viernes, 20 de marzo de 2015

JUGANDO A LA RAYUELA


             No sé por qué si o por qué no, pero como todos tengo mis debilidades, mis filias y mis fobias. Cosas que me horrorizan y otras que me hacen feliz con solo oírlas, con solo pensarlas, con solo observarlas desde la lejanía. Hay muchas cosas que a pesar de todo, sin saber por qué, nos acompañan durante toda la vida. Buscándonos entre las escenas borrosas del tiempo, de los pasos de los años. Son como la luz de un faro que pudiera ser nuestro futuro, o tal vez nuestro pasado que vuelve para que no cometamos los viejos errores. Enderezando nuestras vidas, nuestro futuro y nuestra existencia. 
            Para muchos son recuerdos, para otros son escenas de una película, de una vida en celuloide, una de esas viejas cintas que pasaban a golpes en el antiguo reproductor de aquellos desaparecidos cines de barrio. O de los de verano, al aire libre. Cintas que en ocasiones se enganchaban o incluso ardían, por su carga de nitrato altamente inflamable, con el consiguiente alboroto de las personas que acudían al gallinero para ver las películas en sesión continua. Para otros, estas imágenes, son escenas repetidas a lo largo de la vida y que se reflejan en numerosos fragmentos de libros, novelas y ensayos, que se escribieron hace muchos años a golpe de máquina de escribir. Aunque muchas de ellas tuvieran caries en sus dientes desgastados por el tiempo, y por la falta de dinero para repararlas. Una de esas máquinas que reparan, y venden, a día de hoy en una minúscula tienda del principio de Corrientes. Como si en ese pedazo de calle se hubiera parado el tiempo. Como si en cualquier momento fuera a girar la esquina Cortázar buscando a la Maga, o Borges, dándole vueltas al porqué El Aleph está bajo la escalera.

Sin duda en mi caminar también están esos pedazos de celuloide quemado en los bordes, con imágenes de batallas perdidas. A su vera van las páginas de esos libros con historia, algunos incluso impreso en girones de tela reciclada. Alguno de esos que crujen al pasar sus páginas, como síntoma de ancianidad y de respeto. Estos me persiguen siempre, mucho más que los celuloides carbonizados. Lo hacen en diferentes ciudades y en diferentes países, y para volver a la tranquilidad anterior a ese momento, para volver a poner a cero mi contador de nostalgias o de inseguridades, necesito tirarme de cabeza entre sus páginas. A veces son las del tan denostado El Quijote, otras veces son las memorias de Azaña, la filosofía de Rousseau, o la increíble aventura de Ulises en la Odisea de Homero. Hay días en que mi analgésico se esconde en la decrepita y esperpéntica España de valle Inclán, o en las novelas históricas y detalladas de Pérez Galdós. En muchas ocasiones las que me sacan de mi propio abismo son las páginas impregnadas de realismo mágico de García Márquez, y sobre todo las de Julio Cortázar.


Las de Julio Cortázar me persiguen en forma de juego infantil desde hace años, desde mis primeros paseos por las orillas del Sena, donde se vive sin norte y sin pasaporte el taciturno Oliveira. Por las calles empedradas y atiborradas de turistas del Quartier Latin esperando ver a la Maga en algún momento. Otras veces me lo veo cruzando bajo el frío belga de la Grand Place, huyendo de la incipiente lluvia de su ciudad natal, mientras busca un café donde calmar cuerpo y alma. También lo hace ahora, mientras me propongo incertidumbres y certidumbres por las calurosas y desconchadas calles del Buenos Aires de los escritores atormentados, y de los parques multitudinarios. Donde aún se lee y se juega a la rayuela.

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