miércoles, 6 de mayo de 2015

ESCULTURAS E INDIRECTAS


            En la capital federal porteña, al igual que en La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, hay menudeces, detalles, puntos nimios que se esconden entre la sonrisa irónica y el sarcasmo de la historia de la ciudad. Están ahí, a veces todos las conocen, se escriben artículos de prensa dominical que los relatan, incluso a veces salen en guías de turismo. Pero otras, la mayoría por suerte, permanecen ocultas. Cuando las descubres por casualidad, o crees que las has descubierto te das cuenta de lo mucho que desconocemos de los cómos y el porqué. Estos detalles no siempre tienen que ver con logias, ocultismo o agrupaciones secretas, sino que simplemente son detalles burlones, graciosos, que hace que la saliva comience a gotear por tu colmillo… chop,chop,chop.
            Al poco de llegar a Buenos Aires, cuando aún estaba haciéndome a la ciudad, a sus medidas, a sus colores, a sus olores, y sobre todo a sus calles y plazas, lo descubrí sin apenas darme cuenta. Acababa de comer en un detestable restaurante entre la avenida de Mayo y la de 9 de julio. Uno de eses que se venden como clásicos porteños y en el fondo son más falsos que un billete de doscientos pesos. Hecho por y para turistas despistados. Hice el panoli. 

            Al salir, decidí tomar la avenida y avanzar hacia el oeste de la ciudad, en dirección a donde se encontraba la plaza del Congreso. Sería la primera vez que la vería en mi vida, la primera vez que la pasearía. Después de observar varios edificios maravillosos al final de la avenida, entré en la plaza. Lo hice por el lado derecho, justo bajo el teatro Liceo donde se desplegaba un enorme cartelón anunciando la obra teatral Parque Lezama. Pasé junto a la verja que separaba los jardines de la plaza Lorea del tráfico, allí vi por primera vez a los cartoneros durmiendo a plena luz del día entre sus colchonetas sucias y raídas, esperando que cayera la noche para comenzar a recolectar la mercancía que los alimentaría de mala manera. Desde su pedestal en mitad de la plaza, vallada y ajardinada, el gobernador José Estrada lo observaba todo en  forma de bronce. 

            Continúe con mi paseo, y crucé la calzada entre los taxis negros y amarillos que circulaban por el lateral derecho a poca velocidad, casi parados, con la luz verde encendida sobre la chapa. Esperaban recoger algún cliente que les hiciera cruzar toda la ciudad, y hacer que ese día de verano y poco trabajo valiera la pena.

            En el centro de la plaza del Congreso, o de los Dos Congresos como se suele llamar de forma oficial, pues al lado izquierdo del majestuosito y cupulado edificio del congreso de la nación se levanta un paralelepípedo, envuelto en un traje de mármol marrón y ventanas tétricas y sucias, donde se sitúa el senado de la república. Como supondrán el lugar está blindado de policías, pero también lo está de basura. Las partes bajas del edifico del senado, junto donde se abre la puerta que da entrada a la biblioteca del congreso y el senado nacional, se acumulan cada noche montones de vasos, botellas de cristas y plástico. El lugar se va convirtiendo en un verdadero vertedero según avanza el día, ya que los pocos barrenderos que trabajan por la zona no dan abasto para detener su crecimiento.

            En  mitad de la plaza,  justo frente a la entrada principal del edificio del congreso, se levanta un complejo escultórico de mármol blanco rematado por una gigantesca escultura de la Mariane. La dama republicana porta en la mano derecha una rama de olivo. Rígida, magistral y tocada por un gorro frigio. A los pocos metros  de sus pies, un pequeño monolito recuerda que allí se encuentra el kilómetro cero argentino. Iba caminando por el centro de la plaza, pensando en la similitud de los monumentos de la plaza argentina con otros europeos, al fin y al cabo la relación de ida y vuelta está más que reconocida, necesaria en muchos casos para los habitantes de ambos continentes, cuando lo vi.   

            Más allá, casi en el borde ovalado de la plaza, frente a la avenida de Mayo, entre los arbustos y árboles que dan sensación de plumón urbano a la zona, pude vislumbrar una réplica de la escultura El Pensador del francés Rodin. Una escultura que no por vista en demasía deja de sorprenderme. En mi época parisina, el jardín de la casa del escultor, donde se encuentra el original de bronce, junto a Los Inválidos era uno de mis lugares preferidos para sentarme a leer distraídamente, o para pasear con la mente puesta en otra cosa y la vista posada en el perenne pensador.
            Al abandonar la plaza y volver sobre mis pasos con dirección a San Telmo, caí en la cuenta de uno de esos detalles irónicos que nos brinda la ciudad. Una tontería posiblemente, pero que en ese momento hizo que mientras paseaba entre cafés y quioscos, se me dibujara una sonrisa burlona en la cara. Acaba de caer en la cuenta de que El Pensador, el símbolo del sentido común y del buen hacer, estaba dando totalmente la espalda al senado y al congreso de la nación. Aún me pregunto si su colocación en esa pose concreta fue hecha, o no, de forma consciente.

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