Escribía Eduardo Galeano: Los nadies, los hijos de nadie, los dueños de la nada. Los nadies: los
ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos,
rejodidos. Posiblemente no se refería a ellos, al menos no conscientemente.
Tal vez no solo a los cartoneros porteños. Aunque sin duda se refería a ellos,
a los olvidaos de la sociedad, a las personas que nos cruzamos cada día en cada
calle, en nuestra vida diaria. En Argentina hay muchos nadies, para todos los
gustos, como en cada rincón de este maravilloso, pero ruin planeta.
Tal vez los nadies más presentes en la ciudad sean
los mencionados cartoneros, porque se buscan la vida por el centro de Buenos
Aires entre las grandes avenidas y las zonas más turísticas. Para ver a los
otros nadies, a los enganchados al paco,
hay que irse a las villas de las afueras. Si los nadies que quieres ver son los
antiguos ocupantes de las tierras indias, masacrados y olvidados hay que
acercarse a las montañas. Pero estos nadies, están ahí, delante de nuestras
ególatras narices, y a pesar de que siguen caminando ante nuestras pupilas
nosotros seguimos haciendo oídos sordos y mostrando nuestras miradas turbias.
Acusadoras.
Que no son seres humanos,
sino recursos humanos. Que no tienen cara, sino brazos. Que no tienen nombre,
sino número. Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja
de la prensa local. Continuaba así Galeano, y en éste caso los
retrata tal y como los ve la sociedad. Solo son manos que recogen y clasifican
desperdicios, separando lo que puede reciclarse o reutilizarse, metiéndolos en
sus grandes sacos de rafia blanca. Utensilios llenos de porquería y que mueven
en carros metálicos con ruedas casi cuadradas. Otros, los que tienen más
suerte, cuentan con un carro y un caballo que tira de la mercancía. Animales
que en algunos casos mueren tirados en la calle, extasiados por las horas de
carga, por el calor, o por la avanzada edad. Los cartoneros son unos
trabajadores sin remuneración establecida, van al peso, como los antiguos
traperos. Pero en este caso trabajan familias enteras, incluso los niños
menores, que ayudan a sus padres descalzos y con la piel ennegrecida por pasarse
el día entre porquería y desperdicios.
Aparecen en las calles cuando cae el sol, cuando la gente
comienza a sacar las bolsas de basura, cuando los comercios cierran sus puertas
y dejan en el exterior los restos donde iban envueltos las ventas realizadas
ese día. Es entonces cuando estos cartoneros, unos cincuenta mil se cree,
aunque seguramente sean muchos más, comienzan a rebuscar en los contenedores, a
rasgar bolsas oscuras de plástico. Antes venían desde el conurbano, desde las
villas en un tren, el tren blanco, o el tren de los cartoneros. Un tren sin
asientos que llegaba hasta Once o Retiro, donde entraban ellos con su
mercancía, para ir y venir del centro porteño, pudiendo así ganarse la vida.
Pero hace años el tren dejó de funcionar, abandonando a los cartoneros sin
poder moverse con su cargamento. Años después se decidió utilizar diferentes
camiones semirrígidos que se mueven ruidosamente por las calles en las noches
porteñas recogiendo esos fardos de basuras reciclables.
Estos cartoneros, estas familias de cartoneros, en la
mayor de las ocasiones se lanzaron a la calle tras la gran crisis económica del
año 2001 como respuesta al desempleo y a la pobreza creciente hasta la asfixia
tras el corralito. Unas personas que pagan con su vida los desvaríos políticos,
las arrogancias personales, la corrupción galopante que hizo que uno de los
países más ricos del mundo se hundiera en la mayor de las pobrezas. Convirtiendo a personas como usted y como yo
en unos nadies. En los que cualquiera puede convertirse tras una mala jugada
del destino, o de nuestros gobernantes. Convirtiéndolos en alguien que no vale
nada para la sociedad, para sus gobernantes, que pueden eliminarlos cuando no
les sean útiles. Unas vidas que no valen nada a la hora de eliminarlos, como
bien termina su poema Eduardo Galeano: Los
nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
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