miércoles, 11 de marzo de 2015

QUIOSCOS


            No puedo evitarlo. Cada vez que paso ante un quiosco recuerdo las mañanas de los domingos de mi infancia. Cuando después de salir de misa de doce corría como un loco junto a mis amigos a la tienda de golosinas de mi pueblo. Y digo hacía la tienda en singular, porque cuando yo era niño solo existía una tienda que vendiera gominolas o gomitas, bolsas de patatas fritas y de pipas, chocolatinas, o bombones helados y flases de colores, que hacían el goce de mi grupo de amigos y de otros tantos durante las altas temperaturas del verano castellano. Después, fueron abriendo otras tiendas, otros quioscos. Además, pronto mis amigos y yo dejamos de ir los domingos a misa, pero no de ir al quiosco. Con los años dejamos de comprar chicles con cromos para cambiar, y pasamos a comprar pipas para consumir mientras conversamos las tardes y las noches en un banco del parque. Otros comenzaron a comprar cigarros sueltos, de los peores. Porque los incipientes fumadores no tenían suficiente con la paga semanal para compra un paquete de tabaco entero.

            Con el paso de los años todo fue cambiando, uno de los quioscos lo cerraron. Al otro hace que no entro desde hace años. También hace mucho tiempo que los amigos de la infancia no nos sentamos en nuestro banco preferido del parque para hablar mientras devoramos bolsas de pipas. Cada cual ha emprendido su vida, muy separadas unas de otras, y cuando coincidimos en nuestro pueblo compartimos risas y bromas entre cañas de cerveza, cafés y copas de ginebra. Tampoco nos vemos todas las semanas, ni siquiera todos los meses. Pero cada vez que veo un quiosco de golosinas me acuerdo de ellos, y de las hora que pasamos haciendo trastadas por las calles de nuestro pueblo, en el tiempo que nos duró la infancia.

            Comencé a viajar, a visitar y a vivir en diferentes países y continentes, pero nunca he dejado de visitar quioscos. Lo hago con la misma habitualidad con la que visito cafés, universidades, librerías o archivos. Echándolos de menos en los países donde no son tradicionales, y donde no hay un lugar que venda su mercadería. Siempre me he preguntado qué hacen allí, en esos países, las cuadrillas de amigos durante su infancia ante la falta de estos lugares. Emplazamientos que te reciben con miles de colores, brillantes, cálidos, atrayentes en forma de paquetes y plásticos precintados que albergan en su interior sabores dulces, melosos, incluso un tanto empalagosos. Pero que siempre producen la misma sensación al llevártelos a la boca, avivar la chispa de los recuerdos. 

            Desde que estoy en Argentina esa sensación se intensifica en cada esquina, al cruzar cada calle, al entrar en cualquier galería comercial o en los mercados de abastos de los barrios castizos. Buenos Aires es un enorme quiosco de golosinas al aire libre. Se encuentran dos tipos; los que tienen un carácter más europeo, con una puerta al local, donde te encuentras al sobrepasar la puerta de entrada un par de mostradores, uno con bebidas gaseosas, otro con miles de chocolatinas y normalmente una zona de menos tamaño con bolsas de patatas fritas, y una pequeña barra para servir perritos calientes. Comida de pésima calidad y a poco precio, que muchos a media mañana, o a media tarde van mascando por la calle. Y los otros, los más típicos, los que se encuentran fuera de la zona turista, donde los niños del barrio hacen cola con unos pocos pesos en billetes azulados de los de a dos, con muchas arrugas de ir fuertemente apretados entre sus manos infantiles, para comprar alfajores y bombones individuales envueltos en papel brillante amarillo.
            Son unos lugares que creo realmente no se tienen demasiado en cuanta. Siempre han estado ahí, desde nuestra infancia son los primeros lugares a los que hemos acudido de forma constante durante mucho tiempo. Los sitios que siempre buscamos en las ciudades sin darnos cuenta y tengas la edad que tengas. Para comprar unos caramelos, unos chicles, para buscar unas pipas o unos frutos secos y pasear un domingo, o para saborear un helado mientras charlamos con nuestros familiares, nuestra pareja o amigos. Los quioscos son unos de esos lugares que pasan desapercibidos, pero que cuando en un país, o en una ciudad, no los encuentras se apodera de ti un vacío interior que no sabes de donde proviene.

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