduodenal ─había sido violado repetidamente por sus compañeros de prisión─. Aunque los hay que afirman que murió a manos de los demás prisioneros, después de la paliza recibida tras matar la mascota de la prisión. Lo cierto es que murió en el año 1944, tenía cuarenta y nueve años. Cuando tres años después de su muerte el penal de Ushuaia fue cerrado, y desmantelado, se removió el cementerio del mismo para llevarse de allí a todos los finados. Al abrir la tumba donde fue sepultado el Petiso Orejudo, se dieron cuenta de que los huesos del primer asesino en serie de Argentina ya no estaban allí.

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