sábado, 14 de marzo de 2015

MURALES LATINOAMERICANOS


            Leo en la prensa de hace unos días que el Alcalde de Lima, Luis Castañeda-quede aquí su nombre reflejado, a modo de acusación directa por inculto y estúpido-, mandará eliminar unos sesenta murales llevados a cabo en la ciudad peruana de la mano de artistas locales y extranjeros. El centro de Lima es patrimonio mundial de la Unesco desde el año 1988. Desde el año 2012 los murales permanecen en el centro de la misma después que se celebrara allí el festival internacional de arte callejero. El alcalde insinúa ahora que el acuerdo con la Unesco prohíbe esas pinturas a pesar de que la Institución internacional no se ha pronunciado en contra. Entre otras cosas, porque la organización defiende todo aquello que haga compatible el centro histórico con el turismo, la cultura y la recreación. Y todo ello para ocultar estos trabajos artísticos bajo un color amarillo, plano y llano como la mente de dicho alcalde. Color, el amarillo, que es casualmente el símbolo de su partido político y que supongo le pega más al patrimonio histórico internacional. Un fariseo moderno.

            Está claro que todo se debe a una lucha política interno, pues los murales se perpetuaron durante el gobierno de su enemiga política. Pero el tema es igual de grave ya se eliminen los murales por odio político, por odio artístico o porque el que dé la orden sea un completo estúpido cultural. O por los tres argumentos, que en este caso parece ser la razón.

            El caso es que al leer esta barbaridad me han venido a la cabeza esos dictadores de diferentes ideologías que a lo largo de los siglos se han presentado en su país, y a veces los colindantes, como si fueran su cortijo. Aniquilando, quemando todo el arte, y toda la literatura que no era de su gusto. En la mayor parte de los casos la acusación que recibiera esas obras culturales se basaba sobre todo en que eran antirreligiosas, que iban contra la moral, de carácter aberrante o que estaban fuera de la calidad y del buen hacer de un pueblo, de un imperio o de una ideología. No se dejen engañar, todas estas obras de arte, escultóricas, pictóricas literarias… fueron eliminadas del mundo al que pertenecían, no porque insultaran al sentido común, a la ética, o a la moral de un pueblo, sino porque insultaban a la inteligencia del tipo, o de los tipos que gobernaban normalmente a la fuerza, y a base de represión y sangre el país, la ciudad, o el continente, donde se destruían las mismas en el momento que se destruyeron. Obras que insultaban a su inteligencia, simple y llanamente porque sus cortas mentes, sus nimias entendederas, junto a su ego, no le permitiera comprenderlas. Eran demasiado evolucionadas para sus anoréxicos cerebros, escuálidos gustos y esquelético sentido cultural. Eso, la incultura por la barbarie, o por la falta de interpretación artística un tanto compleja, es decir, todo lo que fuera más allá del bisonte de Altamira, ya existe desde los siglos anteriores de nuestra era. No se sorprendan, en veinte siglos no hemos cambiado tanto. 

Seguro que el alcalde limeño se rasgaba las vestiduras al ver a los cabestros con chilaba y kaláshnikov del Estado Islámico destrozar esculturas mesopotámicas. Me lo imagino gritando en su lujoso despacho, o en el restaurante más caro del país, afirmando que eso no se puede permitir, que es un insulto a la cultura. Y lo haría, seguramente, mientras firmaba la ordenanza 62, la que eliminará por completo los murales de la ciudad para cubrirlas del color de su partido. Sin darse cuenta que la única diferencia entre uno y los otros es que viven en diferentes continentes, pero que su estupidez y su falta de raciocinio les une más de lo que se piensan.


              Por suerte en otros lugares este arte se respeta, como en Buenos Aires, y no solo eso, sino que se exhiben para llamar a los turistas que visitan la ciudad, e incluso a los habitantes perennes de Gran Capital, como ocurre en el bohemio y canalla barrio de San Telmo y en la parte baja de Montserrat. Hasta se han convertido en fijos sobre las paredes del clásico y en ocasiones estirado Palermo, donde los modernos de boquilla, y los errantes de corazón se entremezclan. Son lugares en los que a mínimamente que rasques puedes encontrarte verdaderas obras de arte al aire libre, elementos que devuelven a los barrios un esplendor artístico que tuvieron mucho tiempo atrás.

         Por mucho que se empeñen ciertos alcaldes y ciertas personas que lo ven como una mamarrachada, o un delito, los tiempos cambian y las mentes deberían hacerlo al mismo paso. Hace doscientos años nos matábamos unos a otros con navajas de siete puntos, y ahora lo hacemos con armas nucleares ─en eso no somos tan clásicos, ni tan remilgados─. Y lo que hace unos siglos se hacía por encargo, para retratar a señores y reyes, ahora nace de la inquietud de artistas. Que incluso son demandados por gobiernos y dueños de locales para que decoren con su arte los barrios y las calles. Como ocurre en Buenos Aires, en Lisboa, en Nueva York, en Berlín, o en Madrid, entre otros muchos lugares. Aunque también están los que afirman que si es legal, no es grafiti. Eso es otro tema que tal vez algún otro día podremos discutir.

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