lunes, 30 de marzo de 2015

SIFONES Y FILETEADOS


            Lo cierto es que la feria no lleva muchos años celebrándose. Quiero decir, demasiados. No es tan antigua como creía en un principio, pues tan solo se lleva celebrando desde el año 1970. Eso sí sin faltar ningún domingo a su cita, y siendo cada vez más grande, pues lo que se conoció en su día como Feria de cosas viejas y antigüedades de San Pedro Telmo, que se circunscribía solo a la plaza Dorrego, ha ido creciendo. Haciéndose en la actualidad con una parte importante de la calle Humberto Primo, y con casi toda la calle Defensa hasta las cercanías de la plaza de Mayo. Dejando la antigua plaza para las antigüedades y el resto para los artistas, los productos típicos, las artesanías indígenas y los recuerdos turísticos, repletos de imágenes de Mafalda y bailarines de tango.

            Poco se podría imaginar el arquitecto José María Peña este futuro cuando lo  propuso. Mucho menos pensaría que el mercado se convertiría no solo en uno de los puntos principales del barrio, sino en una atracción turística de gran calado. Además esa feria, convertiría al barrio en el centro cultural de la ciudad. Comenzarían a poblarse los edificios de pintores, músicos o escritores, que trasladaron a esas calles sus domicilios y estudios. Al mismo tiempo, las vitrinas de las tiendas iban abriendo paso a los productos de anticuarios, creando galerías enteras de piezas únicas. Hoy la fisonomía del barrio ha cambiado bastante, sobre todo en la calle Defensa, pues entre las tiendas de anticuarios, de los barcitos de toda la vida, se van abriendo tiendas de reconocidos diseñadores. Junto a las parrillas y lugares de pizza, van metiendo la cabeza grandes cadenas de comida rápida y de alimentos gourmet. Por suerte, aún sigue en pie el viejo mercado de abasto del barrio.

            Pero a pesar de ello hay un placer único que es llegar a sus calles estrechas, repletas de puestos donde ya empiezan a asomar las mesas y sillas de los restaurantes nocturnos. Cuando el sol comienza a ocultarse por la zona de Constitución, recortándose sobre él las torres neogóticas de la iglesia de la plaza principal del barrio, al oeste de la ciudad. Ese momento en que los tenderos ambulantes comienzan a levantar los sifones antiguos de vidrio coloreados de sus puestos. Colocándolos tranquilamente en cajas acolchadas, mientras los artesanos de fileteados argentinos soplan las últimas chapas recién pintadas antes de irse a casa. Justo en el mismo instante que comienza a sonar al fondo la primera milonga de la noche.


             Por suerte, una vez que pasa la feria del domingo la zona vuelve más o menos a la tranquilidad del barrio. Retornan a brillar los viejos aparadores y los muebles de otro siglo, en las puertas de los anticuarios de siempre. La gente vuelve a compartir cafés y cerveza en las terrazas de los lugares añejos, como las del Británico, la de Dorrego o la del Hipopótamo ya casi en el parque de Lezama, uno de mis lugares preferidos de la ciudad, al borde del nacimiento del barrio arrabalero de La Boca. Más allá de la antigua casa de los Ezeiza y de la Pulpería Quilapan, donde las calles vuelven a ser adoquinadas como hace un siglo, donde las casas bajas se convierten en habituales, y donde sin querer te metes de lleno en el ambiente de tascas, lunfardo y tanguerías.

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