viernes, 13 de marzo de 2015

OLOR A ENCURTIDO Y A LIBRO DE VIEJO


            Siempre he dicho que las verdaderas ciudades se conocen observado y paseando. Hay varias cosas que hago siempre cuando viajo a un nuevo país, sea para una semana o para dos años. Lo primero es sentarme en diferentes cafés de diferentes barrios, en la terraza del local o cerca de una ventana del interior. Mirando a la gente pasar, escuchando pedazos de conversaciones de los paseantes, de los hombres y mujeres que van y vienen de las mesas colindantes mientras alargo mi mañana o mis tardes entre cafés, cañas y libros. A veces tomo notas, otras veces solo miro, y según quien pase o lo que escuche me sonrío, o me enfurezco. La segunda es pasearme por los mercados de abastos de los barrios, observar a las personas comprando, contemplar las diferentes viandas de cada parte del mundo. Verles conversar mientras eligen los productos necesarios para llenar la nevera o el estómago. La vida diaria.  

            Me agrada mucho pasear por el mercado del Progreso en el barrio de Caballito, junto a la avenida Rivadavia y la calle del Barco Centenera. Un mercado que lleva abierto a los convecinos desde hace más de cien años. Concretamente desde al año 1889, y que nunca ha cambiado su cometido, nunca se ha prostituido, quitando sus puesto de hortalizas para dejar paso a marcas mundiales de precios prohibitivos y que se encuentran en cualquier lugar del mundo. Algo que si han hecho otros, como el del Abasto en Corrientes.

         Como digo, me gusta ese mercado, no sólo porque se mantenga como si acabara de ser inaugurado a finales del siglo XIX, con sus mismas formas, con unos olores casi similares a pesar de que los años van dejando su rastro. Al entrar, casi desde la calle, sorprende un olor seco, de polvo impalpable procedente de la garita del afilador de cuchillos de la entrada. Nada más cruzar el pequeño zaguán me asalta el olor a encurtido, el del frío del hielo con esencias de pescado, el olor fresco del puesto de frutas y de verduras, donde además la relación de colores ayuda a captar la atención del supuesto comprador. Poco más allá, la panadería ofrece el olor a pan recién hecho, a masa madre y la esencia de las medias lunas de grasa recién puestos en la cesta de mimbre de la puerta. Listas para que los clientes se los lleven para merendar, para acompañar el mate y la conversación. Un poco más adelante me sorprende el olor del asado de pollo, de los chorizos criollos a la parrilla que se entremezcla con el aroma de las chacinas y de las casquerías. En la parte central del mercado está la tienda de huevos, tiene centenares, de diferentes colores y tamaños que se venden sueltos, al igual que las especias, que están al lado de la tienda de pasta. Un poco más allá, ya casi junto al quiosco de golosinas, que no puede faltar, la tienda de leche en polvo y botes de dulce de leche. Un clásico de la dieta local.


           Cuando salgo del mercado suelo tomar la avenida Rivadavia hacía el río, y dejo llevar mis pasos hasta el parque Rivadavia, donde espera al paseante el pulmón del barrio, nacido en torno a la estatua a caballo de Simón Bolívar. Pero antes de pasear por el jardín no puedo pasar por alto la parada en uno de sus laterales. Allí se levantan decenas de quioscos y puestos de libros de viejo, libros de segunda mano de todos los tipos y temas. Me recuerdan mucho a las viejas barracas llenas de libros, y de cultura, de la cuesta de Moyano de Madrid, superviviente longeva y luchadora de la vieja ciudad. Por ello siempre que paso por esta zona, me invade la tristeza, al recordar lo que se está haciendo con ellas, debido a la incultura y el egoísmo del ayuntamiento de la capital española. Intentado hundirlas, buscando que cierren y sean sustituyan por cafeterías multinacionales, o vaya usted a saber. Como ya ha ocurrido con el barrio de las letras, el barrio de Cervantes, de Lope, de Quevedo o de Góngora, entre otros. Y donde hoy cuesta encontrar una librería. Si este barrio estuviera en París o en Londres, sería el centro neurálgico de la cultura del país. Al igual que el primer tramo de Corrientes lo es en Buenos Aires.

            En el parque Rivadavia, el caos de la ciudad se vuelve calma. Se respira y se escucha felicidad. Puedes observar a los jugadores perennes de ajedrez mientras manoseas los libros de viejo, envueltos en plástico tosco para protegerlos del tiempo y de los dedos de curiosos y fisgones. Y de repente, cuando cae la luz de la tarde porteña, y en semioscuridad, pues de nuevo la luz del barrio se ha ido a pesar de que los transformadores resuenan a lo lejos, das en un cajón etiquetado como novela hispanoamericana con una edición única de Rayuela. Una reedición de la que se publicaría en 1964 por la editorial sudamericana, una verdadera joya, que desde anoche duerme en mi estantería.


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