domingo, 9 de agosto de 2015

PLAYAS PORTEÑAS

 
              Las playas bonaerenses no tienen arena, ni chiringuitos, ni siquiera tienen agua, más allá de una manguera vieja con varios remiendos, por donde supura el agua como suspiros profundos. Las playas bonaerenses aparecen en cada cuadra de cada barrio y son de precio fijo. Las hay más resguardadas, menos elegantes, con parasoles y sin ellos, pero todas muestran la misma leyenda pintada en negro sobre blanco en la pared del fondo; estacionar de culata.
            Si no fuera por estos espacios, por estos predios amplios y vacíos, sería imposible-lo es de todas maneras-, conseguir estacionar un coche en el superpoblado Buenos Aires. Durante el día están atiborrados, por las noches cerradas a cal y canto, dando un tenor fantasmal a cada esquina de cada barrio. En muchos de ellas, las que quedan vacías los domingos, porque la gente de la provincia no tiene que venir al centro a trabajar, se pone una parrilla, y entre vacíos, choripanes y bondiolas, alguien toca tango o milonga. La gente se arremolina y el predio se convierte en lo más parecido a una fiesta vecinal, a un asado popular que alegra a propios y extraños. A última hora de la tarde, cuando el sol se pierde a lo lejos, y la oscuridad se comienza a parapetar en las calles se recoge todo, queda así listo y limpio para que al día siguiente, cuando aún no haya amanecido, la playa esté de nuevo lleva de autos y motocicletas. Aparcados todos de culata.

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