viernes, 6 de marzo de 2015

ANACRONISMO


             Paseando por ciudades grandes es normal encontrarse cosas extrañas, elementos o situaciones que no deberían estar ahí. Cosas que a pesar de hacerte mirar en varias ocasiones al lugar de forma incrédula están ahí de verdad. Son apariciones nada misteriosas, y que en la mayor parte de las ocasiones tienen más que ver con la arrogancia, con la búsqueda de apariencia suntuosa, o con la ostentosidad de quienes las protagonizan que con lo paranormal o lo mariano.

            Lo que hoy me encontré en mitad de mi paseo tenía que ver más con esto que con otra cosa. Mi mirada se encontró al fondo de uno de los ramales que del río de la Plata se cuelan en los diques de Puerto Madero una pequeña embarcación, que en un primer momento equivoqué con uno de esos pequeños veleros que acostumbran a navegar por la inmensidad del río de la Plata y que se recogen al cobijo de las dársenas, ocasionando grandes atascos en la zona, pues cuando vuelven al redil, los puentes móviles cortan el tráfico rodado del centro de Puerto Madero para dejar el paso marítimo libre.

Cuando la embarcación comenzó a virar y se colocó totalmente enfrentada a mi vista, observé asombrado que de velero no tenía nada. A pesar de encontrarme en el centro de Buenos Aires, en ese recodo del río de la Plata, lo que tenía ante mí era una góndola negra. Entre el esperpento y la incredulidad frené mis pasos. Enfocando mi vista cansada por el sol, pude no solo asegurar que aquello era una góndola, sino que además sobre su popa iba de pie un gondolero ataviado con unos pantalones negros y una camisa de rayas blanquiazules, al más puro estilo de los barqueros de la Reina del Adriático.

En su interior dos turistas reposaban su cuerpo sobre unos asientos de terciopelo rojo que resaltan sobre la negrura de la madera de la góndola. Él, de pelo blanco, ella con pelo rojizo. Los dos ataviados con ropas de sport y rematados por sendos chalecos salvavidas de color naranja, con una franja blanca y de un grosor excesivo. Pero cual será mi sorpresa, cuando de pronto del margen derecho del río, del embarcadero que se encuentra a los pies de un hotel de cinco estrellas ─una cadena de hoteles conocido por su lujo excesivo, mezclado con lo hortera de sus instalaciones─ de donde sin duda había salido la góndola minutos antes, ahora salía otra más. En este caso de menor tamaño y color claro.
Sobre ella iba otro gondolero, dos fotógrafos y un extraño tipo con librea, disfrazado con ropajes de otra época y de otros lugares más teatrales que en el que nos encontrábamos. Ocultaba su cuerpo bajo una capa negra completa hasta los pies. Tocado con un sombrero de tres picos bruno y con plumaje blanco. Al llegar a la altura de la otra embarcación el tipo saltó dentro de la góndola de los turistas. Asentándose en el interior, se quitó el sombrero y pomposamente comenzó a cantar en bastante mal tono una opereta en italiano. Al pasar bajo el puente en que me encontraba, en dirección a la zona de los rascacielos, la gente se apelotonaba junto a la barandilla para sacar fotos y mirarse unos a otros con socarronería, incrédulos. Preguntándose que qué pintaba eso ahí, a lo que otros respondían con una mueca extraña en la cara y levantando al unísono sus hombros.

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