sábado, 11 de abril de 2015

VILLA 31


Hace unos días leía un artículo de prensa que hablaba sobre una villa miseria, la situada en noroeste de la ciudad de Buenos Aires, justo bajo la autovía Illia. Creo que en ciertos comentarios los periodistas faltan a la verdad, o al menos no la cuentan la completa, sino mediante una mirada sesgada y cargada de estereotipos. Supongo que por falta de información y no por la búsqueda del morbo. Al menos eso quiero pensar.

Estuve hace no mucho en la Villa 31. Está a tiro de piedra de la Estación Retiro, junto a la plaza de San Martín, y no muy lejos del lujoso barrio de la Recoleta, frente a la avenida del Libertador y la plaza Francia. Puede que sea considerada la villa más peligrosa como dice el artículo, porque es la que más cerca se encuentra del centro de la ciudad. Puedes ir allí andando desde el obelisco y no tardar más de media hora en completar el recorrido. Y supongo que, también como narra el artículo, se puede considerar como en la que más paco se consume. Pero el paco, esa pasta base de la cocaína muy similar al caballo que hizo estragos durante los 80 en España, es una lacra que se expande como el fuego en el conurbano, arrasando con la vida de los jóvenes sin futuro. Por ello no les discuto que sea la que más consume, pero si lo dudo mucho. Sino lo creen, que se pasen por la Villa de Puerta de Hierro, en San Justo al suroeste de la ciudad, y verán cómo se equivocan.

Desde luego la Villa 31 no es diferente a las villas de la Matanza, o a las de la autovía que va a la ciudad de La Plata. Por cierto, eso de la gente en completa desnutrición sí que es bastante exagerado, pues en las villas se mueve el dinero y se abren los negocios como en Capital Federal. Una villa es una ciudad en sí misma, y la gente también trabaja allí, compra, vende y algunos mendigan, como en el centro. Incluso a muchas de ellas llega el trasporte público, colectivos, ómnibus, y ferrocarriles. Hay quioscos de alfajores, puedes comprar celulares, recargar el sube, cortarte el pelo o comer en una parrilla. Su principal problema son las mafias de la droga que se mueven por su interior sin que el estado haga nada. Son el Estado y el gobierno de la ciudad los que han permitido que la serpiente ponga y encube los huevos, y ahora es demasiado grande para sacarla del nido. Al menos sin que caiga con ella también algún político o miembro del gobierno de turno. Y sí, es cierto, por las noches la cosa se pone heavy, como dicen por aquí, en su interior. Pero también se pone así de complicadas en Constitución, y en Once por ejemplo, dos barrios situados en el centro de la ciudad de Buenos Aires, donde se levantan dos de las principales estaciones ferroviarias del país, y que nadie considera zona de miseria.

En casi ninguna villa la desnutrición es un problema grave, puede haber casos sin duda, los hay también junto a mi casa entre las avenidas de Mayo y 9 de julio, pero nadie parece preocuparse de eso. Solo algunos vecinos bajamos algo de comida, o leche periódicamente, para que al menos alimenten a los niños que los acompañan. La gente que vive en las villas son personas afectadas por la falta de trabajo a lo largo de la historia, y por las bárbaras crisis financieras que tan normales son en la Argentina, y cuyos únicos culpables son los pésimos gobiernos que lleva enlazando el país desde hace más de cincuenta años ─tal vez me quedo corto─, y de los palmeros que los votan a cambio de un choripán y una gaseosa

Esta villa, la 31, nació a principios del siglo XX, concretamente en 1920, y ni con esas es la más antigua de la ciudad. Originalmente en ella vivían obreros que trabajaban en el cercano puerto de nueva construcción, y que sustituiría al caduco Puerto Madero. Por entonces se la conocía como Villa Desocupación, y más tarde la denominaron Villa Esperanza. Gente honrada y trabajadora, que con la llegada del crack del 29 se vio rodeada de pobreza y de falta de empleo. La única esperanza que les dejaron en la Villa, fue la del nombre.

Las cosas mejoraron con los años, un poco al menos, pero mucha gente con trabajos penosos no pueden permitirse pagar uno de los alquileres desorbitado del interior de la ciudad, y se ven abocados a la villa a pesar de que trabajen y estudien. La mayoría de las personas que viven en ellas son gente normal, con problemas económicos y trabajos mal pagados, familias que si quieren dar una vida mejor a sus hijos, con educación y lejos de la calle, deben vivir allí, e ir ahorrando algo de plata para ofrecerles a sus retoños la oportunidad que ellos no tuvieron. Por supuesto hay gente que vive allí por gusto, que se benéfica de la pobreza adquirida a base de años y políticas necias, y que trafica con droga. Gente que crece económicamente destruyendo a mucha juventud, deglutiendo sus vidas abocadas al fracaso desde su nacimiento. Pero no son la mayoría ni de lejos, aunque sean los que hacen más ruido, y más daño. Y por eso siempre salen a relucir. 

Pero hay que ir más allá del muro de ladrillo que separa ambos mundos, evitar que los árboles no te dejen ver el bosque. Se debería pasear por ellas, y no solo ir de pasada, antes de escribir algunos artículos que lo único que hace es estigmatizar a la gente buena que vive allí. Marcarlas de por vida. Hacer que sean mirados con asco y miedo cuando cruzan el muro del gueto en el que la sociedad les ha encerrado, para internarse, buscando una vida mejor, dentro de esa otra falta sociedad del éxito y del consumo. Un lugar llamado “ciudad civilizada” que hemos propiciado a la vez para sentirnos seguros, falsamente seguros. Tal vez si vieran más allá de los típicos tópicos, pudieran escribir un artículo donde los villeros no sean solo los culpables. Enterándose que la mayoría son víctimas de una sociedad más preocupada de otras cosas que importan más, pero que son menos importantes.


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