viernes, 15 de mayo de 2015

BUENAS COMPAÑÍAS


           Unos días antes de tomar el vuelo que me cruzaría el Atlántico desde Londres a Buenos Aires, hice una cosa que suelo hacer a menudo, sobre todo cuando me espera un viaje. Me pasé por la calle Mayor de Madrid e hice una visita a uno de mis libreros de confianza: Méndez. Era una mañana gélida de mediados del mes de diciembre, aterido de frio hice un descanso en mi trabajo de investigación en el archivo subterráneo del Congreso de los Diputados de la capital, y enfilé la carrera de San Jerónimo hasta la Puerta del Sol. Conseguí abrirme paso tras zigzaguear entre los grupos de turistas que abarrotaban la plaza a esas horas de la mañana, ampliando hasta el infinito las colas de los que buscaban hacerse con un décimo para el cercano sorteo de navidad. Tras las mesas plegables de camping que hacen de improvisados mostradores, las vendedoras gritaban que llevaban los números de Doña Manolita, su voz se escapaba entre los mimos disfrazados de superhéroes, y los mariachis que destrozaban las canciones de José Alfredo desde primera hora de la mañana. 

            Así, observando una de las estampas más típicas de Madrid en esos días del año conseguí llegar a la esquina de la calle Mayor, acercándome en unos segundos a la librería de Méndez. Al entrar saludé como siempre, y me quedé un poco parado. No había nadie en el interior, salvo el librero. Se lo comenté mientras me quitaba la bufanda, él me contestó que para estar a la vuelta de la equina las navidades la cosa estaba muy floja. La gente lee poco, pero compra menos. 

            Después de curiosear por la zona de novedades pregunté al librero-un tipo serio, con buen gusto y sabiendo en que se juega los cuartos-, que qué me recomendaría para un largo viaje. Sin pensárselo un segundo, colocó en mis manos la nueva edición revisada de El Quijote, la realizada por la Real Academia Española. La ojeé tranquilamente sopesándola y finalmente le contesto que sí, que me la llevo, nunca está de más releer a los clásicos. Al final además de la obra de Cervantes, me agencié también una reedición de los ensayos de George Orwell, la Novela de Ajedrez de Stefan Zweig ─que es uno de mis libros favoritos─, y la última novela de Antonio Muñoz Molina, que viene acompañada por una libreta de notas decorada con fotos sobre Memphis y Lisboa ─ciudades donde trascurre la historia novelada─, realizadas por su mujer.

            Bien pertrechado de literatura decidí tomarme un café en La Mallorquina, sobre la esquina de la calle Mayor con la Puerta del Sol. Uno de esos lugares que ya estaban abiertos cuando el atentado de Mateo Morral, y que siguen cuidando y mimando sus productos como el primer día que abrieron sus puertas en el año 1894. Allí comencé a ojear la nueva edición de El Quijote, la misma que me acompaña en Buenos Aires en mis momentos de ocio, o cuando tengo que esperar horas interminables para que me atiendan en algunos lugares, como me ocurrió hace unos días en el Ministerio de Migraciones. 

        Ese día, cuando por fin mi número apareció en la pantalla y me acerqué al mostrador correspondiente, un funcionario agradable comenzó a preguntarme detalles sobre España, sobre mi ciudad, y después sobre el libro que llevaba entre mis manos. Se lo mostré, me comentó que lo había leído por primera vez en sus últimas vacaciones. No es un mal libro para esperar ─añadió mientras sonreía─. Al acabar con la burocracia y salir a Puerto Madero observé la portada del libro y pensé para mí que sí, que en esos casos en los que no puedes compartir tu tiempo con tus padres, tu familia, tus amigos o tu pareja, o quien sea que estés a gusto un buen libro como El Quijote es muy buena compañía.

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